CAPÍTULO 7
De cómo fui vendido como bestia de carga
espués de unos cuantos
días durante los cuales me alimenté la mitad, y en los que visitamos dos oasis,
que no sé cómo encontraría aquel tuareg, me pareció oírle decir que ya les
quedaba poco, a él y a su mehari,
porque a mí apenas me dirigía la palabra si no era para ofenderme o
reprenderme. Ese día sí comí, Moussa fue más generoso de lo habitual. Mi hambre
me hacía adelantar la mano hacía los higos antes de haber tragado el que masticaba.
Cuanto más mastiques menos hambres pasas. Pero en contra de lo que
acostumbraba, ni me castigó ni me dio un golpe en los nudillos con el mango del
látigo que siempre tenía a mano. Ni siquiera me reprendió porque «Dikembe, un invitado debe ser más prudente y
educado». Y tal era su poder de convicción que creí que, en vez de ser un «esclavo imbécil», era un convidado a su
mesa, maleducado, pero invitado al fin y al cabo. Así que, dame pan y llámame
tonto. Yo seguí con los higos. Era la primera vez que no me ponía trabas ni
límites desde que se hizo cargo de mi libertad y de mi manutención, esta por
obligación. No me dijo nada en esos momentos el comentario que hizo a propósito
de la comida: «Estás muy delgado, y así
no habrá quien te quiera». No contesté, pero pensé que Moussa había
descubierto el fuego: Si no me daba de comer, ¿cómo iba a estar? Y, además, yo
no quería que me quisiera nadie, ya me había querido mi supuesto padre y fíjate
como me había ido. «Cuando te lo acabes,
te ocupas del mehari, y espero que le trates como te he tratado a ti. Yo voy a
orar, así que no me molestes». Y mientras él oraba, yo descargaba su
camello, que me lo agradeció con un escupitajo. El camello ya obedecía mis
órdenes después de tantos días juntos. Supongo que yo le había caído bien,
igual que él a mí. En definitiva, ambos sufríamos al mismo tirano. Por ello, mi
trabajo rayaba con el juego pues disfrutaba al ver cómo un animal, el triple de
grande que yo, me obedecía. No sé si al animal le hacía gracia que le mandara
arrodillarse sin motivo, para luego ordenarle que se irguiera, pero yo me lo
pasaba pipa. Entonces no sabía que entre un bruto y la persona que le alimenta
se crea un vínculo indestructible, una corriente de comunicación y fidelidad
comparable a la de una cría con su madre. Y, desde que salimos de aquella aldea
donde me cazó Moussa, quien le había dado alguna golosina había sido yo, el que
le había liberado del peso había sido yo y quien le había acariciado y hablado
dulcemente era yo. O como hacía en ese momento, que le acercaba a una planta
espinosa que solitaria ella rompía el ocre de la arena. No sé si lo hacía por
el animal o por alejarme un poco de aquella odiosa persona, pero lo cierto es
que, cuando dejábamos atrás a nuestro amo y llevaba de la rienda al mehari el desierto me parecía mío, me
sentía el califa. Y te adelanto que ese día llegaría y yo me acordaría de este
otro que ahora sufría. A la mañana siguiente, nuestro amo y señor se levantó de
buen humor por lo que me reafirmé en la creencia de que había oído e
interpretado correctamente, ya estábamos cerca de su casa. O, al menos, intuía
que algo iba a pasar. Por lo que, cuando iniciamos camino, estuve más pendiente
del horizonte que del culo del animal,
y no puse en marcha en ningún momento la operación “polizón”. Pero en vez de
descubrir casas de adobe o minaretes de mezquitas, en un momento determinado,
en el que Moussa apretó el paso para mi desgracia, vi unas siluetas geométricas
y muy bajas que se movían al viento. Eran las tiendas de un campamento tuareg: su hogar.
