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Entre puntada y puntada
2ª puerta
Después de digerir la involuntaria
visita que había hecho el día anterior a mi historia, en la que me había
encontrado cara a cara con Reme, pensé que, si bien me había perdido el
encuentro con don Quijote, tampoco había estado tan mal aquella pequeña
aventura. Después de todo, nadie se iba a creer que había hablado con Alonso
Quijano, estaba claro. Al fin y al cabo, Reme era producto de mi imaginación y
la vi tal cual era, para algo la había sacado yo de mi corazón. Pero claro, el
loco aquel de Cervantes no iba a ser el genuino, sino ese otro que yo, tras
leer esa novela, había creado en mi imaginación. Total, que me propuse que en
mi siguiente visita el destino iba a ser al mismo lugar y a la misma época que
la vez anterior, y ya que podía elegir, elegiría a Gertru. Y dicho y hecho,
después de comer y sin prisas, guardé la carta de mendrugo entre las hojas de
mi libreta de notas y ésta en el bolsillo trasero del pantalón y hacia el sofá
que me fui. Cuando me vi frente a las nuevas puertas en las que las ranas se
reían de mí, imagino que por el engaño anterior, la roja, la que había visto
echar las gafas de Mendrugo en el gran embudo, saltó a mi hombre y me susurró: “Hoy
le toca a Joselillo, ánimo”. “No”, le contesté según cogía el picaporte de la
puerta verdiblanca, y añadí: “Hoy no me vais a engañar, hoy quiero hablar con Gertru”.
—Buenas tardes, Gertru.
—Buenas tardes tenga usted también, caballero.
—¿Sabe usté quien soy?
—No. Sólo me han dicho que había alguien que quería
hacerme una entrevista. Y como no me explicaba el interés que puedo suscitar
para los demás, pensé que sería por lo único que puede ser. Por ganar aquel
concurso de la radio. Es lo único, digamos público, que me ha pasado. Pero, la
verdad, me parece que fue hace mucho tiempo. En fin, usted dirá, caballero.
—No, no es por el concurso aquel. Yo soy quien ha
escrito el relato de su vida prácticamente hasta que se reencontró con sus
padres aquí, en Madrí.
—Ah. Entonces eso quiere decir que no soy real, que
sólo soy un personaje.
—Sí y no —contesté sin aclarar mucho a mi
interlocutora.
—Se parece usted a mi amiga Susana, sus
contestaciones suelen tener dos vertientes contradictorias —Gertru sonrió.
—Verá, me explico. El sí es porque salió de mi
imaginación. El no, porque durante aquel periodo de nuestra historia, después
del primer cuarto de siglo pasado, había muchas jovencitas como usté y que,
gracias a ellas, nosotros, las personas, somos hoy lo que somos. En definitiva,
estoy hablándole de nuestras agüelas o bisagüelas, como dirían Reme o
Joselillo.
—Pues sepa usted que la palabra agüela esta
registrada en el Diccionario de la
Academia.
—Sí, pero no con el significado de madre de la
madre o del padre del padre de una persona, sino como la Renta de los derechos sobre
préstamos consignados en un documento público. Y, aunque ya no se use esa
palabra, que a mí me parece entrañable, deberían aceptarla en la Academia con la acepción
de abuela.
—En las tres cosas tiene usted razón. Pero una no
sabe cómo tomarse eso de ser su abuela o su bisabuela, si como un piropo o como
una ordinariez por su parte, al llamarme vieja. Porque no lo soy… Todavía,
claro.
—Tómeselo usté como el mayor cumplido que puedo
hacer a una persona, Gertru.
—Muy bien. Así lo haré. Pero me resulta curioso que
me trate de usted y a la vez me llame Gertru.
—Porque para mí siempre será usté Gertru. El usté
es por el respeto que la tengo.
—Bien, pero, ¿y los motivos de este encuentro?
—Es muy sencillo. En cuanto al ámbito personal, el
motivo no es otro que saber de usté. Yo no supe más de ustedes tras acabar el
relato aquella noche en casa de la señora Casta. Y en el ámbito literario, creo
que, por haberme leído, las lectoras se merecen que les cuente cómo les fue a
los protagonistas de mi historia. Por haberme aguantado durante un año
aproximadamente.
