De cómo las pasé con los yihadistas
ueno, pues ya estoy aquí otra vez. Acabé el libro y esta mañana lo he
devuelto a la biblioteca. Leer Picaresca sabes que me encanta. Y esta edición
del Marcos de Obregón era un facsímil además. Una preciosidad, aparte del texto
de Vicente Espinel. He pensado en hacerle una foto y enviártela pero
durante su
lectura no ha pasado por aquí ninguno de tus hijos con su móvil. Así que ellos
tienen la culpa de que no lo puedas ver. Quizás cuando vuelvas, pero te
advierto que tendrás que apuntarte en la lista para tomarlo prestado. Como sé
donde me quedé en la anterior, no me ando con zarandajas y continúo donde lo
dejé. Lo que aprendí de aquella, llamémosle anécdota de los cuencos, fue que si
robas no te quedes con todo, y que si ofendes, debes deshacer la afrenta. El
honor pocas ayuda ofrece para comer o sobrevivir. Ahora, si quieres morir, haz
de él tu bandera. Un niño está más cerca de la ilusión que de la realidad. Lo
recordé cuando vimos juntos esa película italiana. ¿Cómo se titulaba? Algo así
como La bella vida. Seguro que sabes a cual me refiero. ¿Te acuerdas que te lo
comenté? Versaba sobre un padre cómico al que destroza la vida el contacto con
las tropas nazis en un campo de concentración durante la Segunda Guerra
Mundial. Siempre presumes de tener mejor memoria y yo me resisto y me defiendo.
Y creo estar demostrándolo, ¿no?¿ ¿Serías tú capaz de hacer el ejercicio mental
que hago en estas cartas? Eh bien, c'est
ça, mon ami. Ah, y también recuerdo que la banda sonora de la película era
muy bonita. Te diré el nombre del compositor, a ver si eres capaz de decirme el
apellido. Ah, y no vale mirar en Internet. ¿Nicola…? Sigamos con lo mío. Al
escuchar las advertencias de Khadir sobre cómo había conseguido los cuencos en
un lugar donde un hombre mata a otro porque no ha orado, se me pusieron los
pelos de punta. Piensa que un cuenco va a contener el agua que has de beber y
la comida que has de comer. Si no tienes, ni bebes, ni comes. El que no tiene
cuenco, ¿dónde recibe su ración? «Yo,
entre aquella gente he visto comer a alguno en su bota. A ti te darán el tuyo mañana. El primer día entre nosotros es el más
peligroso para el que llega. Cualquiera puede dispararte hoy sin motivo y luego
decir que no te ha visto orar. Ándate con ojo, y agrada a todo el mundo,
Dikembe». Son palabras sabias de Khabir. Como ves, los objetos, depende donde estés,
adquieren un significado especial. Un bol en el que desayunaban tus hijos es
tan importante como el arma de un soldado, como se llaman ellos a sí mismos:
soldados de dios. ¿Qué dios necesita soldados para que le defiendan? Dejémoslo.
Me pongo de mal humor. Sigamos. Todo iba como la seda a pesar del peligro que
se desprendía de los consejos que recibía del manco. Sobre ruedas, pero en el
lugar equivocado. Volvían los hombres que se iban, pero el pastor me decía que
no siempre volvían todos. Entonces tenía que oficiar un entierro sin cuerpo y
por poderes como diría ahora. Yo sabía de donde y de qué venían porque antes de
irse yo les aleccionaba y les recordaba que lo hacían en nombre de Alá el
Grande y por mandato de su único profeta Mahoma. Muhammad para ellos. Ese era
uno de los cometidos que Abu Dharr me había encargado. Y tenía que cumplirlo. Porque,
aunque estuvieran en juego otras vidas, la mía también peligraba. He de
confesarte que hasta este momento jamás había vuelto a soñar con la violencia
vivida. Pero en aquellos días, acaso por el contraste entre la aspereza de mi
interior y la suavidad que debía aparentar me hacían tener pesadillas
sangrientas, como en las que mi aldea sucumbiera en su día. En unas mataba yo,
en otras me mataban a mí. En fin, que en todas había sangre y violencia. Pero
eso no era nada en comparación con lo que me esperaba. Una mañana mandó
llamarme de nuevo el jefe. Estaba reunido en su tienda con otro yihadista que
yo no conocía por lo que, después de darme paso el centinela y entrar, pedí
disculpas y me volví para salir y dejarles solos. Corrigieron mi error a mi
espalda y me ordenaron tomar asiento en la estera. Y me presentaron a Sayyid como
un muyahidín recién incorporado. El jerifalte añadió múltiples halagos y
elogios, lo que me extrañó porque a los conocidos no nos trataba muy bien ni
parecía tenernos en gran estima, salvo que alguien se metiera con nosotros.
