De cómo me acerqué a la liturgia católica
uera de la choza se estaba de maravilla. Pero ya le
había dado suficientemente la brasa a la mujer. Antes de irme y después de
despedirme, Thais me pidió que, al día siguiente, me pasara por la iglesia y le
dijera al padre Enrico que iba de parte de ella: «Seguro que te
socorre». Nada le había contado de aquellos ojos que me tenían obsesionado,
aunque apunto estuve de hacerlo. ¿Qué iba a preguntarle? No sabía nada de esos ojos
salvo que tenían el pelo moreno y llevaban a un niño de la mano. Además, del crío
no recordaba nada en absoluto. Quité la piedra y nos sumergimos entre
las chozas y las casas de Salal. Paseamos sin rumbo fijo. Todo estaba en calma,
oímos músicas, llantos de niños, reprimendas de madres, ruidos de pucheros y
después el silencio. Iba embelesado en mi recuerdo. Disfrutaba con la imagen de
aquella cara que descubrí gracias a una corriente de aire. La misma que
acariciaba mi cara. El viento nos trae de todo además de arena. Gracias a este
ejercicio de memoria que tengo que hacer por estas cartas, me veo algunas
veces a mí mismo de chico, como si yo no estuviera dentro de la remembranza,
¿cómo explicártelo? Como si yo fuera un espectador ajeno y privilegiado de esos
retazos que componen mi vida pretérita. Veo, en una toma cenital, a aquel
muchacho seguido de su camello que caminan sin meta alguna por una pista de tierra.
Tanto ha cambiado mi vida que pienso que ese pasado no es el mío. Comparo
aquella vida con esta otra y no soy capaz de contestarme en cual de las dos he
aprendido más después de mis primeros tres años. Y mira que tú me has hecho
estudiar y leer. Pero, aun así, si me pusieras en el brete de elegir, me
decidiría por aquello, aunque seguro que me corregiría al minuto siguiente. Así
que, mejor dejarlo estar, tampoco va a servir de mucho saberlo. Anduve y soñé
un buen rato. Conocer el nombre de donde estaba parecía tranquilizarme, sin
saber el motivo. Al asomarme a una especie de plaza informe se alzó ante
nosotros un campanario. Deduje que esa era la iglesia a la que se refería la
vieja. Tampoco debía de haber muchos templos católicos por allí. No podía equivocarme
por la cruz que coronaba el edificio, que dejaba claro el mismo grito que el colgante de Thais: Me debo a Cristo. Sí, la cruz nunca deja du-
das. En cualquier situación te puedes agarrar a ella. Si te digo que no dudé entre entrar y no molestar, te mentiría. Lo acaecido en la mezquita con abd al-Rhaman influía en mí, pero al
final dejé a Hamal atado a una
verja, saqué las monedas de las algorjas y entré. Aquel santuario no parecía
tan grande por fuera, me sentí mínimo allí dentro. No estaba acostumbrado a
estar encerrado en una construcción tan enorme. De hecho, era la primera vez que
no veía el techo a un palmo de mi cara. Comparado con el habitáculo que usaba
Thais aquello era un universo. Las imágenes y las pinturas que decoraban las paredes
llamaron mucho mi atención. Los trabajos en madera que hacían cuando chico en
mi pueblo no se pintaban, por eso la policromía de aquellas tallas me
sorprendieron tanto como la limpieza del lugar. Llegué hasta el fondo, hoy sé
que se llama altar mayor en el que un retablo servía de fondo a un Jesús
crucificado y casi desnudo. Sangraba por un costado y por las heridas que le
hacía una corona de espinas. No me extrañó entonces que alguien tuviera fe en
aquel que me miraba con una mirada protectora y dolorida desde las alturas. La
verdad es que quedé impresionado. La diferencia con el interior de la mezquita,
por la que tanto había caminado, era más que notoria. Se me hizo que la
disparidad se asemejaba a la del día con la noche. Y llegué a la conclusión de que
tanto aquello como esto no era obra divina, sino humana. No podía haber tanta
diferencia entre un dios y otro. La imagen del crucificado estaba
suspendida de dos cables que se anclaban en un techo abovedado. Todo estaba
limpio, el altar cubierto por una tela cuyo blanco no se ocultaba a la
semioscuridad. Con la simple llama que lucía junto a una caja de oro tenía
bastante para refulgir. Y todo estaba dispuesto para intimidar a todo aquel que
pisara el suelo que también resplandecía y que yo notaba frío con mis pies
desnudos. Desde luego era lo único en que se parecían aquella iglesia y la
mezquita. En aquella parecía todo diseñado para que hablaras con dios desde tu
intimidad sin que nadie te molestara. Esta otra casa de oración parecía más destinada a pedir perdón ante dios y ante
testigos. Como si te invitara a reconocer tus pecados ante los de-
más. Parecía
más disuasoria. En la iglesia que yo había pisado tan solo había una
cruz de madera dentro de un barracón con la mesita que hacía las veces de altar
y una lamparita de aceite que ardía siempre. Al principio no me había dado
cuenta, pero arrodillada entre los bancos había una mujer mayor y delgada con
la cabeza baja y el tronco erguido, no como los musulmanes. Al llegar al pie de
las escaleras que llevan al altar mayor, de una puerta lateral salió un hombre
con una especie de chilaba negra con alzacuello blanco como el del padre
Pierre, aunque aquel otro cura vistiera camisa negra y pantalones. Dejó las
vinajeras a un lado del ara y al volverse me vio. «Muchaho, ¿y tú quién eres? ¿Eres cristiano?».
Y como estaba acostumbrado a mentir, le dije que sí y volvió con otra pregunta
que me sonó a reprimenda: ¿Y por qué no
muestras el respeto que se merece la santa eucaristía?, dijo señalando la
caja dorada junto a la vela encendida. Y como la mejor y más recurrida defensa
es la ignorancia, le pregunté cómo. Y él, un poco desconcertado, me contestó
que arrodillándome y santiguándome. Según él, el cuerpo de Cristo estaba allí
metido. Sin hacer ningún gesto de pasotismo me hinqué de rodillas e hice la
señal de la cruz mal, pues me llevé primero la mano al hombro izquierdo antes
que al derecho. Los zurdos somos así. Y aquello me costó otra reprimenda
soterrada. Y me empecé a arrepentir de haber entrado allí. En esto oí ruiditos
detrás de mí. Era la mujer que se iba. Cuando estuvo en el pasillo, con gran
esfuerzo, hincó la rodilla y se santiguó. Y el cura aprovechó para ponérmela de
ejemplo. Contesté, porque ya empezaba a cansarme, que al ser la mujer tan mayor
tenía que saber hacerlo mejor que yo que había tenido que ocultar mi fe muchas
veces. Ya tenía claro que no había entrado en la iglesia para ser amonestado,
sino por curiosidad. Pero esta mata al gato, ya sabes. Me sentía en territorio
enemigo. El cura, que debía ser el benefactor de Thais, al ver que llevaba
dinero en la mano, me dijo que no sé qué estaba en la entrada, junto a la pila
del agua bendita. Pero que encender una vela me podía salir más barato. Aunque
me explicó que lo recaudado en el primer lugar era para los pobres y encender
velas servía por quien se pedía y para el mantenimiento de la iglesia, «que cuesta lo suyo». El padre sabía
vender el producto mejor que los campesinos en el zoco. Y empecé a dudar de
hacer lo sugerido por la anciana porque allí dentro, ya te digo, que me sentía
presionado. Y más desde que apareciera aquella cucaracha que nada tenía que ver
con la persona que había imaginado por los comentarios de Thais. Al recorrer el
pasillo central hacia la salida me vino a la cabeza que el padre Enrico daba
dinero a los pobres que, como Thais, no tenían ingresos ni forma de ganarse la vida.
También recordé que ella no había querido cogerme las monedas directamente a
mí, y eso que la coliflor vendida le pertenecía. Cuando llegué a la altura de
la pila del agua bendita ya sabía en qué iba a usar el dinero. Metí todas las
monedas por la ranura bajo el cartel escrito a mano “Boîte aumônes(1)” y me
quedé con el billete. Y, aunque no supe entender la leyenda, me imagine que ese
era el lugar. Me sentía observado y giré el cuello. El cura no me había quitado
la vista de encima, pero ahora su severo rictus había trocado en una sonrisa.