—Eso suena a falsa humildad, caballero.
—Sí, perdón. Tiene
razón. Lo cierto es que me siento muy orgulloso, pero la deuda con ellas
es real.
—¿Por qué habla de ellas y no de ellos?
—Por varios motivos, pero el más simple es porque
creo que todas son lectoras, o al menos todas aquellas que han comentado sobre
Entre puntada y puntada. Así se titula el conjunto de entregas.
—Entiendo. Y la deuda también. Accederé por ellas a
esta entrevista, ya que realmente lo que se escribe no nace hasta que es leído.
Al menos eso entiendo yo. Y créame, leo bastante. Lastima que a mi alrededor
las mujeres no lo hagan más.
—Hace bien, porque después de aceptar puedo
contárselo.
—¿El qué?
—Que algunos de esos comentarios de los que le
hablaba versaban sobre usté positivamente.
—Me alegro… Por mí y por usted.
—¿Sabe?, ya he hablado con Reme.
—Sí, lo sé, ella y yo hablamos mucho. Suelo ir a verla
casi a diario. Mis sobrinos me tienen enamorada, y, de paso, echo una mano en
la casa, que ya tiene bastante la pobre con los tres, con Venancio y con madre.
Con ella también cotilleo un poquito. Está muy mayor, ¿sabe? Cada día se apaga
un poquito más. Pero es ley de vida.
—Siempre ha estado ahí, ¿verdad?
—No sé exactamente lo que quiere decir.
—Que siempre ayudando.
—A ver, mi agradecimiento hacia esas dos mujeres,
por suerte para mí, no se acaba. ¿Sabe usted?, hay deudas que son impagables
por mucho que te empeñes. Y a mí, en este caso, me alegra que sea así. Otras,
ya sabrá, hay que pagarlas y salir corriendo.
—Me acaba de dar una lección, Gertru.
—Mire, yo creía que aquí era usted el docto.
—Eso no lo he dicho yo en ningún
momento. Es que ni siquiera lo pienso. Aunque reconozco que por mi forma de
hablar alguien puede pensar que voy sobrado. Realmente esa forma de hablar
esconde mi timidez. Ah, y sus palabras sobre la gratitud me demuestran que don
Mauro no ha podido llevar a cabo con mejor éxito su cruzada.
—¿A qué cruzada se refiere?
—Claro, usté no lo sabe. Es normal. Él
se propuso intentar que su Gertru no perdiera la ingenuidad y la candidez de
cuando tenía diecisiete años.
—Esa es una cruzada perdida, salvo que
te encierren y vivas sola. Pero, parece saber usted más sobre mi vida que yo
misma. Me pregunto qué es lo que quiere saber entonces.
—Nada en particular y todo, diría yo.
—Otra vez vuelve a recordarme las
contestaciones de Susana.
—Es curioso.
—¿Qué es curioso?
—Que Reme también comentó algo
parecido, si no igual. Mire, empecemos por ahí.
—¿Por dónde? —. No, don Mauro no había
conseguido su loable propósito pero, si tenía que ver con la claridad de ideas
y la serenidad que Gertru desprendía, nadie se lo iba a reprochar. Y yo menos.
—Por Reme y por Susana. Se ve a menudo
con su hermana como me ha comentado. ¿Y con su amiga?
—También, aunque no tanto como con mi
hermana. Yo viajo todos los meses a Soria. Ella es maestra en un pueblito cerca
de San Leonardo de Yagüe, Aldea del Pinar, creo que se llama. Me es más fácil ir
a mí que venir a ella. Se escribe frecuentemente con Reme, y, además, yo le
cuento cosas de Susana cuando vuelvo a Madrid, y al revés cuando voy para allá.
No podría ser de otra forma. Pero tutéeme por favor.
—¿Y qué tal tu matrimonio con don Mauro? Tú tenías
tus dudas por la diferencia social y de edad que había entre los dos, ¿no?
—Permítame que en este caso le conteste de una
forma un poco… —dudó—. Atrevida. Perdóneme, pero ¿a usted que le importa?
—Lo siento, sólo pretendo informar a las lectoras.
—Entonces les transmito a ellas que me ha ido bien.