Entonces éramos combatientes fieles y admirables. Algo así tan común y vulgar
como que yo puedo cagarme en mi padre, pero tú no. ¿Entiendes? Acabó la
presentación con la palabra mártir. La necesidad de ser preparado para entrar
en la Yanna fue lo siguiente que oí. Y entonces lo entendí. Aquel muchacho,
poco mayor que yo, se iba a inmolar en un atentado. Y era yo el elegido para
prepararle mental y espiritualmente. «De
cómo le prepares, dependerá si en el último momento accionará o no el detonador,
Dikembe. Y tú Sayyid, escucha bien todo lo que te diga tu imán. Su conocimiento
de Alá es más profundo que el nuestro, no le juzgues por la edad. Sabe que la
guerra santa es la mejor forma de ganar el cielo. Tú entrarás derecho en él y
en breve». Pensé que no había otro más cerca, aunque de los citados yo era
el que no tenía que entrar en ningún sitio, gracias a dios. Lo que no deduje es
lo que se me venía encima. Yo vivía el presente porque no sabía si habría un
mañana. Hoy todavía siento la culpa por ayudar, aunque fuera con engaños, a
perpetrar una salvajada como las que hoy leo en vuestros diarios. No sé si
aquel fanático consiguió lo que pretendía. Eso a mi conciencia le es igual. Es
una herida que jamás se ha cerrado. Y creo que jamás cicatrizará, a pesar de
que, en esa preparación para matar muriendo, más de una vez colé dudas en
Sayyid sin que se diera cuenta de ello. No desistí en que cejara en sus
intenciones. Que yo luchara contra un fanatismo extremo me hizo daño. Se
pusiera como se pusiera Abu Dharr yo no podía aportar nada a su robot. No tenía
Dikembe en aquel entonces demasiada maldad. El pobre estaba tan convencido de
que se iba a ganar la gloria divina y terrenal para él y su familia, como los
nazis lo estaban en que su reich iba
a durar mil años. Los extremos, salvo en la geometría, no son neutros. El día
que se despidió Sayyid le hicimos una fiesta en la que no faltó la oración para
estar en paz con dios, que no deja de ser curioso el asunto. Por supuesto,
todos la encontraron menos yo. Siempre he tratado de apartar el dolor para no
sufrir, así como arrinconaba los malos recuerdos. No me costaba excesivo
trabajo pero, por algún mecanismo desconocido y por esos días empecé a sentir
la soledad. Y con ella se recuperaron los hechos del ayer, hasta el extremo que
el peso que había ganado durante los primeros días de convivencia con los
yihadistas empecé a perderlo, según ellos, porque todo lo sólido que ingería no
tardaba en vomitarlo. El enfermero del campamento me dio unas pastillas para
echar al agua que no sirvieron para mucho. Tan solo cambiaron el lugar por
donde evacuaba lo que comía. Ante los comentarios de los demás argüía que estaba
ayunando en beneficio del mártir. No se me ocurrió otra excusa mejor. Y, la
verdad, esa mentira también me hacía mal pero mi imagen lo agradecía. Me sentía
como un imbécil. Mi cabeza llegó sin mi permiso a la única conclusión posible.
Decidió que tenía que salir de aquella célula malsana y tóxica. Pero, claro, me
dejaba a mí la obligación de llevar a cabo la huida. En definitiva, otro lugar
del que las circunstancias me apartaban. Lo cual sería una constante en toda mi
vida juvenil, como creo ya haberte dicho y tú habrás notado. Pardonnez moi, monsieur, pero la
reiteración es inevitable. Para no hacerlo, antes de escribirte tendría que
leerme todo lo escrito en días anteriores, y ni siquiera guardo copia. Para mi
propia sorpresa no tardó en presentarse una posible ocasión para salir de aquel
lugar y aquel ambiente. Y me la ofreció quien menos creía yo que iba a hacerlo:
Abu Dharr. Tenía que viajar a una reunión y me eligió como salvoconducto. Por
todos es sabido que los terroristas no admiten entre sus fieles ni niños,
jóvenes sí, pero púberes no. Así que ir acompañado de uno le serviría para
ahuyentar sospechas. Si bien, también se haría acompañar por dos de sus
secuaces, pero a distancia. Me dijo que no me olvidara llevar conmigo mi Corán
y la cuartilla con la dedicatoria de mi maestro, que sería él, con lo cual
haría revivir en mi memoria a Abd al-Rahman por simple comparación. Partimos una noche los
cuatro. El y yo como maestro y aprendiz, y los otros dos como desconocidos.