Yo también le sonreí, eso sí un poco forzado, pero es mejor tener amigos hasta
en el cielo. Salí a la calle y allí aspiré una bocanada de aire y lo expulsé de
golpe. Me sentía rábido y como si hubiera estado sumergido hasta el límite de
mis pulmones. Notaba en mi cabeza el bombeo de la sangre de mi corazón
acelerado. Me acerqué a Hamal, le solté de la verja y con la jáquima en la mano,
me senté junto a un árbol en cuyo tronco apoyé mi espalda. Si el camello
hubiera sido una persona le hubiera contado aquello que sentía. Pero no volqué
la talega con él. No se trataba de desahogarme, sino de encontrar respuestas. Y Hamal pocas me iba a
proponer.
Esta es una característica de la soledad. Cuando
uno anda solo y sin recurso alguno pocas respuestas encuentra fuera de su
cabeza. Quien es tutelado, quien puede acceder a los libros o a Internet, quien
va al colegio, quien tiene amigos tiene un conjunto de herramientas que no
tenía Dikembe en aquel momento. Convertir en realidad el refrán “Como Juan
Palomo, yo me lo guiso, yo me lo como” no es peyorativo en este caso. Sino todo
lo contrario. Tienes que tener la cabeza muy bien amueblada para llegar a
conclusiones que te sirvan, que no te hundan más en la miseria, en la económica
y en la espiritual. Entonces los verbos timar, robar, estafar, hurtar adquieren
otra dimensión incluso si el perjudicado no es un ricachón. Es la única forma
que Dikembe encuentra para que la justicia social y el reparto de bienes sean
más justo, aunque solo sea para él. Pero no hay egoísmo. Y no hay que olvidar
que nuestro escribiente amigo se está jugando que le corten las manos cuando
actúa fuera de la ley. Pero, ¿para qué te sirven las manos si no tienes nada
que coger para echártelo a la boca? ¿Para comértelas? Aunque le hubiera ido la
vida en ello, hubiera actuado igual. Y no es que yo justifique el delito, es
que yo, de necesitarlo, espero tener su clarividencia y no quedarme sentado en
un rincón a la espera de Muerte y encima con hambres. Eso sí que sería un
delito contra la vida. Hay que vivir, amigo mío. Y ahora recuerdo la letra de
una canción de Joan Baptista Humet que lleva por título la frase anterior. Y
que, después de leída y escuchada otra vez, tiene una vigencia
que se me antoja muy actual aunque date de 1981. La voy a volver a oír y luego
sigo con la composición de esta carta, aunque mejor sería decir con la copia de
la misma, porque como ya os he dicho he intentado ser literal, salvo error
tipográfico o de copia, porque la letra es tan clara como el alma de este
muchacho.
Quedé un rato ensimismado y
con la mente en blanco, aunque cuando me di cuenta tenía la mano con la que
apretaba el billete sudorosa. Una vez liberado del acoso que había sentido o
imaginado dentro de la iglesia me levanté y monté a Hamal. Ya no pintaba nada
en aquel pueblo, pero el recuerdo de aquellos ojos contradijo mis ideas y me
llevó allí donde los había visto. Seguí mi instinto infantil que me dictó hacer
lo mismo que hiciera antes de que aquel velo volara, pero no conseguí que se
reprodujera la escena añorada. Quedé en medio de aquella explanada sin saber
qué hacer ni donde ir. Y pensé en mi abuela Mayifa. Ella me hubiera ayudado.
Sabía de amores porque me lo dijo, aunque no me contara nada porque, según sus
palabras, «antes debes
prepararte para ser guerrero, Dikembe. Los amorios vendrán después». Y
pensé que lo llevaba claro. Si tenía que hacerme un guerrero antes de conocer
el amor, ya me podía ir olvidando de aquellos ojos y del resto de su cuerpo, figura
que no podía ni imaginar, pero que barruntaba maravillosa. Volví a notar la
punzada del hambre en el estómago. Desde lo alto de Hamal me pareció ver salir
de una puerta a una mujer con un capacho que parecía pesado. No distinguía las
palabras pintadas encima de la puerta, pero presumí que allí vendían. “Espero
que sea comida”, pensaba mientras me acercaba. En efecto, vendían fruta entre
otras cosas. Me apeé y con el billete en la mano entré. Fue un error que aquel
viejo viera el dinero. Vi unas bananas y le pregunté cuantos me daba por el
dinero que le enseñaba. El anciano no dijo una palabra, pero esgrimió un solo
dedo. Yo, sorprendido, le dije que no y me volví como medida de fuerza.
Entonces el buen comerciante sí habló: «Era
broma, muchacho. Con eso en otro sitio compras tres, pero yo te doy cuatro.
Estás muy delgaducho». Me volví y me clavé en el suelo de tierra. Levanté
la mano libre y separé los dedos con mi palma hacia su cara. Él hizo un gesto
de estar de acuerdo pero con dudas. Aceptó al final la oferta con palabras: «Vale, sea. Pero los que yo diga, no los que
tú elijas». Esta vez transigí yo porque sentía haber hecho un buen negocio
después de todo. Entonces destapó una caja de madera, con más años que él, y extrajo unos frutos más de mi color que el del sol. Negué con la cabeza. «De esos no, de estos que he visto al entrar».
Y como allí se regateaba hasta el aire que se respira al final el billete
compró tres frutos sanos, otro pasado y el último negro. Aun sin saber el valor
del billete ni el precio de las bananas quedé satisfecho. De uno a cinco había
mucha diferencia, pero eso también lo sabía el tendero. Nunca sabré quien de
los dos hizo negocio, aunque mi intuición me ha dictado siempre que fue él.
Nuestras edades también eran muy diferentes y nadie da duros a peseta. Primero
me deshice de la banana en peor estado, aunque decir deshacer no sea lo más
correcto. El color de la pulpa no invitaba a hincarle el diente, pero me dio
igual. La había pagado y tenía hambre. Si la dejaba un par de horas más, no me
la podría comer. Sabía un poco fuerte y su textura era mantecosa. Y para
quitarme el mal sabor de boca, me comí otra en su punto que me supo a gloria.
Por eso si puedo elegir, prefiero primero lo malo y luego lo bueno. Las otras
tres fueron a las alforjas, aunque después me arrepintiera y me comiera la que
estaba a medias por si las moscas. También soy hombre precavido, ya lo sabes.