—Gracias, Gertru. Por cierto, ¿te sigue llamando
Getu Juanín?
—Verá, ni él es ya Juanín, ni yo Getu. Eso es ya un
recuerdo, maravilloso, pero un recuerdo.
—Cuéntanos algo de él, si haces el favor —cambié al
plural ya que me pareció mejor preguntar en comandita con vosotras.
—Si le digo que no, va usted a contestarme como
antes. De hecho ha usado el plural para involucrar a sus lectoras. Así que no
me queda otro remedio que contestar. Le diré que es todo un caballero, y que,
tanto su padre, de lo que doy fe, como su madre, esto lo imagino, le dejaron
una gran herencia. Y no me refiero al dinero, claro. Hay muchas cosas buenas
que reconozco de Mauro, pero hay otras tantas que deben ser de Adela, su madre.
—También, supongo, tendrá que ver la educación que
usté le dio, ¿no?
—Gracias.
—Es la verdá. Pero, bueno, de alguna manera tiene
mucho en común con él.
—¿Quién, yo?
—Sí.
—No sé, ¿a qué se refiere?
—A que tiene dos madres, como usté.
—Ahí no está usted acertado, caballero.
—No, no creo. Eso es lo que pretendí.
—Sí, ya lo verá. Él tuvo más suerte que yo porque
no sólo tuvo dos, sino tres. Se olvida de una gran mujer, Servanda.
—Acepto mi equivocación.
—Aunque no sé qué decirle. Lo mismo tuvo peor
suerte, ahora que lo pienso.
—¿Por qué? —pregunté sorprendido por su cambio de
opinión.
—Pues porque dos se le han muerto.
—¿Servanda murió?
—Pero no sin honrar nuestra tierra. Fue una mujer
extremadamente generosa con su vida. Antes de que yo entrara en sus dominios
como reina, ya se había ganado mi respeto, y el roce posterior con ella
solamente hizo que ese respeto creciera. Me enseñó mucho durante nuestra
agradable convivencia. Acaso me acogiera a mí
también como a una hija. Ja, ja —río—. En tal caso, yo también tuve tres…
—Ahora voy a hacerte una pregunta que a lo mejor te
violenta.
—No ha parado de hacerme preguntas impertinentes,
si me lo permite.
—Pero, a mi entender, todas necesarias, Gertru.
Pero ésta creo que lo es aún más —. Ella no contestó en principio y yo alargué
el silencio—. Pero la tengo que hacer.
—A ver, ¿qué preguntita es esa? —me interrogó con
cierto soniquete que no supe interpretar.
—¿La diferencia de situación económica entre tus
amigas, Reme y Susana, y tú no ha sido una traba en vuestra amistad durante
todos estos años?
—Parece mentira.
—¿Qué? —. No supe qué contestar a su propia
respuesta.
—Sí, que me parece mentira que no conozca la
contestación a su indiscreta pregunta. ¿Nos separó a Mauro y a mí?
—Aparentemente no.
—¿Aparentemente? No sé si contestarle.
—Perdona, estás en lo cierto, no lo dudo. No os
separó, como veo.
—¡Ay, madre! Ni lo ha sido, ni lo será, se lo
aseguro. Mire, puedes llegar a ser lo que sea, marqués, ricachón o rey, pero si
te olvidas de donde vienes, de lo que eres, no sabes ni siquiera si has llegado
donde te propusiste y menos donde —. De nuevo me sentí en inferioridad. Aquella
mujer no era la Gertru que yo había imaginado y creado con todo mi cariño.
Curiosamente me contradecía, porque al fin y al cabo tenía yo razón al poner en
boca de don Mauro en el capítulo XVII: “Y tú eres
una señora de los pies a la cabeza”, refiriéndome a ella.
—Touché —respondí y me callé.
—Perdóneme usted el
comentario, pero me está pareciendo un poco torpe a estas alturas de la
entrevista por mucho escritor que sea.
—Es que lo soy, me
refiero a torpe. Me tendrías que ver cómo las paso para sacar adelante
cualquier escrito. Nunca me parece digno de ser leído. Pero, eso sí, aprendo
mucho, incluso a conocer la persona que soy. Es uno de los motivos que me
llevan a escribir. No puedes imaginar la cantidad de cosas que descubres sobre
ti mismo…
—Yo también escribo.