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Salieron a recibirnos una purrela de críos que, alegres y saltarines,
nos acompañaron hasta el interior del círculo de tiendas variopintas, aunque con
un estilo común que revelaba una misma técnica. A mí me llamó la atención los
ojos que notaba clavados en nosotros y en particular en mí. Sobre una piel
morena los ojos claros destacan tanto como una estrella en la noche oscura. Al
final los niños nos bloquearon el paso y Moussa les echó unos dátiles que
llevaba preparados y nos dejaron seguir camino con grandes alharacas y gritos
en una lengua para mí desconocida. Moussa se volvió y les grito: «Deberíais estar al cuidado del ganado en vez
de jugando». Me extrañó que usara el francés, aunque también pensé que la
reprimenda no tenía intención de regañar sino de demostrar cierta autoridad
ante mí. Los niños, en tropel, corrieron hacia el pasillo entre dos tiendas sin
dejar de mirarme, y, aunque eran menores que yo, sentí una punzada de nostalgia
en el corazón. Y como no dejé de mirarlos yo tampoco mientras avanzábamos,
terminé por hocicar contra el rabo del culo más visto en mi vida. No me di
cuenta tarde de que habían parado delante de una tienda. Las risas que despertó
mi golpe entre los chiquillos y la gente que observaba a Moussa me hicieron
sentir gran vergüenza por mi torpeza. No me quedaba otra que disimular el dolor
que sentía en la cara. La ceja y el pómulo empezaron a sangrar. Las risas y
miradas que la gente mayor y los niños me dedicaban hizo que mi amo se volviera
y me dedicara, además de una severa mirada, uno de sus agradables comentarios: «Este es tonto, habrá que deshacerse pronto
de él». Después del cual las risas aumentaron porque los críos se alejaron
gritando en francés las primeras palabras del comentario: «Este es tonto, este es tonto, este es tonto…». Un hombre que se
había acercado a nosotros y que había saludado con un gesto al recién llegado,
puso un pero: «Pues como no le engordes
un poco, no vas a sacar mucho por él». Tras lo cual Moussa mandó
arrodillarse al mehari, se apeó y
empezó a abrazar a todo el que se le acercaba. Yo observé que en el umbral de
la tienda aparecían ojos a diferentes alturas; los míos, deslumbrados por el
sol, que miraban hacia la oscuridad, no veían las siluetas, tan solo los brillos
que despedían sus ojos. Moussa desenganchó un fardo de su silla y lo abrió.
Después, entregó a cada uno de los fantasmas del interior de la tienda un
obsequio. Yo, acuclillado, asistía al reencuentro familiar como un convidado de
piedra, o lo que era peor, como el camello que, al menos, rumiaba por enésima
vez su última pitanza. Dichoso él. Al besar a Moussa para agradecer el presente
recibido, conseguí ver a alguno de los propietarios de los brillantes ojos,
casi todas eran figuras femeninas e infantiles. Sus hijas pensé. Entonces
recordé que alguna vez, Mbo llegaba a casa como siempre, pero con un regalito
que entregaba a cada una de mis hermanas. A mí me regalaba una sonrisa que nunca
supe interpretar, aunque siempre he pensado que era una cuestión de sexo. Me
quedé muchas veces con las ganas de decir a mi padre que yo también era un niño
al que le gustaban las sorpresas. Pero nunca dije ni mu. Mayifa, en cambio, me
recordaba de vez en cuando que los guerreros no necesitaban regalos porque se
hacían con lo que querían después de vencer en las batallas, tal como habían
hecho mi abuelo e Imana, y tal como haría yo en el futuro. Sus palabras no es
que satisficieran mis necesidades infantiles, pero sí me hacían soñar con que
un día conquistaría una aldea y tomaría como botín todo lo que quisiera. Y para
que mis tres supuestas hermanas no pensaran que yo era un envidioso, les
regalaría todas las alhajas que arrancaría a las mujeres. Un sopapo me hizo
volver al campamento tuareg. «Venga,
hombre, descarga. ¿Qué haces ahí parado como un pasmarote? Luego dejas ahí detrás
el camello. Pero antes, mete todos los bultos en la tienda. Pero ahí se entra
con los pies limpios de arena, que no te lo tenga que repetir. A partir de
ahora el castigo no será el hambre, sino el daño que este hará en tu espalda»,
dijo Moussa al esgrimir su látigo.
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A
partir de mi llegada al campamento, rematada por mi ridículo golpe con el culo
del camello, quedé abandonado a mi suerte más o menos. Moussa sabía que no me
iba a mover de allí, bueno, Moussa y cualquiera que tuviera dos dedos de frente.