Al final la pequeña coliflor la habíamos disfrutado tres, Tahais, Hamal y yo. El
mehari se comió tan a gusto las pieles de las bananas. Y eso de momento, porque
a alguien le tocaría el poco dinero del cepillo. Todos contentos, aunque el
único que disponía de toda la información estaba también enfermo del mal de
amores. Por eso decidí encontrar a mi Dulcinea a toda costa. Decidí
dormir debajo de aquella gran palmera y pegado a la pared de una casa que hacía
recodo. Cuando me desperté, desanduve mis pasos y me planté otra vez delante de
la iglesia. Até a la misma verja a Hamal y me fui en busca del desagradable
cura. Pero no me lo puso fácil. Después de presentarme como hijo de padres
católicos y muertos, al menos la mitad era verdad, bautizado y ferviente
creyente en Cristo, casi me pongo a contarle mi encuentro con aquellos ojos en
su ciudad. Cambié a tiempo el relato y me referí a los ojos de aquella anciana
que me había socorrido. Al oír que era una anciana encorvada, contestó que sus
ojos no eran muy allá, que eran más bien pequeñitos, si me refería a Thais. Se
lo confirme pero le argüí que me refería a ellos en el mismo sentido que cuando
se habla de un gran corazón. Pareció ser que mi argumento le convenció. Y quedó
satisfecho con la explicación. Pero lejos de derivar la conversación hacia
donde yo pretendía, me plantó una pregunta a la que no supe qué contestar. Y
mira que era fácil responder: Nunca. «¿Cuánto
hace desde tu última confesión, Dikembe. Porque habrás hecho la primera
comunión?». No dudé
al contestarle que no me acordaba de lo primero y que por supuesto en mi vida había habido una primera vez. Y aproveché para intentar despertar su comprensión
y su lástima. Le conté cómo y porqué habíamos abandonado mi aldea siete
personas, de las cuales solo quedaba vivo una, pero con más necesidades que un
piojo en un calvo. Pero como esas circunstancias no son extrañas por aquellos
entornos, ni antes ni ahora, no conseguí llevarle donde pretendía. Me paró la
lengua con un movimiento de mano y me soltó: «Espera, no sigas. Lo primero es lo primero. Debes estar en paz con
Nuestro Señor». Que yo supiera jamais
había estado en guerra con nadie, y menos con un dios. A nadie se le ocurre tal
cosa. Y me llevó al confesionario, no te jode. Estuve por gritarle que yo en mi vida le
había contado a nadie mis cosas, y que, desde luego, no se lo iba a
contar a una cucaracha sin corazón o al primero que pasara por allí. Lo primero él no era dios. Eso pensaba y eso pienso. Para poder adorar a dios hay que comer
todos los días. Dios aparece en la vida del hombre no cuando tuvo alma, sino
cuando tuvo las necesidades primarias cubiertas. Como el arte. ¿O no? Eh bien, c'est ça, mon ami. Pero los ojos de aquella
muchacha me miraron otra vez y me convencieron de lo que ese cura no me hubiera
convencido en cien años. Hay que dar por bueno que dos tetas tiran más que dos
carretas, colega. Lo hemos comentado varias veces al hablar de mi alumnos,
¿verdad? La vida es como es. Otra cosa somos nosotros, sobre todo por nuestros
intereses. Pero, bueno, allí me tienes, de rodillas tras una tabla con agujeros
que impedía que nuestras miradas se juntaran. Cuestión que no entiendo. Si tienes que
decirle algo a alguien, díselo a la cara. Tampoco vas a insultarle ni a
retarle, simplemente le vas a contar qué has hecho y él tampoco te va a pegar,
ni nada semejante. Como si no supiéramos ambos quien estaba al otro lado de la
rejilla. ¡Memeces! Eso sí, dejé que el padre Enrico llevara todo el peso de la
conversación. Yo tan solo puse voz de compungido y tuve que contestar sí o no a
sus preguntas. «Has pecado contra el primero, Dikembe».
De ese sí me acordaba “Amarás a Dios sobre todas las cosas”. Y, aún me acuerdo.
A eso contesté que no, que no había pecado. Así llegamos al quinto sin que me
acordara de más. Bon, sí me acordaba
de alguno más, pero no en el orden correcto, así que me daba igual. Contesté a
boleo. Ya en el sexto cambió la rutina y me preguntó: «¿Has cometido actos impuros, Dikembe?». Supuse que eso debía ser
malo, así que contesté que no. «¿Has
robado?». Claro que había robado, y si no, ¿de qué narices había comido las
más de las veces? Pero no le convencí. Hasta robar por hambre estaba mal. Así
que tomé la decisión de negar todas sus preguntas, aunque cuando tocó el asunto
de la mentira le dije que sí, que había echado alguna mentirijillas que otra,
pero nada importante. Y no se molestó. Así llegamos al acto de contrición que,
por supuesto, no sabía en qué consistía. Yo no sentía ni dolor de contrición ni
ningún otro en aquel momento. En la catequesis del padre Pierre me dedicaba a imaginar donde podría encontrar las
mejores bayas o las raíces que se podían comer. Y si no, la forma de convencer
a Kama para que me dejara su gorra. Si el padre Pierre me
preguntaba para ver si me había enterado, yo encogía los hombres y él me decía
lo zoquete que era. Me costó algún capón, eso sí. Pero este otro sacerdote se portó
mejor, tan solo me ordenó que hiciera el acto de contrición que, como no sabía
que era eso, me encogí de hombros y me callé. Y no hubo capón ni nada. Me
preguntó si me arrepentía de mis pecados, le dije que no. Tanto se sorprendió
que cambié la respuesta por un sí y le perdí perdón por el despiste. La inercia
del no me traicionó, pero supe salir del apuro a tiempo y otra vez. Mentir
tiene eso, que empiezas y no acabas. Después me ordenó que rezara no sé cuantos
padrenuestros y más avemarías aún. Y me sugirió que acudiera a misa todos los
días, no solo las fiestas de guardar. Y que cuidadito con lo ajeno, «que esas manos van al pan». ¡Anda que
sabía aquel pollo el tiempo que hacía que mis manos no cortaban pan! Pero
bueno, por sus advertencias supuse a qué mandamientos dije que había faltado,
aparte de al sexto. Pero para mí robar en aquel entonces no era un pecado, sino
una solución a un problema bien gordo. Hoy sigo sin entender cómo alguien te
puede condenar por robar para comer o para dar de comer a tus hijos si no
tienes otra salida. Este hecho debería hacer pensar cómo es posible que alguien
llegue hasta ese extremo y no el castigo que no merecen esas personas. ¿Quién
que se encontrara en ese dilema no lo haría? Pues te lo voy a decir yo: Toda
esa panda de cobardes que piden justicia por ese supuesto delito. Les pagaba yo
un viaje al Sahara para que se lo cruzasen con una cantimplora vacía. No sé el
motivo por el que toco estos temas, porque siempre acabo de mal humor. Pero es
inevitable si tengo que contarte mis peripecias. Así es que, aguanta mi mal
humor. Lástima que estés tan lejos y te llegue tan amortiguado, porque la culpa
la tienes tú, jodío. El caso es que mi confesión acabó con otra orden: «Y santíguate bien, no como antes. Los zurdos
también tenéis mano derecha». Aquello me hizo pensar que los diestros
también tenían mano izquierda. ¿Y qué? ¿Es que hay tazas para ambas manos?
Aquel cura estaba de lo suyo, pero hay que tener en cuenta la época, eso es
verdad. Y también el aislamiento y los ataques que vivían los católicos por
aquel tiempo en África. ¡Anda que no han muerto misioneros y misioneras a manos
de salvajes! Porque cualquiera que se permite matar en horda a gente de paz es
un salvaje, viva donde viva, vaya desnudo o vestido, sea civil o militar o del
color que sea: ¡Salvajes! Te lo dice Dikembe. Otro enfado, y ya van dos. A la
mierda, cambiemos de tema. Me pasé en la iglesia un buen rato, arrodillado, e
imité la postura en la que había visto a aquella mujer cuando entrara la
primera vez. Cuando me pareció oportuno, me senté en el banco y me restregué
las rodillas desnudas, y me despedí de mi abuela Mayifa que me reñía por estar
donde estaba. Y me conformé al pensar que el deber de un nieto era desobedecer
a una abuela. En ese momento el cura oficiaba la misa, de eso sí que me
acordaba, pero, al contrario que en mi aldea, el sacerdote estaba de frente, no
de espaldas. Si hubiera sido así, mis amigos y yo no podríamos habernos dedicado a
enredar y a jugar durante la misa. Tampoco hice mucho caso porque no atendí
mucho en las misas aquellas de mi aldea. Y seguí allí, sabía ya de antes que no
podía interrumpir. E imité a los pocos feligreses que habían acudido a ese oficio temprano. No sería domingo, y supuse por ello que la iglesia no estaba llena
por eso. O al revés, supe que no era fiesta porque la iglesia estaba vacía. ¿Bon, qué más da? No me acuerdo y punto.
Tampoco es que supiera en qué día vivía, como comprenderás. Perdona, pero
todavía me dura la mala leche. La misa se me hizo eterna, y cuando ya dudaba
entre largarme o sufrir otro rato más el cura, que se había puesto encima del
negro un chaleco muy largo y vistoso de colores verdes y oro, me hizo señas de
que me acercara. No pensé en aquel momento que yo fuera tan importante y,
aunque sentí un poco de vergüenza, me acerqué a las escalinatas. Me recibió con
un ofrecimiento y con un “El cuerpo de Cristo”. Me acordé de que allí había que
arrodillarse por la vela y me metió en la boca un trozo de algo blanco. Se
giró, subió las escaleras y volvió tras el altar. Yo me quedé allí arrodillado.