Desde luego que no tenía pensado ningún plan, pero sí tenía claro que no
volvería a ese campamento militar y nocivo. El precio por sobrevivir en esta
ocasión se había convertido en impagable. Si lo conseguía sería un moroso
orgulloso para el resto de mis días. Como muchos de vosotros también formaría
parte de una lista de leprosos que no cumplen con sus obligaciones. Tenéis
razón cuando decís que el dinero llama a dinero, pero se os olvida cerrar la
frase. Deberíais añadir: y la pobreza más pobreza. Si eres pobre no eres nadie
salvo entre los tuyos. Por eso no voto en las elecciones, aunque puedo. Tengo
miedo a equivocarme y votar a quien perjudicaría mis intereses y los de otros
muchos. Pero qué te voy a contar a ti de democracia. Sabes infinitamente más
que yo. Nos crease quien nos crease, nos hizo a todos con los mismos derechos y
los mismos defectos. Es lo único que sé. Un dios no se puede equivocar tanto.
¿Qué diferencia a una cebra y otra? ¿Las rayas? Sí, pero todas son iguales y a
la vez distintas. Eh bien, c'est ça, mon
ami. Incluso si hubiera sido Imana, no hubiera dicho a aquella mujer
estéril que guardara en una vasija las figuritas de barro. ¿Para qué? ¿Para que
estropearan todo lo que había creado anteriormente? Para eso les hubiera dejado
vivir a ellos eternamente que, aun infértiles, no estropeaban nada. No, no les
hubiera dado descendencia, salvo que todos salieran de las vasijas con los
mismos derechos. Estoy seguro de ello. Si no, qué habría que hacer, ¿deshacerse
del los inferiores? Yo he sido capaz de todo, de robar, de timar, de mentir de
blasfemar, de aprovecharme de otros, hasta de matar, pero jamás sería capar de asesinar
a nadie. En eso influyó mi abuela Mayifa en mí con su animismo. Ella veía vida
en todo y no concebía que alguien quisiera eliminar una sola. Le dolía hasta
que alguien echara abajo un árbol sin necesidad. Mis supuestos padres
representan otra opción que no he seguido. No consiguieron que normalizara el
asesinato del hijo de su dios por los propios hombres para salvarlos. ¿Qué
necesidad había? Se da por hecho que un dios quiere a su creación. Eso le
ocurre a cualquier creador sin que sea dios. ¿No crees tú que es ley de vida
que los padres amen más a sus hijos que viceversa? Eh bien, c'est ça, mon ami. Mi caso no sirve. No soy quien para imaginar
todo lo que te digo y siento porque tuve unos padres falsos y no tengo hijos.
Así que, Dikembe, punto en boca. Y menos mal que los hombres de hoy no son como
los de ayer. Aunque muchos no hayamos evolucionado demasiado y sigamos con los
pensamientos y sentimientos como aquellos que organizaron en un principio este
tinglado. ¿Cómo es posible que la ablación todavía se practique? No se necesita
ninguna ley para que resulte una barbaridad, una mutilación sin sentido. Salvo
para convencer del patriarcado o machismo. Llámalo como quieras. También es
verdad que hubo quien se adelantó a su tiempo y criticó este tipo de prácticas
como otras. Como por ejemplo sentirse dueños de Jerusalén o de hacer negocio
con nuestra libertad. Pero a esos opositores al sistema imperante los tomaron
por locos, herejes o genios, que de todo hubo. Como verás me cuesta callarme y
hacer caso a Adama, aun proponiéndomelo. ¡Qué le vamos a hacer! A lo nuestro.