Por eso ni hubo cadenas, ni grillos, ni ligaduras. ¿Quién iba a enfrentarse a
pecho descubierto con el desierto? Eh bien, c'est ça, mon ami. Así
pues, temeroso y desconfiado traté de pasar desapercibido. Dejaría pasar el
tiempo hasta que mi anécdota con el trasero del camello dejara de ser la
comidilla de todo el mundo: «El nuevo
esclavo de Moussa es tonto, tonto, tonto». Yo sabía cómo funcionaban esas
cosas entre un reducido grupo de personas. También había hecho chacota de algún
amigo en circunstancias parecidas. Había que tener paciencia y aguantar, no
darse por aludido. La gente se cansaría y me dejaría en paz. Hay tiempo para
todo.
Desde luego que hay
tiempo para todo. Lo malo es que no seamos capaces de gestionarlo. Nos parece
ya normal, aunque reprobable, que un adolescente se siente a comer y siga con
el WhatsApp, o que se aísle de la
conversación familiar dentro de un coche camino hacia la playa. Y nos parecerá
normal que lo hagamos nosotros los adultos en un par de años. Y si no, al
tiempo. No estoy en contra de las nuevas tecnologías, al contrario, me parecen
fascinantes y alguna hasta brujería. En particular el teléfono móvil, ya
superado por el smarphone. En lo que
no estoy de acuerdo es que sustituyamos la comunicación con los cercanos por la
conexión con los ausentes. Lo nuevo debería robar el tiempo al usado para ver
televisión, al sueño si acaso, pero nunca a una conversación entre dos o más
personas. Además, el uso de un teclado, aunque virtual, que se usa con los dos
pulgares, elimina la posibilidad de una caricia. Y soy de la opinión de que nos
tocamos poco. Los que más tocan en la actualidad, por desgracia, lo hacen con
intenciones egoístas e inconfesables. Deberíamos sentir vergüenza. Al menos yo
me pongo colorado y me violento por ello. Me duele no haber acariciado más a mi
madre. Siempre he insistido a mis hijos en ello. Eso sí, aclarado el punto más
importante: Tan solo hay que admitir las caricias que uno desea. Vengan de
quien vengan. La piel y la voluntad ajenas son tan respetables como las
propias, sean del color que sean. En fin, que la emoción básica en un roce, entre
dos pieles que consienten, es la compañía, la empatía. Luego pueden aparecer o
no las pasiones, pero lo primero es no sentirse solo, ponerse en la piel del
otro. Y cuando se es viejo la soledad es la peor pesadilla porque precede a
Muerte, como dice Dikembe.
De
allí donde un hombre que ni me habló se llevara a mi amigo el camello, planté
mi propio campamento que consistía en mi persona sobre una pequeña duna, detrás
de la tienda de Moussa. Allí me sentí indiferente a lo que ocurría a mi
alrededor, ni siquiera observado a pesar que de vez en cuando venía algún niño
a recordarme lo tonto que era. Pero Moussa ya no me vigilaba, no estaba encima
de mí reprendiéndome continuamente. Me tumbe boca abajo detrás de su tienda.
Intenté no pensar en nada y me puse a hacer hoyitos en la arena caliente,
formas que luego borraba con la palma de la mano. Los aromas que me habían
llegado a la hora de la comida me habían alterado los jugos gástricos y expulsé
varios eructos. Pero con el sol ya en declive, me llegaron otros más fuertes.