No sabía qué hacer, y me puse a saborear la fina galletita que se me deshacía
en la boca. No estaba mal, pero tampoco estaba tan bueno como para tirar
cohetes. Y como fui el único al que se alimentó, pues me sentí un tanto
orgulloso. A lo mejor era la forma de recibir a los nuevos. Y si me había dado
a mí el cuerpo de Cristo, para los demás no quedaba nada. Así discurría yo por
esos años. Y me alegra en este caso recordarlo, porque veo mi ingenuidad en su
mayor esplendor, aunque me gustaría no haberla perdido. Es la característica
humana contraria a la esperanza, porque es lo primero que pierdes por esos
caminos de dios. Todavía me rió al recordar todas las supuestas tonterías que
pensé. He de explicarte que, si bien yo ya había asistido a misa con Mbo y Kady, jamás había atendido a liturgia alguna. Por supuesto
me juntaba con mis amigos dentro de la choza comunal y nos colocábamos en la
última fila de bancos mal hechos que raspaban las piernas. Nos pasábamos el
oficio entre cuchicheos, puyas e insultos. Nadie nos veía, pero nosotros
tampoco veíamos mucho. Y antes de que el cura acabara de decir eso de “podéis
ir en paz”, que era la única frase que nos sabíamos, ya estábamos en la calle
grita que te grita y pelea que te pelea. Más de una vez nos riñó el padre
Pierre por ello. Pero la maldad no habitaba por aquel entonces entre nuestras
almas inmortales. Por ese motivo todo aquello era novedoso, el cura se
disfrazaba para dar misa, la gente cantaba con él y daban de comer, poco, al
nuevo feligrés. Te veo la sonrisa que pones al leer esto último. Yo también lo
hago y echo de menos aquella mirada inocente que me arrancaron de cuajo. Bon, dejemos ese tema. Mejor seguir con
la sonrisa en la boca, aunque no tengan nada de inocentes ninguna de las dos. Sigo:
Esperé al padre Enrico, a que apareciera otra vez por allí. Se fueron todos y
me quedé solo, bueno, con Dios, porque la luz junto al sagrario seguía
encendida. Siempre he aprendido muy deprisa y a la primera. Tú sabes que es
verdad. Salió el sacerdote de la sacristía ya sin el largo chaleco colorido y
se acercó hasta mí. «Vamos a dar un
paseo, Dikembe. Todavía no hace mucho calor ahí fuera». Así que salimos y
le pregunté qué hacía con el camello. «¿Es
tuyo?», se sorprendió. Y yo con media sonrisa le contesté que “ahora” sí,
pero que me lo había ganado. Con un “entiendo” cerró el asunto Hamal, si bien
antes me dijo que lo metiera en el patio. Para ello tuvo que abrir con llave un
candado que junto a una cadena cerraba la cancela donde estaba atado mi amigo. «Átalo, no sea que se coma los frutos que
crecen en el huerto de ahí detrás. Luego me ayudarás con él a traer agua. Yo
pierdo mucho tiempo». Y aquellas palabras que eran más una orden que una
petición serían mi salvación más adelante, como verás. Aunque ya te adelanto
que aquellos ojos no los volvería a ver si no era en mi imaginación. No esperes
una etapa rosa en mi vida, esa solo la pasan los genios como Picasso. Yo soy un
simple mortal profesor de literatura, filólogo y amante del idioma español en
último caso. Exdocente que hoy se despide de ti y que echa mucho de menos a sus
alumnos y sus visitas, aunque alguno pasé por aquí de vez en cuando para tomar
un café. ¡Ah!, y se me han pasado los cabreos. Vienen como se van, menos mal. Tu
amigo,
(1VG)
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Cepillo para los pobres, en francés.
Imagen 1. Foto bajada de sanchoamigo.wordpress.com.
Imagen 2. Foto bajada
de http://eoselblog.blogspot.com.es, supongo que es © de Alan Creech y, a su
vez, esta bajada de www.flickr.com.
Imagen 3. Foto bajada de todocoleccion.net.
De cómo me acerqué a la liturgia católica
das. En cualquier situación te puedes agarrar a ella. Si te digo que no dudé entre entrar y no molestar, te mentiría. Lo acaecido en la mezquita con abd al-Rhaman influía en mí, pero al final dejé a Hamal atado a una verja, saqué las monedas de las algorjas y entré. Aquel santuario no parecía tan grande por fuera, me sentí mínimo allí dentro. No estaba acostumbrado a estar encerrado en una construcción tan enorme. De hecho, era la primera vez que no veía el techo a un palmo de mi cara. Comparado con el habitáculo que usaba Thais aquello era un universo. Las imágenes y las pinturas que decoraban las paredes llamaron mucho mi atención. Los trabajos en madera que hacían cuando chico en mi pueblo no se pintaban, por eso la policromía de aquellas tallas me sorprendieron tanto como la limpieza del lugar. Llegué hasta el fondo, hoy sé que se llama altar mayor en el que un retablo servía de fondo a un Jesús crucificado y casi desnudo. Sangraba por un costado y por las heridas que le hacía una corona de espinas. No me extrañó entonces que alguien tuviera fe en aquel que me miraba con una mirada protectora y dolorida desde las alturas. La verdad es que quedé impresionado. La diferencia con el interior de la mezquita, por la que tanto había caminado, era más que notoria. Se me hizo que la disparidad se asemejaba a la del día con la noche. Y llegué a la conclusión de que tanto aquello como esto no era obra divina, sino humana. No podía haber tanta diferencia entre un dios y otro. La imagen del crucificado estaba suspendida de dos cables que se anclaban en un techo abovedado. Todo estaba limpio, el altar cubierto por una tela cuyo blanco no se ocultaba a la semioscuridad. Con la simple llama que lucía junto a una caja de oro tenía bastante para refulgir. Y todo estaba dispuesto para intimidar a todo aquel que pisara el suelo que también resplandecía y que yo notaba frío con mis pies desnudos. Desde luego era lo único en que se parecían aquella iglesia y la mezquita. En aquella parecía todo diseñado para que hablaras con dios desde tu intimidad sin que nadie te molestara. Esta otra casa de oración parecía más destinada a pedir perdón ante dios y ante testigos. Como si te invitara a reconocer tus pecados ante los de-
más. Parecía más disuasoria. En la iglesia que yo había pisado tan solo había una cruz de madera dentro de un barracón con la mesita que hacía las veces de altar y una lamparita de aceite que ardía siempre. Al principio no me había dado cuenta, pero arrodillada entre los bancos había una mujer mayor y delgada con la cabeza baja y el tronco erguido, no como los musulmanes. Al llegar al pie de las escaleras que llevan al altar mayor, de una puerta lateral salió un hombre con una especie de chilaba negra con alzacuello blanco como el del padre Pierre, aunque aquel otro cura vistiera camisa negra y pantalones. Dejó las vinajeras a un lado del ara y al volverse me vio. «Muchaho, ¿y tú quién eres? ¿Eres cristiano?». Y como estaba acostumbrado a mentir, le dije que sí y volvió con otra pregunta que me sonó a reprimenda: ¿Y por qué no muestras el respeto que se merece la santa eucaristía?, dijo señalando la caja dorada junto a la vela encendida. Y como la mejor y más recurrida defensa es la ignorancia, le pregunté cómo. Y él, un poco desconcertado, me contestó que arrodillándome y santiguándome. Según él, el cuerpo de Cristo estaba allí metido. Sin hacer ningún gesto de pasotismo me hinqué de rodillas e hice la señal de la cruz mal, pues me llevé primero la mano al hombro izquierdo antes que al derecho. Los zurdos somos así. Y aquello me costó otra reprimenda soterrada. Y me empecé a arrepentir de haber entrado allí. En esto oí ruiditos detrás de mí. Era la mujer que se iba. Cuando estuvo en el pasillo, con gran esfuerzo, hincó la rodilla y se santiguó. Y el cura aprovechó para ponérmela de ejemplo. Contesté, porque ya empezaba a cansarme, que al ser la mujer tan mayor tenía que saber hacerlo mejor que yo que había tenido que ocultar mi fe muchas veces. Ya tenía claro que no había entrado en la iglesia para ser amonestado, sino por curiosidad. Pero esta mata al gato, ya sabes. Me sentía en territorio enemigo. El cura, que debía ser el benefactor de Thais, al ver que llevaba dinero en la mano, me dijo que no sé qué estaba en la entrada, junto a la pila del agua bendita. Pero que encender una vela me podía salir más barato. Aunque me explicó que lo recaudado en el primer lugar era para los pobres y encender velas servía por quien se pedía y para el mantenimiento de la iglesia, «que cuesta lo suyo». El padre sabía vender el producto mejor que los campesinos en el zoco. Y empecé a dudar de hacer lo sugerido por la anciana porque allí dentro, ya te digo, que me sentía presionado. Y más desde que apareciera aquella cucaracha que nada tenía que ver con la persona que había imaginado por los comentarios de Thais. Al recorrer el pasillo central hacia la salida me vino a la cabeza que el padre Enrico daba dinero a los pobres que, como Thais, no tenían ingresos ni forma de ganarse la vida. También recordé que ella no había querido cogerme las monedas directamente a mí, y eso que la coliflor vendida le pertenecía. Cuando llegué a la altura de la pila del agua bendita ya sabía en qué iba a usar el dinero. Metí todas las monedas por la ranura bajo el cartel escrito a mano “Boîte aumônes(1)” y me quedé con el billete. Y, aunque no supe entender la leyenda, me imagine que ese era el lugar. Me sentía observado y giré el cuello. El cura no me había quitado la vista de encima, pero ahora su severo rictus había trocado en una sonrisa. Yo también le sonreí, eso sí un poco forzado, pero es mejor tener amigos hasta en el cielo. Salí a la calle y allí aspiré una bocanada de aire y lo expulsé de golpe. Me sentía rábido y como si hubiera estado sumergido hasta el límite de mis pulmones. Notaba en mi cabeza el bombeo de la sangre de mi corazón acelerado. Me acerqué a Hamal, le solté de la verja y con la jáquima en la mano, me senté junto a un árbol en cuyo tronco apoyé mi espalda. Si el camello hubiera sido una persona le hubiera contado aquello que sentía. Pero no volqué la talega con él. No se trataba de desahogarme, sino de encontrar respuestas. Y Hamal pocas me iba a proponer.