El viaje no tuvo más incidencia que la separación del cuarteto en dos parejas
que se encontrarían donde ellos eligieron. La otra pareja también se desharía
al llegar a destino y ningún terrorista hablaría con el otro salvo fuerza
mayor. Yo, si me lo permites no me cuento entre los extremistas. Supongo que
ellos sí me contaban entre los suyos. Ni antes ni después de la ruptura
hablamos mucho. El asunto era desconocernos. Tan solo me pidió Abu
Dharr que le refrescara la memoria. «¿De
dónde venías, dices?». «De Um Dukhun». «Pues si te preguntan de allí venimos y si
insisten, les cuentas lo que te pasó, pero no digas que me mataron, yo soy tu
maestro y escapamos juntos». Poco más hablamos. Ya nos había dado las
órdenes oportunas antes de iniciar el viaje entre las que se contaba la
prohibición de tocar el bulto que cargaron en Hamal. Tenía que tratarlo como a
mi Corán pero no hurgar en él. Si bien, el motivo de la excursión, según sus
palabras, no nos interesaba y era mejor que no lo supiéramos. Eso sí, fui yo el que marcó las pautas diarias
de la oración. Aunque sólo lo hice el primer día, cuando todavía no nos
habíamos dividido. Al levantarnos al
siguiente, ya solos él y yo, y cuando le dije que íbamos a orar, me
mandó al Yahannam(1)
. Me
recordó quien era el jefe y que ya no había necesidad de animar a nadie. Que él
tenía claro los motivos por los que luchaba y hacía la guerra contra el infiel.
Y sin saberlo, me lo puso más fácil. Si a él le importaba poco su religión, a
mí me importaba menos, aunque puse cara de enfado todo el viaje. Había que
mantener las formas y más con las intenciones que albergaba en mi interior. Me
pasé todo el camino piensa que te piensa en mi huida. Fuga que cuando se
produjo no tuvo nada que ver con los pensamientos tenidos. Tus planes solo
sirven para que rías después al compararlos con la realidad: “Fíjate y yo
pensaba que…”. Tiene narices la cosa. En cambio, no imaginé la ciudad que nos
esperaba. Fue la primera gran ciudad que vi. También sería la primera vez que
viera un teléfono. Nada más divisar la puerta de entrada ya me sorprendió. «Sabes dónde estamos, Dikembe?». No
contesté. «Esto es Abeché. A lo que
venimos no te interesa. De ahora en adelante actúa como si yo fuera tu maestro,
pero no olvides quien soy. Vamos, apretemos el paso, no nos sobra el tiempo. Y
ya sabes, tu carga ni la toques».
Tanta precaución me había mosqueado y más
cuando recordaba que era Hamal el que llevaba todo el peso de la expedición. Su
camello, más enjaezado que el mío solo aguantaba el peso del camellero y un
odre pequeño para el agua. Y no solo eso, sino que cuando cargaron el
enigmático bulto, que parecía una caja, no me dejaron llevar a Hamal junto a la
tienda que se encontraba alejada y vigilada. No hay que ser muy perspicaz para
imaginarse que esa caja contenía explosivos o algo similar. Pero contenía
muerte, seguro. Hoy sé que aquella ciudad chadiana fue capital de un reino
hasta que llegaron los franceses. Yo jamás había visto tantas almas latiendo a
la vez. Y el recuerdo que primeramente me viene a la memoria es mío, siempre es
el mismo: mi aturdimiento según nos adentrábamos en sus calles. Ese
desconcierto llegó a su culmen cuando, ya a pie, llegamos al zoco. Allí se
vendía de todo. Allí se compraba de todo. Allí se hablaba de todo. Allí los
colores eran todos. Me quedé boquiabierto y como una estatua. Abu
Dharr me entregó la cuerda de su camello y se adentró entre el gentío. Pude
seguir con la vista su turbante y cuando se me fue de la vista me subí a una
caja. Después de deambular entre los camellos y los puestos se paró frente a
uno en el que ofrecían alfombras. Miré a mi alrededor, sin perder mi referencia
y distinguí a “uno de los que debíamos desconocer” entre los vendedores de
alfombras. En ese momento, mi atalaya cedió. Y no vi más. Pero el contacto se
había producido. Y no pude observar más porque un anciano me montó un pollo de
aquí te espero porque le había roto la caja de madera. Advertido como estaba de
no llamar la atención no supe qué hacer hasta que me vinieron a la mente aleyas
del Corán, todos referidos al perdón, levanté el libro que llevaba abrazado y
comencé a recitar con voz profunda y monótona: «¿Sabe lo que nos enseña el Corán, buen anciano? Pues el Perdón es debido por Allah solamente a
los que hacen el mal por ignorancia: Sabed que Allah recompensará a quien por tener entereza y resolución es
paciente y sabe perdonar»... Y menos mal que aquel paisano era
musulmán, si no, no sé lo que hubiera pasado. Casi terminó pidiéndome perdón a
mí. Y entonces me di cuenta de la fuerza de la religión, pues la fe de ese
hombre había vencido su ira inicial. Y la cólera es un enemigo ciego y sordo. Aun
así, aquel viejo oyó las palabras del profeta de mis labios. Imaginé que
durante el percance, lo que tuviera que hacer allí mi maestro y mi jefe, ya lo
había hecho. La verdad es que amoscado como estaba no sabía ni papa de qué iba
aquel viaje. Y después de los fantasmas que en mi alma habían habitado después
de mis vivencias con Sayyid y las conversaciones con Khabir,
ya no tenía habitaciones para hospedar más miedos y temores. Estaba vivo, ¿no?