El vientecillo me trajo el olor de la carne de cabra puesta sobre las brasas y
mi estómago comenzó a protestar con un suave dolor. Ya sabía que después
aparecerían los calambres, para luego no sentir ni hambre. En esas andaba,
cuando por un hueco en el lateral de la tienda, destinado a la ventilación, vi
aparecer una cabeza con su correspondiente cara. Los ojos rasgados de una niña
me miraba con curiosidad y descaro. Reposé mi cara en la arena y no retiré la
mirada de aquellos luceros que tampoco se apartaban de los míos. Fue una
conversación silenciosa, íntima, porque no la compartíamos uno con el otro. Y
llegó un momento en el que solo fui consciente de esos ojos. Ni siquiera el
dolor de estómago me distraía. Después
de un buen rato de charla gestual, llegué a pensar que aquella cabeza
pertenecía a una estatua. Cuando toda luz desapareció dejé de ver a mi
interlocutora, pero yo no dejé de mirar hacia donde debía estar. Más que por el
cansancio, la debilidad me trasladó a un estado de somnolencia que mitigaba el
hambre. Desde que viera a esa niña, no había cambiado de postura. El frío me
despertó y entonces me hice un ovillo. Pensé que el olor a cabra asada era un
recuerdo, que mis sentidos me jugaban una mala pasada, pero al ir a restregarme
los brazos, topé con algo que antes no andaba por allí. No podía ser una
piedra. Palpé delante de mis narices y noté una textura grasienta. Me llevé la
mano a la nariz y olí. La luna no me ayudaba mucho, apenas una sonrisa tenía
que iluminar todo el basto desierto. Sin ninguna duda y sin ninguna repugnancia
agarré lo palpado y le hinqué el diente. A pesar de que el alimento no estaba
caliente, todos mis sentidos respondieron al unísono. Hasta se me olvidó el
frío. Mi estómago recibía como una bendición lo que casi no masticaba. Con una
mano metía en la boca un pedazo y con la otra buscaba otro. Así, hasta que no
encontré más que el cuenco. El último trozo cayó en la arena, pero después de
soplarlo y restregarlo con la mano acabó donde los otros. La dignidad es como
el asco, desaparece ante cualquier necesidad perentoria. Y como nuestros
cuerpos son fiel reflejo de nosotros mismos eché en falta el oro líquido del
desierto. No, no es el petróleo, mon ami,
es el agua. Y como no veía un pimiento, volví a buscar a tientas a mi rededor.
Estaba seguro, si alguien me había llevado comida, tenía que haberme llevado
agua. Por seguir mi lógica encontré una pequeña calabaza. Yo tenía razón. El
alma caritativa había pensado en todo. Bebí lo justo sin desperdiciar ni una
gota. Incluso estaba fresquita, por lo que supuse que me habían dejado aquello
hacía ya un buen rato. El agua en el desierto solo esta fresca al alba. Y ese
pensamiento me llevó al frío y a la posibilidad de que también me hubieran
dejado algo con qué abrigarme. Reanudé mi búsqueda. Y tuve recompensa. Mis
manos toparon con un tejido áspero que a mi me pareció seda. Y antes de
envolverme en aquello, pasó por mi cabeza que el benefactor se la había jugado
por mí. No debía dejar huella que le involucrara. Exploré con mis manos mi
entorno. Reuní todos los huesos limpios de carne en el cuenco. Hice un agujero
en la arena y lo enterré. Después le tocó a la calabaza. Con la manta lo haría
al despertarme. Hacerlo en ese momento hubiera sido de tontos. Confié en que
nadie me viera antes de despabilar. Me acosté sobre mis tesoros y me quedé
dormido con aquellos ojos en la mente. Nunca lo supe, pero estoy seguro que la
dueña de aquella carita que asomara entre las sombras y mi protector eran la
misma persona. Me desperté bañado por el sol. Mis párpados ya no podían detener
la luz. Me restregué los ojos y los abrí lentamente. Me pareció ver otra vez
aquella figura colosal de camello y hombre vistos desde el ras de suelo. Pero
no, era demasiado ancho lo que veía. Aquella acumulación de pieles y esteras
devino en la tienda de Moussa. Noté que la manta, burdamente tejida me
estorbaba y recordé lo prudente que debía ser. La enterré con prisas. Me
levanté y oí las quejas lejanas del ganado que, atado a una larga cuerda, que
iba de un poste a una palmera, despertaba como yo, pero en compañía, un animal
al lado del otro. “Al menos no estoy
atado”, pensé. Ellos pedían su desayuno, ya que, aparte de camellos, había
algún burro que otro, amén de caballos con su típica cola erguida de la raza
árabe tan apreciada en el mundo. En cambio, también me fije en las vacas y los
bueyes que deambulaban sueltos por el campamento. Aquello me llamó la atención.
Les seguí con la mirada y todos los animales sueltos tomaron el mismo camino.
Estaba claro, buscaban lo que yo, alimento. Pero ellos sabían dónde
encontrarlo. Los tuaregs saben donde asentar sus emplazamientos. No son tontos.