Esta es una característica de la soledad. Cuando
uno anda solo y sin recurso alguno pocas respuestas encuentra fuera de su
cabeza. Quien es tutelado, quien puede acceder a los libros o a Internet, quien
va al colegio, quien tiene amigos tiene un conjunto de herramientas que no
tenía Dikembe en aquel momento. Convertir en realidad el refrán “Como Juan
Palomo, yo me lo guiso, yo me lo como” no es peyorativo en este caso. Sino todo
lo contrario. Tienes que tener la cabeza muy bien amueblada para llegar a
conclusiones que te sirvan, que no te hundan más en la miseria, en la económica
y en la espiritual. Entonces los verbos timar, robar, estafar, hurtar adquieren
otra dimensión incluso si el perjudicado no es un ricachón. Es la única forma
que Dikembe encuentra para que la justicia social y el reparto de bienes sean
más justo, aunque solo sea para él. Pero no hay egoísmo. Y no hay que olvidar
que nuestro escribiente amigo se está jugando que le corten las manos cuando
actúa fuera de la ley. Pero, ¿para qué te sirven las manos si no tienes nada
que coger para echártelo a la boca? ¿Para comértelas? Aunque le hubiera ido la
vida en ello, hubiera actuado igual. Y no es que yo justifique el delito, es
que yo, de necesitarlo, espero tener su clarividencia y no quedarme sentado en
un rincón a la espera de Muerte y encima con hambres. Eso sí que sería un
delito contra la vida. Hay que vivir, amigo mío. Y ahora recuerdo la letra de
una canción de Joan Baptista Humet que lleva por título la frase anterior. Y
que, después de leída y escuchada otra vez, tiene una vigencia
que se me antoja muy actual aunque date de 1981. La voy a volver a oír y luego
sigo con la composición de esta carta, aunque mejor sería decir con la copia de
la misma, porque como ya os he dicho he intentado ser literal, salvo error
tipográfico o de copia, porque la letra es tan clara como el alma de este
muchacho.
Quedé un rato ensimismado y
con la mente en blanco, aunque cuando me di cuenta tenía la mano con la que
apretaba el billete sudorosa. Una vez liberado del acoso que había sentido o
imaginado dentro de la iglesia me levanté y monté a Hamal. Ya no pintaba nada
en aquel pueblo, pero el recuerdo de aquellos ojos contradijo mis ideas y me
llevó allí donde los había visto. Seguí mi instinto infantil que me dictó hacer
lo mismo que hiciera antes de que aquel velo volara, pero no conseguí que se
reprodujera la escena añorada. Quedé en medio de aquella explanada sin saber
qué hacer ni donde ir. Y pensé en mi abuela Mayifa. Ella me hubiera ayudado.
Sabía de amores porque me lo dijo, aunque no me contara nada porque, según sus
palabras, «antes debes
prepararte para ser guerrero, Dikembe. Los amorios vendrán después». Y
pensé que lo llevaba claro. Si tenía que hacerme un guerrero antes de conocer
el amor, ya me podía ir olvidando de aquellos ojos y del resto de su cuerpo, figura
que no podía ni imaginar, pero que barruntaba maravillosa. Volví a notar la
punzada del hambre en el estómago. Desde lo alto de Hamal me pareció ver salir
de una puerta a una mujer con un capacho que parecía pesado. No distinguía las
palabras pintadas encima de la puerta, pero presumí que allí vendían. “Espero
que sea comida”, pensaba mientras me acercaba. En efecto, vendían fruta entre
otras cosas. Me apeé y con el billete en la mano entré. Fue un error que aquel
viejo viera el dinero. Vi unas bananas y le pregunté cuantos me daba por el
dinero que le enseñaba. El anciano no dijo una palabra, pero esgrimió un solo
dedo. Yo, sorprendido, le dije que no y me volví como medida de fuerza.
Entonces el buen comerciante sí habló: «Era
broma, muchacho. Con eso en otro sitio compras tres, pero yo te doy cuatro.
Estás muy delgaducho». Me volví y me clavé en el suelo de tierra. Levanté
la mano libre y separé los dedos con mi palma hacia su cara. Él hizo un gesto
de estar de acuerdo pero con dudas. Aceptó al final la oferta con palabras: «Vale, sea. Pero los que yo diga, no los que
tú elijas». Esta vez transigí yo porque sentía haber hecho un buen negocio
después de todo. Entonces destapó una caja de madera, con más años que él, y extrajo unos frutos más de mi color que el del sol. Negué con la cabeza. «De esos no, de estos que he visto al entrar».
Y como allí se regateaba hasta el aire que se respira al final el billete
compró tres frutos sanos, otro pasado y el último negro. Aun sin saber el valor
del billete ni el precio de las bananas quedé satisfecho. De uno a cinco había
mucha diferencia, pero eso también lo sabía el tendero. Nunca sabré quien de
los dos hizo negocio, aunque mi intuición me ha dictado siempre que fue él.
Nuestras edades también eran muy diferentes y nadie da duros a peseta. Primero
me deshice de la banana en peor estado, aunque decir deshacer no sea lo más
correcto. El color de la pulpa no invitaba a hincarle el diente, pero me dio
igual. La había pagado y tenía hambre. Si la dejaba un par de horas más, no me
la podría comer. Sabía un poco fuerte y su textura era mantecosa. Y para
quitarme el mal sabor de boca, me comí otra en su punto que me supo a gloria.
Por eso si puedo elegir, prefiero primero lo malo y luego lo bueno. Las otras
tres fueron a las alforjas, aunque después me arrepintiera y me comiera la que
estaba a medias por si las moscas. También soy hombre precavido, ya lo sabes.