Y seguro de que en aquel viaje tendría como mínimo una oportunidad para
desaparecer.
Más
tranquilo volví a mi asombro ante aquella efervescencia de colores, de ruidos,
de objetos, de animales y de hombres y mujeres que compraban, vendían y
hablaban de sus cosas. Y lo curioso es que no entendía ni la mitad de lo que
escuchaba. Hablaban lenguas de las que no conocía ni su nombre. Sí reconocí el tamashek, el
idioma de los tuareg entre los que mercadeaban con animales. Así me enteré de
lo que podría valer Hamal, pero en moneda chadiana, claro. O sea, que me quedé
como estaba. Ya no me a cuerdo de la cantidad porque yo no sabía contar más
allá del cien, lo mismo me daban mil quinientos que un millón. Me sacó de mis
pensamientos aquello que debía estar yo haciendo: la llamada a la oración desde
las dos mezquitas. Se confundían y para el que no supiera árabe, parecía que la
llamada de un muecín era eco de otro. Fue impresionante ver aquello.
Aproximadamente la mitad de los allí presentes dejaron todos los trabajos que
hacían y se dispusieron a la oración orientados en la misma dirección noroeste.
Eso me lo sabía bien gracias a mi verdadero maestro, el sol me lo indicaba
según el momento del día. Una cosa es ver a dos docenas de orantes en el
desierto y otra observar aquella multitud que, entre otros que seguían
tranquilamente con sus quehaceres, paralizaban toda actividad mercantil y de
cotilleo para acercarse a su dios. Oye, no viene a cuento, pero acabo de oír en
la radio (sabes que casi siempre la tengo encendida) que las veinte familias
más ricas acumulan la misma riqueza que los trece millones de personas más
pobres
(2)
. Si es verdad, ¡joder!
¿no?
Según Dikembe, su último comentario no viene a
cuento. Y tiene razón. Oída la noticia y sin contrastarla me pregunto quién se
hizo eco de la misma, qué economista o político se cuestionó esa desigualdad.
La respuesta es bien sencilla: ninguno. Por un oído nos entra y por otro nos
sale. Y uno no es que sea un revolucionario, pero entendería una revuelta como
la cosa más natural del mundo. ¿Para qué repartir si tengo poco pero más que
tú? Y así vamos subiendo la pirámide hasta que llegamos a los veinte de arriba.
¿Bajar? A nadie le gusta. Así es que, sigamos a lo nuestro, es decir con las
andanzas y tropezones de este caballerete. Ya habrá una ONG que nos lo recuerde
y pasemos de ello.
Después de observar a tanta gente postrarse y
rezar, me di cuenta y les imité. También podían estarme viendo a mí, pensé.