Junto a un pozo o a un oasis, eso estaba claro, y además debía haber pasto para
los animales. El Sahel es muy grande y esta gente lleva en sus genes el
conocimiento de su hidrografía. Es trasmitida por una cultura inveterada y
berebere, incluso anterior a su nombre. Ellos no reconocen como propio, ya que
cuando alguien les bautizó como tuaregs, era la primera vez que oían también
aquella palabra que no forma parte del tamasheq,
su idioma. Por el contrario sí se reconocen como los del velo en la cabeza (kel tagelmust) a lo que añaden su lugar
de origen para autonombrarse. Así nos encontramos con la tribu Kel Ajjer a la que pertenecía Moussa,
cuyo lugar de origen era la actual Libia. Por supuesto en la que yo me
encontraba era una parte de ella, ya que su estructura social es compleja y
está atomizada por todo el Sahel. Yo me enteraría después de todo eso. Pero te
lo adelanto por si te aclara algo de mi relato. Con el sol llegó mi fascinación
por el colorido que se desprendía de aquellas gentes y sus tiendas. Volví a
tumbarme y a disfrutar de la paz y la tranquilidad de aquel campamento erigido
vaya usted a saber donde. Hice un montoncito de tierra sobre la que estaba y
conté los pasos, como me había enseñado mi hermana Delande, hasta el extremo
derecho de la tienda de Moussa. Los memoricé. Luego volví junto al pequeño
montículo y conté los que me separaban del extremo izquierdo. También los
memoricé. Así sabría dónde había enterrado mis enseres. Vi a mi amo salir de su
tienda y dirigirse a otra, y tras asomarse, irse acompañado por otro hombre
azul, que ocupaba sus hombros con sendos odres. Se dirigían hacia la reata de
animales amarrados. Después, a medio camino, se les unió otro que parecía
llevar una escudilla grande con algo dentro que no distinguí. Seguí su
movimiento con la mano a modo de visera pues el sol ya molestaba los ojos.
Cuando el trío llegó junto a los camellos, Moussa sacó una cuerda de no sé
donde y ató la pata de un animal que tenía junto a él una cría. A la camella no
pareció gustarle mucho que le doblaran la pata y se la ataran, pero eran tres
contra una, además sujeta a la gran soga como todas las bestias, tenía su
movimiento limitado. Acto seguido, Moussa agarró a la cría y la arrimó a la
madre, mientras otro metía la cabeza del retoño entre sus piernas traseras,
pero sin dejarle alcanzar la mama. El de la escudilla, con su cadera, inmovilizó
al pequeño contra su madre. Moussa y el del pellejo
comenzaron lo que ellos llaman tazek,
es decir, el ordeño de la engañada camella a cuatro manos, aunque debería decir
a seis, ¿no? Una vez lleno de leche el recipiente, vertieron el líquido dentro
del odre conh ayuda de un embudo. La operación se repitió hasta estar los dos odres
a reventar. El resto de leche que quedó en la escudilla no se desaprovechó.
Bebieron los tres hasta acabar con la última gota de akh. Eso lo hizo Moussa, que elevó sobre su boca el recipiente y le
dejó escurrir del todo. Aquella gente, desde luego, no desperdiciaba nada. Yo
nunca había probado la leche de camella, pero se me hizo la boca agua.
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© Neneo |
Acto seguido, dejaron que la cría sacara lo que pudiera de su explotada madre, mientras
mi amo liberaba su pata. Entonces la madre dejó de protestar. Eso sí, me
sorprendió que se necesitaran tres hombres para ordeñar una camella. Les seguí
con la vista en su retorno al campamento, pero se cruzaron con aquella panda de
críos que jugaban y dejé de observar a los adultos. Me di cuenta de que iban a
su aire. Nadie les regañaba por armar alboroto, ni nadie les pedía cuentas de
lo que hacían. Otros críos cruzaron la zona central del campamento. Primero se
juntaron y después el gran grupo se deshizo en unos siete individuos. Cada cual
tomó la dirección de su tienda, supuse. Luego sabría que los niños tuaregs se
crían libremente a partir de los siete años. Antes de esa edad están bajo la
supervisión de su madre y no se alejan de la tienda. Los mayores solo van a la
tienda familiar cuando tienen hambre o necesitan algo. Las mujeres son más
cultas que los hombres y son las dueñas de las tiendas. De hecho matrimonio,
mujer y tienda son sinónimos en su idioma: ehé.