Al final la pequeña coliflor la habíamos disfrutado tres, Tahais, Hamal y yo. El
mehari se comió tan a gusto las pieles de las bananas. Y eso de momento, porque
a alguien le tocaría el poco dinero del cepillo. Todos contentos, aunque el
único que disponía de toda la información estaba también enfermo del mal de
amores. Por eso decidí encontrar a mi Dulcinea a toda costa. Decidí
dormir debajo de aquella gran palmera y pegado a la pared de una casa que hacía
recodo. Cuando me desperté, desanduve mis pasos y me planté otra vez delante de
la iglesia. Até a la misma verja a Hamal y me fui en busca del desagradable
cura. Pero no me lo puso fácil. Después de presentarme como hijo de padres
católicos y muertos, al menos la mitad era verdad, bautizado y ferviente
creyente en Cristo, casi me pongo a contarle mi encuentro con aquellos ojos en
su ciudad. Cambié a tiempo el relato y me referí a los ojos de aquella anciana
que me había socorrido. Al oír que era una anciana encorvada, contestó que sus
ojos no eran muy allá, que eran más bien pequeñitos, si me refería a Thais. Se
lo confirme pero le argüí que me refería a ellos en el mismo sentido que cuando
se habla de un gran corazón. Pareció ser que mi argumento le convenció. Y quedó
satisfecho con la explicación. Pero lejos de derivar la conversación hacia
donde yo pretendía, me plantó una pregunta a la que no supe qué contestar. Y
mira que era fácil responder: Nunca. «¿Cuánto
hace desde tu última confesión, Dikembe. Porque habrás hecho la primera
comunión?». No dudé
al contestarle que no me acordaba de lo primero y que por supuesto en mi vida había habido una primera vez. Y aproveché para intentar despertar su comprensión
y su lástima. Le conté cómo y porqué habíamos abandonado mi aldea siete
personas, de las cuales solo quedaba vivo una, pero con más necesidades que un
piojo en un calvo. Pero como esas circunstancias no son extrañas por aquellos
entornos, ni antes ni ahora, no conseguí llevarle donde pretendía. Me paró la
lengua con un movimiento de mano y me soltó: «Espera, no sigas. Lo primero es lo primero. Debes estar en paz con
Nuestro Señor». Que yo supiera jamais
había estado en guerra con nadie, y menos con un dios. A nadie se le ocurre tal
cosa. Y me llevó al confesionario, no te jode. Estuve por gritarle que yo en mi vida le
había contado a nadie mis cosas, y que, desde luego, no se lo iba a contar a una cucaracha sin corazón o al primero que pasara por allí. Lo primero él no era dios. Eso pensaba y eso pienso. Para poder adorar a dios hay que comer todos los días. Dios aparece en la vida del hombre no cuando tuvo alma, sino cuando tuvo las necesidades primarias cubiertas. Como el arte. ¿O no? Eh bien, c'est ça, mon ami. Pero los ojos de aquella muchacha me miraron otra vez y me convencieron de lo que ese cura no me hubiera convencido en cien años. Hay que dar por bueno que dos tetas tiran más que dos carretas, colega. Lo hemos comentado varias veces al hablar de mi alumnos, ¿verdad? La vida es como es. Otra cosa somos nosotros, sobre todo por nuestros intereses. Pero, bueno, allí me tienes, de rodillas tras una tabla con agujeros que impedía que nuestras miradas se juntaran. Cuestión que no entiendo. Si tienes que decirle algo a alguien, díselo a la cara. Tampoco vas a insultarle ni a retarle, simplemente le vas a contar qué has hecho y él tampoco te va a pegar, ni nada semejante. Como si no supiéramos ambos quien estaba al otro lado de la rejilla. ¡Memeces! Eso sí, dejé que el padre Enrico llevara todo el peso de la conversación. Yo tan solo puse voz de compungido y tuve que contestar sí o no a sus preguntas. «Has pecado contra el primero, Dikembe». De ese sí me acordaba “Amarás a Dios sobre todas las cosas”. Y, aún me acuerdo. A eso contesté que no, que no había pecado. Así llegamos al quinto sin que me acordara de más. Bon, sí me acordaba de alguno más, pero no en el orden correcto, así que me daba igual. Contesté a boleo. Ya en el sexto cambió la rutina y me preguntó: «¿Has cometido actos impuros, Dikembe?». Supuse que eso debía ser malo, así que contesté que no. «¿Has robado?». Claro que había robado, y si no, ¿de qué narices había comido las más de las veces? Pero no le convencí. Hasta robar por hambre estaba mal. Así que tomé la decisión de negar todas sus preguntas, aunque cuando tocó el asunto de la mentira le dije que sí, que había echado alguna mentirijillas que otra, pero nada importante. Y no se molestó. Así llegamos al acto de contrición que, por supuesto, no sabía en qué consistía. Yo no sentía ni dolor de contrición ni ningún otro en aquel momento. En la catequesis del padre Pierre me dedicaba a imaginar donde podría encontrar las mejores bayas o las raíces que se podían comer. Y si no, la forma de convencer a Kama para que me dejara su gorra. Si el padre Pierre me preguntaba para ver si me había enterado, yo encogía los hombres y él me decía lo zoquete que era. Me costó algún capón, eso sí. Pero este otro sacerdote se portó mejor, tan solo me ordenó que hiciera el acto de contrición que, como no sabía que era eso, me encogí de hombros y me callé. Y no hubo capón ni nada. Me preguntó si me arrepentía de mis pecados, le dije que no. Tanto se sorprendió que cambié la respuesta por un sí y le perdí perdón por el despiste. La inercia del no me traicionó, pero supe salir del apuro a tiempo y otra vez. Mentir tiene eso, que empiezas y no acabas. Después me ordenó que rezara no sé cuantos padrenuestros y más avemarías aún. Y me sugirió que acudiera a misa todos los días, no solo las fiestas de guardar. Y que cuidadito con lo ajeno, «que esas manos van al pan». ¡Anda que sabía aquel pollo el tiempo que hacía que mis manos no cortaban pan! Pero bueno, por sus advertencias supuse a qué mandamientos dije que había faltado, aparte de al sexto. Pero para mí robar en aquel entonces no era un pecado, sino una solución a un problema bien gordo. Hoy sigo sin entender cómo alguien te puede condenar por robar para comer o para dar de comer a tus hijos si no tienes otra salida. Este hecho debería hacer pensar cómo es posible que alguien llegue hasta ese extremo y no el castigo que no merecen esas personas. ¿Quién que se encontrara en ese dilema no lo haría? Pues te lo voy a decir yo: Toda esa panda de cobardes que piden justicia por ese supuesto delito. Les pagaba yo un viaje al Sahara para que se lo cruzasen con una cantimplora vacía. No sé el motivo por el que toco estos temas, porque siempre acabo de mal humor. Pero es inevitable si tengo que contarte mis peripecias. Así es que, aguanta mi mal humor. Lástima que estés tan lejos y te llegue tan amortiguado, porque la culpa la tienes tú, jodío. El caso es que mi confesión acabó con otra orden: «Y santíguate bien, no como antes. Los zurdos también tenéis mano derecha». Aquello me hizo pensar que los diestros también tenían mano izquierda. ¿Y qué? ¿Es que hay tazas para ambas manos? Aquel cura estaba de lo suyo, pero hay que tener en cuenta la época, eso es verdad. Y también el aislamiento y los ataques que vivían los católicos por aquel tiempo en África. ¡Anda que no han muerto misioneros y misioneras a manos de salvajes! Porque cualquiera que se permite matar en horda a gente de paz es un salvaje, viva donde viva, vaya desnudo o vestido, sea civil o militar o del color que sea: ¡Salvajes! Te lo dice Dikembe. Otro enfado, y ya van dos. A la mierda, cambiemos de tema. Me pasé en la iglesia un buen rato, arrodillado, e imité la postura en la que había visto a aquella mujer cuando entrara la primera vez. Cuando me pareció oportuno, me senté en el banco y me restregué las rodillas desnudas, y me despedí de mi abuela Mayifa que me reñía por estar donde estaba. Y me conformé al pensar que el deber de un nieto era desobedecer a una abuela. En ese momento el cura oficiaba la misa, de eso sí que me acordaba, pero, al contrario que en mi aldea, el sacerdote estaba de frente, no de espaldas. Si hubiera sido así, mis amigos y yo no podríamos habernos dedicado a enredar y a jugar durante la misa. Tampoco hice mucho caso porque no atendí mucho en las misas aquellas de mi aldea. Y seguí allí, sabía ya de antes que no podía interrumpir. E