Curiosamente el instinto de conservación fue más fuerte que el de ser libre,
porque en esos momentos olvidé las promesas que me había hecho para no volver
al campamento terrorista. Volví totalmente en mí cuando vi de nuevo a Abu Dharr
dirigirse hacia mí. Tomé conciencia de donde estaba y de lo que pretendía. Pero
aquel no era buen momento. Tenía muy cerca a tres de ellos y el terreno no era
propicio. Si hubiera estado solo quizá, pero confundirse entre aquella gente
con Hamal me hubiera sido imposible. «Vamos
a la mezquita, me esperan». Obedecí cual autómata. Me despedí del viejo como
un buen musulmán y salimos del gran mercado. «Cuando me he arrodillado te he visto de pie». No tuve que mentirle,
le conté lo impactado que estaba y el incidente de la caja. Lo entendió a la
perfección. «Pero hemos terminado los dos
cumpliendo nuestras obligaciones. Era el viejo del que me he despedido». En
esto sí le mentí, porque lo que menos hacía yo mientras ellos rezaban era pedir
a Alá buenaventuras y alabarle. Hablaba eso sí, la mayoría de las veces con mi
abuela Mayifa. Siempre he estado más cerca de ella que de un dios, y más
después de muerta. Seguramente porque ella sea mi diosa protectora. No tardamos
en llegar al pie de la mezquita. Blanca y pura como la que había dejado atrás. Y
lo que es nuestra mente, pensé en los pobres que la pintaban. Reminiscencias
del miedo que había pasado. Y sonreí al darme cuenta de las tonterías que pensada
mientras mi vida pendía de un hilo. Un error mínimo o cualquier despiste me
harían pagar con mi vida todas las mentiras montadas en torno a mi personaje. Me
ordenó descargar el misterioso bulto y dejarlo junto a las puertas
azules de la
mezquita. Cancela que daba acceso a un gran patio donde se alzaba el templo. Al
descargar el fardo a tierra y tocarle por primera vez me di cuenta de que sí,
sí era una caja de madera que pesaba lo suyo. Mi maestro empujó la verja y me
franqueó el paso. Me eché el paquetón al hombro y entramos en aquel recinto
sagrado. Accedimos al interior y, de pronto, me sentí como en casa. Prácticamente
todas las plantas de las mezquitas son iguales. Y allí dentro mientras
caminábamos añoré aquella vida que pude tener de no cruzarse en mi camino
Nadjin. Llegamos a una
habitación y eché la caja al suelo por orden de Abu Dharr. Al poco llegó una
persona que le saludó muy efusivamente. Estaba claro que en aquella estancia
sobraba, que yo solo servía como tapadera en el exterior, y una vez entregada
la misteriosa mercancía, y allí dentro, yo no servía para mucho. No me extrañó
que me echaran, estaba acostumbrado a que me largaran de todos los sitios. En
esos momentos pensé en huir. Correr hasta Hamal y que luego corriera él. Pero
se me vinieron a la cabeza los otros dos “desconocidos”. Seguramente estarían al
acecho, y al loro de su jefe, por si algo se terciaba o se torciera. Me aguanté
las ganas de poner pies en polvoroso y por el contrario, antes de salir, pedí
permiso para subir al minarete. No me lo dieron y tuve que disimular mi miedo
en la sala de oración. Antes me purifiqué en una pequeña fuente con cuatro
caños y no hube de descalzarme porque todavía no había estrenado unos zapatos.
En aquella gran sala, arrodillado y con el movimiento ritual de mi cuerpo,
movía los labios como había aprendido a hacer mientras me quedaba absorto y me
aislaba del exterior. Durante esos trances, a veces, mi abuela Mayifa me
hablaba, me daba ánimos o me reñía por lo que ella creía mal hecho. En esa
ocasión solo me preguntó porqué no había aprovechado para huir. Le contesté que
no sabía el tiempo que iba a tardar aquel mal hombre en salir y le advertí que
había dos más en el exterior. Me amonestó por no habérselo dicho y acabó la
conversación. Si recuerdas, todavía me abstraigo de vez en cuando y pienso en
mis asuntos. ¡Anda que no me preguntas siempre! Pues aquí tienes la verdadera
respuesta, no el gesto que te hago para quitarle importancia. Tenías razón con
tu empeño en que te escribiera y te contara mis correrías de niño y de joven.
Ahora me doy cuenta de la cantidad de cosas que desconoces de mí. Bon, la verdad es que yo tampoco sé
mucho de la tuya a este nivel. Nadie va contando por ahí su historia
pormenorizada, y más si no te preguntan, como hemos hecho tú y yo hasta ahora.