Por ejemplo, si una tuareg se “harta” del marido, le echa de la tienda y
sanseacabó, puede buscarse otro en la ahal,
tienda destinada a ligar, como dirías tú. Cada crío acabó delante de una tienda
y yo diría que ya les esperaba su madre con un cuenco de leche. Todos bebieron
y ninguno habló. Eso sí, todos se limpiaron los morros con el antebrazo, como
hacía yo también. Y otra vez la boca se me llenó de saliva. Me dije que no
tenía derecho a quejarme, pues la noche anterior había comido carne después de
muchos días. Me golpeaba la tripa distraído con el ir y venir de los chicos
hasta que vi a Moussa salir de la esquina izquierda de su hogar. Giró y tomó mi
dirección. Llevaba en su mano un cuenco y parecía andar con desgana. No supe
qué actitud tomar mientras se acercaba. No había llegado a mi altura y ya me
hablaba: «Toma, esto es akh, el alimento
más preciado de mi pueblo. Y da las gracias a mi hija Tafsut que se ha
empeñado. Dice que estás muy delgaducho. Y tiene razón”. No era la primera
vez que le oía decir eso, pero me tentaba el cuenco que me ofrecía. Al ver el
interior de la escudilla pensé que con tal ración sería difícil que engordara,
pero menos daba una piedra. Me lo bebí de un trago, y a pesar de su escasez
hice demostración de mi hartazgo con un sonido gutural muy cercano al eructo,
y, al recordar lo que le había visto hacer, elevé por encima de mi cabeza el
cuenco, miré al cielo, cerré los ojos y dejé caer en mi boca dos o tres gotas
de leche. Esto pareció agradarle y me animé a imitar a los críos, con lo que me
limpié la boca con el antebrazo. Y me atreví a hablar: «¡Qué rica! Gracias». Antes de irse me ordenó no moverme de allí y
no hablar con nadie. Cuando despareció, le contesté: «Y con quién voy a hablar, no te fastidia». Al poco volvió con la
misma escudilla. Esta vez no se acercó hasta mí. Se paró más cerca de su tienda
que de su esclavo y dejó en el suelo el cuenco. Pude ver al empinarme que
contenía más leche. Parecía que me la había ganado con mi educación. Entendí
que debía ser yo el que se acercara. Adelanté la mano como si le preguntará si
podía hacerlo. Afirmó con la cabeza. Me acerqué y me arrodillé. Antes de coger
la segunda ración, le miré desde abajo y él volvió a confirmar con la cabeza. Y
repetí la actuación anterior. Le tendí el recipiente más limpio que una patena
y, por gestos, me indicó que la dejara en el suelo. «Eso es lo máximo que te puedes acercar al campamento. No lo olvides,
Dikembe. Esto ya no es un juego. Es un negocio. Mi negocio —hizo hincapié
en el posesivo—. Tu trabajo a partir de
ahora será descansar y comer. Ya no vendré más hasta que no te lleve a vender
en el mercado próximo. Te atenderá mi esclavo Souleymane que vendrá a hacerte
un toldillo para que no te ases al sol, y te traerá una estera. No quiero que
hagas nada que te haga sudar. Él te traerá de comer y de beber, y te retirará
lo que dejes. Y no hables con nadie. ¿Has entendido todo?». Le contesté
como lo había hecho él, con la cabeza, pero yo la dejé gacha sin levantarme.
Con un gesto de los dedos me mandó hacia atrás. Lo vi porque no levantó la mano.
Y la verdad es que no le vería más hasta que volvimos a viajar juntos. Tras
aquella conversación tomé conciencia de que me había convertido en un objeto,
en un bien con el que Moussa iba a comerciar. Y lo asumí. Entré en el papel que
no había elegido y que sí me habían impuesto. Fíjate, te digo una cosa, si,
cuando nos conocimos, Moussa me hubiera pedido que le sirviera a cambio de un
plato de comida, hubiera aceptado de buena gana. Pero así no, así no estaba
dispuesto a servir a nadie. Claro, con una sonrisa en la boca quiero decir.