—¿Qué sorpresa más
agradable? ¿Y qué escribes?
—Cuentos para niños.
—Entonces, sabes de lo
que hablo.
—No, a mí no me pasa
eso. Será porque me interesan más los críos que yo misma.
—Otro punto para Gertru
y otra lección para mí.
—Yo esta conversación
no me la tomo como una competición. Bueno, ni esta ni ninguna.
—Yo tampoco, a pesar de
ser hombre, pero no imaginaba… No sé, que fueras más madura que yo. Y más
siendo un personaje creado por mí.
—Vuelvo a estar
perdida, no sé si me está halagando o faltando.
—No hablo en el sentido
de edad, entiéndeme, ni de ti, sino de mí.
—Ah, es verdad, ya me
ha dejado claro quien le importa —. Me sentí ofendido.
—No me gusta lo que
oigo ni el retintín que trae, y tampoco la ironía que noto en tus palabras,
Gertru.
—Perdone. Yo, al
contrario que Reme, no he conseguido mantenerme fuera de la influencia de los
demás. Gracias a Dios, ella sigue siendo quien era. A mí me han cambiado, o he
dejado que me cambien, para el caso da igual. Esa diferencia económica de la
que hablaba usted antes ha jugado en mi contra, ya ve. Como se decía antes, me
he maleado. A mí también me gusta más la Gretru que usted imaginó que lo que hoy soy, pero
no por ello soy peor. Creo que he crecido y mejorado como persona, como madre y
como esposa.
—No estoy de acuerdo,
señora.
—Está en su derecho.
Pero, frente a eso, el dinero de mi marido me ha permitido no dejarme los lomos
para hacerme con un plato de sopa, aunque esa no fuera mi intención al casarme,
como más de uno imaginará. Cosa que, por otro lado, veo normal. Acaso yo
también lo pensaría de otra.
—Sólo una cosa más, si
me lo permites.
—Usted dirá.
—Tus padres…
—Uy, esa historia sí se
merecía ser escrita.
—¿Por qué?
—Verá, mi madre una vez
aquí no quiso separarse de mí. Pero ya conoce a mi padre. Sus animales… No
podía dejarlos allí. Así que se los trajo.
—¡No me diga!
—Como lo oye. Para allá
que se marchó y se los trajo andando. Dos meses tardó.
—Así que Toru y Güe…
—En efecto, vivieron en
Madrid y a cuerpo de rey. Eso sí, mi madre estuvo sin hablar a mi padre un mes.
Se querían más de lo que nunca supieron.
—Queda claro. No la
molesto más, doña Gertrudis. Gracias por recibirme. Tu marido tenía razón, ahora
lo reconozco, te has convertido en una gran persona. Bueno, en realidad lo eras
también de joven.
—Gracias, es usted, muy amable. Y a más ver.
—Adiós.
Gertru se alejó del banco donde estábamos sentados
con una elegancia que no me encajaba con el personaje que arranqué de los
brazos de sus padres para ubicarla en mi relato. Sentí un escalofrío. Me di
cuenta en ese momento de que no le había preguntado por la suerte de Queitano y
su Rubia. Bueno, eso me pasaba por
despistado y por no preparar las entrevistas, y me propuse que no volviera a
pasar más. Así que, saque el cuadernillo y el bolígrafo y lo apunté: “No
olvidar preparar futuras entrevistas”, y lo subrayé. Después desdoblé la carta
de Mendrugo, con curiosidad. “¿A ver que palabra ha elegido esta vez?”. Y como
tenía frío allí, sentado en un banco de la Plaza de Chamberí, la leí en voz alta según pasaba
de cursiva a versal.
—Coso —. Al pasar MC por el salón, camino del taller de costura que se había montado en el piso de arriba me oyó y me miró sorprendida.
—Coso —. Al pasar MC por el salón, camino del taller de costura que se había montado en el piso de arriba me oyó y me miró sorprendida.
—¿Qué coses tú? ¿Qué dices, estás soñando o has bebido?
—No, no me hagas caso —le contesté. Quería que todo
lo que estaba soñando fuera una sorpresa también para ella.