Pero, no te preocupes, no pienso pedírtelo a ti. A mí me basta con rozarnos día
a día y tratar de las cuestiones del hoy y rutinarias que nos preocupan. En
realidad, son las que interesan, aunque las pretéritas sirvan para conocerse
mejor, o para presumir o hacerse el mártir. Cada uno tendrá sus motivos. ¿O no?
Eh
bien, c'est ça, mon ami. Mayifa, en
este sentido, se parecía mucho a ti. Vivía de acuerdo a sus principios, lo
único que se engañaba menos que tú. Cuando salió Abu Dharr de su reunión
secreta me encontró como quería que me encontrara. Pendiente de la entrada de
la gran sala de oración, al verle por el rabillo del ojo, me demoré un rato,
hice unas cuantas inclinaciones más y me levanté. Sabía que él me iba a esperar
en aras del disimulo. Debía aparentar que respetaba mis oraciones, pero en
cuanto salimos de la mezquita me advirtió que no le hiciera esperar más, que su
tiempo era más importante que el mío, incluso, aquel que Alá pudiera dedicarme
a mí. «Quedas advertido, Dikembe. Que no
vuelva a pasar». La última vez que había oído esas palabras en boca de mi
maestro y jefe había sido en el campamento, se las recordaba a otro terrorista
y el oyente acabó con una bala en la cabeza. Fíjate si me tomé el rapapolvo en
serio. Pero, a decir verdad, todos los comentarios que me decían por aquel
entonces me los tomaba así, vinieran de quien vinieran. El miedo siempre estaba
presente. Un temor que no me había abandonado desde que aquel yihadista me
diera el alto aquel aciago día. Me alegré de mi decisión de no salir por
piernas de la mezquita porque, después de la regañina, vi a los otros dos
terroristas, apostados en sendos puntos de la explanada. Cada uno platicaba con
distintos hombres como tanto se suele hacer en esa cultura. Les encanta hablar
en público, pero no al público, ¿me entiendes? Vamos que les vean en esa
actitud, no que les oigan demasiados hombres. Eso las mujeres lo tienen vetado.
No veras por las calles de los países musulmanes muchos grupos de mujeres
reunidas y de charleta. Esa fue una de las cosas que más me chocaron al llegar
aquí, tanto como el grifo en las casas. La presencia de grupos de mujeres por
las calles sin ningún pudor, incluso sentadas en una terraza compartiendo un
café y unas risas. Si bien, en mi país de origen la mujer no puede firmar nada
sin permiso de su marido y las violaciones son el pan nuestro de cada día, no
se llega a los extremos que se llega en la cultura islámica. Una excepción es
el trato que ellas reciben en la cultura tuareg, pero es que este pueblo no
siempre fue musulmán y mantiene muchas de sus tradiciones ancestrales. Lo que
sí tenía claro era que con los que me juntaba no hubieran dado permiso a sus
mujeres ni para parir ante un médico ni aun estando de parto. No sabía donde
nos dirigíamos pero tenía bastante hambre y deseé que fueramos a reponer
fuerzas. Miré un par de veces, como el que mira lo alto del minarete a nuestra
espalda pero no vi ni rastro de nuestros guardaespaldas. Me llamó la atención
la cantidad de casas bajas que dejábamos a cada lado de la calle, unas pegadas
a otras. Desde luego, cabañas de madera no eran, ni tiendas tipo tuareg tampoco.
Todas eran sólidas, del color de la tierra sobre la que descansaban y muchas
estaban dentro de un terreno defendido por una tapia también del mismo color.