Porque iba a servir a algún amo. Eso lo tenía clarinete, como dicen tus hijos. ¿Sabes?, me encanta conversar con
ellos. Hablan el idioma de la calle, ese que conocí y aprendí cuando llegué
aquí. También me están enseñando la forma de comunicarme por correo
electrónico. Siguen el camino más corto, es decir, no existen haches ni uves,
ni la palabra ‘por’ ni ‘más’, la ’q’ se usa para escribir ‘que’… En fin, que es
la ley del mínimo esfuerzo, tal como aplican los tuaregs. ¿No es irónico? Y me
parece bien. Los jóvenes creen que han inventado un lenguaje nuevo, y no deja
de ser un tipo de taquigrafía. Los editores del Siglo de Oro se inventaron otra
para ahorrar papel, aunque los jóvenes de ahora quieran ahorrar pulsaciones y
tiempo. Son como tú. El tiempo es oro, aunque yo crea que el oro es la
tranquilidad. Por eso, al retirarme de Moussa, conté los pasos que me separaban
del cuenco. No fuera a ser que alguien se lo llevara y perdiera la referencia.
Tal era el miedo, que me cogía todo el cuerpo. El miedo es como el saber, no
ocupa lugar. Así que puedes almacenar todo el que te den. Más el que tú generes.
Como había hecho un hoyo en la arena con el talón al ser llamado por mi amo,
supe donde pararme. Debajo tenía mi tesoro y mi secreto, no lo olvides. Y, en
efecto, a media mañana apareció por mi cercano destierro un hombre. Mi piel ya
no era capaz de absorber más radiación y el sudor me chorreaba. Mi pelo era un
buen abrigo, no somos como los camellos que se deshacen en verano de la lana que
les crece para el invierno. Ya había agotado mis reservas enterradas de agua.
Aquel hombre vestía como Moussa, pero lucía menos y llevaba el turbante de
color blanco, así como el velo que su amo usaba de color negro. Venía cargado
con unos palos, una lona, una estera de juncos enrolladas debajo del brazo y en
la mano un zaque. Cuando estuvo junto a mí, se colgó el odre del cuello y se
dedicó a clavar los palos. Y, mira tú qué mala suerte. La larga estraca chocó
contra algo. Me miró extrañado, cavó un poco con las manos y sacó un cuenco.
Volvió a mirarme, pero yo, esta vez, desvié la vista hacia el otro lado y no vi
su gesto. Cuando me volví ya tenía mi refugio hecho. Hasta me había colocado en
el suelo una estera, a la sombra. Le di las gracias en voz baja. No quería iniciar
una conversación. Me di cuenta de que él tampoco. No contestó, pero se sacó el
odre del cuello y me lo entregó. Fue cuando vi la tristeza en sus ojos. El
esclavo, que nunca podría decir su nombre, Souleymane, porque le habían
arrancado la lengua, hurgó entre su gastada túnica, heredada, y sacó un paquete
envuelto en piel de cabra. No tardé en ver su contenido. Eran dátiles y se me
hizo la boca agua. No se había dado la vuelta el otro y yo ya masticaba uno. Se
alejó con paso cansino pero seguro. Me metí debajo de aquel toldo a disfrutar
con tranquilidad del almuerzo y de la sombra. No me comí todos los frutos. Solo
la mitad. Los acompañé de un trago de agua. Estaba tibia, pero me dio igual.
Así pasé unos días. No sé cuantos. Enganchado a una rutina y complacencia
engañosas. Comiendo dátiles, carne hervida en leche y manteca, y bebiendo su
caldo, y sobre todo, leche, mucha leche. Has de tener en cuenta que los tuareg,
mientras haya leche no consumen agua. Ni siquiera para lavarse. En aquella
época yo compartía sus ideas de no malgastar el preciado líquido en otra cosa
que no fuera beber. Así que al disponer de leche fresca, que no fría, ¿quien
necesitaba agua? Así, una mañana, después de muchas lunas, vi venir a Souleymane.
En esta ocasión, en vez de alimentos, traía en las manos unas tiras de cuero. Salí
del cobertizo donde no cabía de pie, y
le esperé un tanto intrigado. Aquello era un cambio muy notorio en la rutina. Y
mi estómago se quejó. Me hizo una seña para que me volviera, y tan quebrada
estaba mi voluntad que obedecí sin más. Tampoco protesté cuando me echó los
brazos hacia atrás y me colocó una muñeca sobre otra. A continuación me maniató.