imité a los pocos feligreses que habían acudido a ese oficio temprano. No sería domingo, y supuse por ello que la iglesia no estaba llena por eso. O al revés, supe que no era fiesta porque la iglesia estaba vacía. ¿Bon, qué más da? No me acuerdo y punto. Tampoco es que supiera en qué día vivía, como comprenderás. Perdona, pero todavía me dura la mala leche. La misa se me hizo eterna, y cuando ya dudaba entre largarme o sufrir otro rato más el cura, que se había puesto encima del negro un chaleco muy largo y vistoso de colores verdes y oro, me hizo señas de que me acercara. No pensé en aquel momento que yo fuera tan importante y, aunque sentí un poco de vergüenza, me acerqué a las escalinatas. Me recibió con un ofrecimiento y con un “El cuerpo de Cristo”. Me acordé de que allí había que arrodillarse por la vela y me metió en la boca un trozo de algo blanco. Se giró, subió las escaleras y volvió tras el altar. Yo me quedé allí arrodillado. No sabía qué hacer, y me puse a saborear la fina galletita que se me deshacía en la boca. No estaba mal, pero tampoco estaba tan bueno como para tirar cohetes. Y como fui el único al que se alimentó, pues me sentí un tanto orgulloso. A lo mejor era la forma de recibir a los nuevos. Y si me había dado a mí el cuerpo de Cristo, para los demás no quedaba nada. Así discurría yo por esos años. Y me alegra en este caso recordarlo, porque veo mi ingenuidad en su mayor esplendor, aunque me gustaría no haberla perdido. Es la característica humana contraria a la esperanza, porque es lo primero que pierdes por esos caminos de dios. Todavía me rió al recordar todas las supuestas tonterías que pensé. He de explicarte que, si bien yo ya había asistido a misa con Mbo y Kady, jamás había atendido a liturgia alguna. Por supuesto me juntaba con mis amigos dentro de la choza comunal y nos colocábamos en la última fila de bancos mal hechos que raspaban las piernas. Nos pasábamos el oficio entre cuchicheos, puyas e insultos. Nadie nos veía, pero nosotros tampoco veíamos mucho. Y antes de que el cura acabara de decir eso de “podéis ir en paz”, que era la única frase que nos sabíamos, ya estábamos en la calle grita que te grita y pelea que te pelea. Más de una vez nos riñó el padre Pierre por ello. Pero la maldad no habitaba por aquel entonces entre nuestras almas inmortales. Por ese motivo todo aquello era novedoso, el cura se disfrazaba para dar misa, la gente cantaba con él y daban de comer, poco, al nuevo feligrés. Te veo la sonrisa que pones al leer esto último. Yo también lo hago y echo de menos aquella mirada inocente que me arrancaron de cuajo. Bon, dejemos ese tema. Mejor seguir con la sonrisa en la boca, aunque no tengan nada de inocentes ninguna de las dos. Sigo: Esperé al padre Enrico, a que apareciera otra vez por allí. Se fueron todos y me quedé solo, bueno, con Dios, porque la luz junto al sagrario seguía encendida. Siempre he aprendido muy deprisa y a la primera. Tú sabes que es verdad. Salió el sacerdote de la sacristía ya sin el largo chaleco colorido y se acercó hasta mí. «Vamos a dar un paseo, Dikembe. Todavía no hace mucho calor ahí fuera». Así que salimos y le pregunté qué hacía con el camello. «¿Es tuyo?», se sorprendió. Y yo con media sonrisa le contesté que “ahora” sí, pero que me lo había ganado. Con un “entiendo” cerró el asunto Hamal, si bien antes me dijo que lo metiera en el patio. Para ello tuvo que abrir con llave un candado que junto a una cadena cerraba la cancela donde estaba atado mi amigo. «Átalo, no sea que se coma los frutos que crecen en el huerto de ahí detrás. Luego me ayudarás con él a traer agua. Yo pierdo mucho tiempo». Y aquellas palabras que eran más una orden que una petición serían mi salvación más adelante, como verás. Aunque ya te adelanto que aquellos ojos no los volvería a ver si no era en mi imaginación. No esperes una etapa rosa en mi vida, esa solo la pasan los genios como Picasso. Yo soy un simple mortal profesor de literatura, filólogo y amante del idioma español en último caso. Exdocente que hoy se despide de ti y que echa mucho de menos a sus alumnos y sus visitas, aunque alguno pasé por aquí de vez en cuando para tomar un café. ¡Ah!, y se me han pasado los cabreos. Vienen como se van, menos mal. Tu amigo,
había contado a nadie mis cosas, y que, desde luego, no se lo iba a contar a una cucaracha sin corazón o al primero que pasara por allí. Lo primero él no era dios. Eso pensaba y eso pienso. Para poder adorar a dios hay que comer todos los días. Dios aparece en la vida del hombre no cuando tuvo alma, sino cuando tuvo las necesidades primarias cubiertas. Como el arte. ¿O no? Eh bien, c'est ça, mon ami. Pero los ojos de aquella muchacha me miraron otra vez y me convencieron de lo que ese cura no me hubiera convencido en cien años. Hay que dar por bueno que dos tetas tiran más que dos carretas, colega. Lo hemos comentado varias veces al hablar de mi alumnos, ¿verdad? La vida es como es. Otra cosa somos nosotros, sobre todo por nuestros intereses. Pero, bueno, allí me tienes, de rodillas tras una tabla con agujeros que impedía que nuestras miradas se juntaran. Cuestión que no entiendo. Si tienes que decirle algo a alguien, díselo a la cara. Tampoco vas a insultarle ni a retarle, simplemente le vas a contar qué has hecho y él tampoco te va a pegar, ni nada semejante. Como si no supiéramos ambos quien estaba al otro lado de la rejilla. ¡Memeces! Eso sí, dejé que el padre Enrico llevara todo el peso de la conversación. Yo tan solo puse voz de compungido y tuve que contestar sí o no a sus preguntas. «Has pecado contra el primero, Dikembe». De ese sí me acordaba “Amarás a Dios sobre todas las cosas”. Y, aún me acuerdo. A eso contesté que no, que no había pecado. Así llegamos al quinto sin que me acordara de más. Bon, sí me acordaba de alguno más, pero no en el orden correcto, así que me daba igual. Contesté a boleo. Ya en el sexto cambió la rutina y me preguntó: «¿Has cometido actos impuros, Dikembe?». Supuse que eso debía ser malo, así que contesté que no. «¿Has robado?». Claro que había robado, y si no, ¿de qué narices había comido las más de las veces? Pero no le convencí. Hasta robar por hambre estaba mal. Así que tomé la decisión de negar todas sus preguntas, aunque cuando tocó el asunto de la mentira le dije que sí, que había echado alguna mentirijillas que otra, pero nada importante. Y no se molestó. Así llegamos al acto de contrición que, por supuesto, no sabía en qué consistía. Yo no sentía ni dolor de contrición ni ningún otro en aquel momento. En la catequesis del padre Pierre me dedicaba a imaginar donde podría encontrar las mejores bayas o las raíces que se podían comer. Y si no, la forma de convencer a Kama para que me dejara su gorra. Si el padre Pierre me preguntaba para ver si me había enterado, yo encogía los hombres y él me decía lo zoquete que era. Me costó algún capón, eso sí. Pero este otro sacerdote se portó mejor, tan solo me ordenó que hiciera el acto de contrición que, como no sabía que era eso, me encogí de hombros y me callé. Y no hubo capón ni nada. Me preguntó si me arrepentía de mis pecados, le dije que no. Tanto se sorprendió que cambié la respuesta por un sí y le perdí perdón por el despiste. La inercia del no me traicionó, pero supe salir del apuro a tiempo y otra vez. Mentir tiene eso, que empiezas y no acabas. Después me ordenó que rezara no sé cuantos padrenuestros y más avemarías aún. Y me sugirió que acudiera a misa todos los días, no solo las fiestas de guardar. Y que cuidadito con lo ajeno, «que esas manos van al pan». ¡Anda que sabía aquel pollo el tiempo que hacía que mis manos no cortaban pan! Pero bueno, por sus advertencias supuse a qué mandamientos dije que había faltado, aparte de al sexto. Pero para mí robar en aquel entonces no era un pecado, sino una solución a un problema bien gordo. Hoy sigo sin entender cómo alguien te puede condenar por robar para comer o para dar de comer a tus hijos si no tienes otra salida. Este hecho debería hacer pensar cómo es posible que alguien llegue hasta ese extremo y no el castigo que no merecen esas personas. ¿Quién que se encontrara en ese dilema no lo haría? Pues te