En esas, Abu Dharr paró en seco y dijo: «Es aquí». Una puerta verde y pequeña, junto a otra de doble hoja
mucho más grande era nuestro destino. Llamó con la aldaba contra los portalones
con un repiqueteo rítmico y, al poco, se abrió un portillo disimulado en una de
las hojas grandes. Escuché ruidos de cerrojos pero no vi con quien se saludó
Abu Dharr. Cuando comenzaban a abrirse las puertas, se llegó hasta mí y me
ordenó que yo siguiera calle abajo hasta encontrar una puerta de corral pintada
de color azul, como la cancela de la mezquita, y hecha con tablones clavados. «Es la única así en toda la calle. No puedes
equivocarte. Allí encontrarás albergue y alimentos para ti y tu camello, en el
solar. Yo me hospedo aquí. No vengas bajo ningún concepto. Espérame allí, yo
iré cuando pueda y volveremos al campamento». Hube de preguntarle qué era
un solar y me volvió a mandar al Yamaham, como
si él o yo supiéramos donde estaba. Y me insistió en que no pisara la calle
hasta que no me fuera a recogerme o que me atuviera a las consecuencias. Que
sería, como mínimo, al mediodía siguiente. Ni se despidió. Tras él y su camello
se cerraron aquellas puertas. Pero antes de que desapareciera el culo de su camello,
volvió a decirme que todo aquello era por motivos de seguridad, por el bien de
todos. Cada uno de los cuatro nos alojaríamos en puntos diferentes. “Y los
cojones treinta y tres”, como os expresáis aquí cuando no os creéis algo. Intuí
mentira en sus palabras. No tenía que haber vuelto, por eso me escondí en un
recoveco en la fachada de los edificios y esperé. Pronto se confirmó mi
corazonada porque, primero uno y luego otro, llegaron los “desconocidos” y
franquearon el portillo porque ellos venían solos, sin camellos. Y hasta aquí
puedo leer, como dices tú cuando me lees algún documento del trabajo para que
te dé mi opinión. Estoy dispuesto a dar la vida por ti, pero no mis ojos. No sé
el tiempo que llevo escribiendo esta noche, pero me escuecen como nunca. Mañana
te cuento más, tu amigo,
(1VG)
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Yahannam. Infierno musulmán según el Corán. Fuente:
http://www.demonologia.net/el-infierno-del-islam.
(2VG)
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Noticia escuchada en la SER el martes 24 de enero de
2016 en el programa Hoy por hoy.
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Nota tras el comentario de Ligia:
En
un principio, no tenía claro a qué te referías, Ligia. Pero ahora sí. Explico,
a mi manera, aquello que Dikembe relata en esta carta a su amigo José María. Realmente,
el primer conflicto en el que se habla de islamistas
insurgentes es durante la guerra fría, cuando la URSS se involucra en 1978
en la guerra civil afgana, lo que hace que EEUU y Arabia Saudí, entre otros
países, apoyen a los muyahidines
(nacidos como tales en 1970), que, curiosamente, son yihadistas y les envíen
gran cantidad de dinero y armas. Lo que luego, como todos sabemos, se volverá
en contra de USA con el pasar de los años. Algo parecido a lo que ocurrió con
Been Laden. El concepto de “guerra
santa” (la Yihad) está presente desde
el siglo VII a partir del momento en que Mahoma instaura la religión
monoteísta musulmana y, a su vez, un estado colonialista que se expande, como
todos sabemos, por el mundo. Ya desde el año 600 d.C. existe la creencia, entre
algunos mahometanos, de que aquel que muere en su guerra santa tiene ganado el
cielo, por lo tanto también está presente desde entonces la inmolación. Si bien
es verdad que no todos los musulmanes entienden la Yihad como una obligación del buen musulmán, equiparable, aunque
parezca mentira, a orar cinco veces al día. Hay muchas diferencias entre las
cuatro grandes facciones musulmanas: en su mayoría Suníes, Sunitas, Chiítas y
Chiíes. Hasta el extremo de estar también en guerra entre ellos. Realmente
quienes más sufren el terrorismo islámico son ellos mismos. Eso no hay que
olvidarlo, lo que ocurre es que nuestros medios de comunicación, normalmente, solo
hacen verdadero hincapié en las noticias referidas a atentados en el primer
mundo o en Turquía, como mucho. Otros, más lejanos, les ocupan menos. Me he
extendido un poco para defender que esto que vive Dikembe en su edad
adolescente es viable, aunque entiendo (a mí me ocurre) que cuando ubicamos en
el tiempo esa lacra mundial lo hacemos en base a los atentados de las Torres
Gemelas (11/09/2001). En cuanto a las otras dudas, yo creía haber dejado claro que
el narrador había respetado la secuencia de las cartas y que las había
ordenado. Todo lo que el protagonista escribe, salvo cuando habla con su amigo,
el destinatario de las cartas, ocurre en su pasado. Para ayudar a ubicar al
lector diré que en esta carta Dikembe habla de sus doce o trece años. Como se
sabrá más adelante, él no conoce su edad, por eso no puede explicitarse en el
texto. Es un ejercicio que le exijo al lector aunque sea injusto. Gracias y
perdón.