Yo lo único que experimentaba era extrañeza, aunque te parezca mentira. Noté su
gran mano sobre mi antebrazo desnudo y tiró de mí para que me girara. Quedamos
enfrentados. Me rodeó el cuello con otra tira de piel, antes hizo un nudo corredizo
que me ajustó como veo que te ajustas tú la corbata. Después echó a andar hacia
el campamento. «¿Dónde me llevas?»,
pregunté. Entonces se paró. Se acercó mucho a mí, abrió la boca y supe el
motivo por el que no hablaba y que ya te he contado. A cinco centímetros, una
boca sin lengua es asquerosa. Pero el asco se mudó en miedo al retirarse Souleymane,
cerrar la boca, apretar los labios y ponerse el dedo índice verticalmente sobre
ellos. Era la amenaza más convincente que me habían hecho jamás. Aunque también
me lo podía haber tomado como un consejo, bien es verdad. Tras la advertencia,
se giró y reanudó su andar. Yo había quedado impactado. Y por ello, después del
tirón que dio de mi corbata, besé la arena. Se volvió, me miró con paciencia y
todo volvió a la normalidad, si se entiende como normal que un ser humano
conduzca a otro como si ese otro fuera un animal. Y menos mal, porque los
tuaregs taladran las narices de sus camellos. Por el agujero conseguido pasan
una cinta, como las que yo lucia, y así le conducían mejor. Ya me dirás si no
era para tener miedo. Piensa en mis narinas y no olvides que soy negro. Bon, dejémonos de bromas porque aquel
momento no era como para partirse el culo de risa, y vuelvo a usar la jerga
juvenil de tus hijos y sus amigos, esa que tanto me gusta. Al hacerse visible
la explanada del campamento pude ver varios camellos ensillados y enjaezados.
También que tras ellos, unidos por una cuerda que se alargaba desde la silla de
montar hasta sus gargantas, unos negros, como yo, esperan pacientemente. Desde
luego no era capaz de gestionar lo que mis ojos veían y era tan evidente: nos
iban a vender. Ese mes de ganduleo en el que solo había comido, bebido y
dormido, y también un poco aburrido, habían narcotizado mis entendederas. Mi
voluntad seguía descansando a la espera de que otros tomaran las decisiones por
mí. Me había aborregado del todo bajo aquella lona. Esa vida regalada, que
nunca había tenido, me había hecho olvidar que había sido tratado como un
gorrino al que se debe cebar para luego vender mejor. Y menos mal que esa gente
no conoce las hormonas, que si no… Eso sí, de no estar describiendo aquella
época en esta, jamás habría hecho esa comparación tan porcina, por la sencilla
razón de que por allí no se veían muchas piaras de cerdos. Según era unido a la
silla de montar de mi amo Moussa con una cuerda que colgaba de su camello,
apareció por el hueco de la entrada de su tienda una figura de niña en cuyo
rostro reconocí aquellos ojos que viera un anochecer. Era Tafsut que miraba
como si buscara a alguien. Cuando encontró a quien pretendía, Souleymane, le
miró suplicante y levantó una tela que llevaba en la mano. A un gesto del
esclavo, la cría corrió, pero no hacia él, sino hacía mí. Me agaché, y según
venía musité un “merci, chére petite amie”
(1)
. Extendió
el pequeño fardo, me lo colgó del cuello y en un susurro y con lengua de trapo
me dijo: «Il s'appelle Souleymane. Il est
muet et très bon»(2)
, y se metió en su casa
como una polvorilla. El regalo resultó ser un velo astroso y descolorido, pero
limpio, sin que sepa decirte su color. Al verlo, mi engordador particular se
vino hasta mí, hizo dos torces con el foulard en mi cuello y después un par de
nudos flojos y me lo colocó a modo de socollar. Terminó por colocármelo bajo la
cuerda que me rodeaba el pescuezo a modo de collera. Tras lo cual comprobó que la
atadura entre las dos cuerdas, la de mi cuello y la que me unía al camello, era
segura y, antes de desaparecer, también escuchó mi gratitud. Volví a buscar
esos preciosos y limpios ojos en las penumbras del interior de la tienda, pero
no los encontré. Aun así, después de comprobar la complicidad entre el buen
esclavo y su buena amita, dibujé otro “merci”
en mis labios sin dejar de mirar el interior de su hogar. Quedé solo ante el
camello. Otra vez ante aquel conocido culo de animal del que ya te seguiré
contando, mon ami. De momento esto es
todo, que ya es bastante, pero falta todavía mucho para llegar hasta el día de
nuestro encuentro. Un abrazo.
P.D:
Cuando sepas la fecha de tu vuelta me la comunicas.
(2)
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Se llama Souleymane. Es mudo y muy
bueno.