lo voy a decir yo: Toda esa panda de cobardes que piden justicia por ese supuesto delito. Les pagaba yo un viaje al Sahara para que se lo cruzasen con una cantimplora vacía. No sé el motivo por el que toco estos temas, porque siempre acabo de mal humor. Pero es inevitable si tengo que contarte mis peripecias. Así es que, aguanta mi mal humor. Lástima que estés tan lejos y te llegue tan amortiguado, porque la culpa la tienes tú, jodío. El caso es que mi confesión acabó con otra orden: «Y santíguate bien, no como antes. Los zurdos también tenéis mano derecha». Aquello me hizo pensar que los diestros también tenían mano izquierda. ¿Y qué? ¿Es que hay tazas para ambas manos? Aquel cura estaba de lo suyo, pero hay que tener en cuenta la época, eso es verdad. Y también el aislamiento y los ataques que vivían los católicos por aquel tiempo en África. ¡Anda que no han muerto misioneros y misioneras a manos de salvajes! Porque cualquiera que se permite matar en horda a gente de paz es un salvaje, viva donde viva, vaya desnudo o vestido, sea civil o militar o del color que sea: ¡Salvajes! Te lo dice Dikembe. Otro enfado, y ya van dos. A la mierda, cambiemos de tema. Me pasé en la iglesia un buen rato, arrodillado, e imité la postura en la que había visto a aquella mujer cuando entrara la primera vez. Cuando me pareció oportuno, me senté en el banco y me restregué las rodillas desnudas, y me despedí de mi abuela Mayifa que me reñía por estar donde estaba. Y me conformé al pensar que el deber de un nieto era desobedecer a una abuela. En ese momento el cura oficiaba la misa, de eso sí que me acordaba, pero, al contrario que en mi aldea, el sacerdote estaba de frente, no de espaldas. Si hubiera sido así, mis amigos y yo no podríamos habernos dedicado a enredar y a jugar durante la misa. Tampoco hice mucho caso porque no atendí mucho en las misas aquellas de mi aldea. Y seguí allí, sabía ya de antes que no podía interrumpir. E imité a los pocos feligreses que habían acudido a ese oficio temprano. No sería domingo, y supuse por ello que la iglesia no estaba llena por eso. O al revés, supe que no era fiesta porque la iglesia estaba vacía. ¿Bon, qué más da? No me acuerdo y punto. Tampoco es que supiera en qué día vivía, como comprenderás. Perdona, pero todavía me dura la mala leche. La misa se me hizo eterna, y cuando ya dudaba entre largarme o sufrir otro rato más el cura, que se había puesto encima del negro un chaleco muy largo y vistoso de colores verdes y oro, me hizo señas de que me acercara. No pensé en aquel momento que yo fuera tan importante y, aunque sentí un poco de vergüenza, me acerqué a las escalinatas. Me recibió con un ofrecimiento y con un “El cuerpo de Cristo”. Me acordé de que allí había que arrodillarse por la vela y me metió en la boca un trozo de algo blanco. Se giró, subió las escaleras y volvió tras el altar. Yo me quedé allí arrodillado. No sabía qué hacer, y me puse a saborear la fina galletita que se me deshacía en la boca. No estaba mal, pero tampoco estaba tan bueno como para tirar cohetes. Y como fui el único al que se alimentó, pues me sentí un tanto orgulloso. A lo mejor era la forma de recibir a los nuevos. Y si me había dado a mí el cuerpo de Cristo, para los demás no quedaba nada. Así discurría yo por esos años. Y me alegra en este caso recordarlo, porque veo mi ingenuidad en su mayor esplendor, aunque me gustaría no haberla perdido. Es la característica humana contraria a la esperanza, porque es lo primero que pierdes por esos caminos de dios. Todavía me rió al recordar todas las supuestas tonterías que pensé. He de explicarte que, si bien yo ya había asistido a misa con Mbo y Kady, jamás había atendido a liturgia alguna. Por supuesto me juntaba con mis amigos dentro de la choza comunal y nos colocábamos en la última fila de bancos mal hechos que raspaban las piernas. Nos pasábamos el oficio entre cuchicheos, puyas e insultos. Nadie nos veía, pero nosotros tampoco veíamos mucho. Y antes de que el cura acabara de decir eso de “podéis ir en paz”, que era la única frase que nos sabíamos, ya estábamos en la calle grita que te grita y pelea que te pelea. Más de una vez nos riñó el padre Pierre por ello. Pero la maldad no habitaba por aquel entonces entre nuestras almas inmortales. Por ese motivo todo aquello era novedoso, el cura se disfrazaba para dar misa, la gente cantaba con él y daban de comer, poco, al nuevo feligrés. Te veo la sonrisa que pones al leer esto último. Yo también lo hago y echo de menos aquella mirada inocente que me arrancaron de cuajo. Bon, dejemos ese tema. Mejor seguir con la sonrisa en la boca, aunque no tengan nada de inocentes ninguna de las dos. Sigo: Esperé al padre Enrico, a que apareciera otra vez por allí. Se fueron todos y me quedé solo, bueno, con Dios, porque la luz junto al sagrario seguía encendida. Siempre he aprendido muy deprisa y a la primera. Tú sabes que es verdad. Salió el sacerdote de la sacristía ya sin el largo chaleco colorido y se acercó hasta mí. «Vamos a dar un paseo, Dikembe. Todavía no hace mucho calor ahí fuera». Así que salimos y le pregunté qué hacía con el camello. «¿Es tuyo?», se sorprendió. Y yo con media sonrisa le contesté que “ahora” sí, pero que me lo había ganado. Con un “entiendo” cerró el asunto Hamal, si bien antes me dijo que lo metiera en el patio. Para ello tuvo que abrir con llave un candado que junto a una cadena cerraba la cancela donde estaba atado mi amigo. «Átalo, no sea que se coma los frutos que crecen en el huerto de ahí detrás. Luego me ayudarás con él a traer agua. Yo pierdo mucho tiempo». Y aquellas palabras que eran más una orden que una petición serían mi salvación más adelante, como verás. Aunque ya te adelanto que aquellos ojos no los volvería a ver si no era en mi imaginación. No esperes una etapa rosa en mi vida, esa solo la pasan los genios como Picasso. Yo soy un simple mortal profesor de literatura, filólogo y amante del idioma español en último caso. Exdocente que hoy se despide de ti y que echa mucho de menos a sus alumnos y sus visitas, aunque alguno pasé por aquí de vez en cuando para tomar un café. ¡Ah!, y se me han pasado los cabreos. Vienen como se van, menos mal. Tu amigo,
(1VG)
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Cepillo para los pobres, en francés.
Imagen 1. Foto bajada de sanchoamigo.wordpress.com.
Imagen 2. Foto bajada
de http://eoselblog.blogspot.com.es, supongo que es © de Alan Creech y, a su
vez, esta bajada de www.flickr.com.
Imagen 3. Foto bajada de todocoleccion.net.
Debes comprender, J.C., que mis "entendimientos" hasta ahora con Dikembe y sus andanzas hayan sido bastante difíciles, porque ya te he dicho alguna vez que poco sabía de otras religiones y menos del "continente africano"...
ResponderEliminarAhora que llega a tropezar con un hombre de alzacuello blanco que dice misa y da la comunión, me siento más identificada con él y recuerdo mis años de niñez cuando sí o sí debíamos ir a misa (mis dos hermanos mayores y yo) los domingos y fiestas de guardar... y lo mejor o peor según se mire era que a la vuelta debíamos contestar a las preguntas de mi padre sobre el tema del Evangelio, evidentemente para saber si habíamos estado atentos...
En fin, me alegra saber que el destino de Dikembe ha sido bueno y ya iremos viendo su evolución. Abrazos
Si te hago recordar es porque te llego. Me alegra. Gracias, Ligia. JC
EliminarAntes que se me olvide, felicidades atrasadas.
ResponderEliminarYo como soy una zurda contrariada, entiendo a Dikembe, ¿porqué tiene que mandar la derecha? y conste que me estoy refiriendo a la mano. jaja.
Hasta el lunes J.C.
Me ha gustado eso de "zurda contrariada", jaja. Creo que en mi época eráis todos así porque la izquierda era mala, y no me refiero solo a la mano, jaja. Gracias, Varinia. JC
Eliminar¡Con la iglesia hemos topado!
ResponderEliminarDe este capítulo me quedo con lo lejos que llegó Dikembe pese a sus tropezones, es admirable!
Besitos JC
Ya nos pisas los talones, jaja. Me alegro. Hay quien vive una vida en un día y quien no termina de vivirla por más tiempo que le den. Gracias, Amanda. Un beso. JC
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