e decía en la anterior que si éramos pocos, parió la abuela.
Por si la aparición de accionistas dispuestos a recibir beneficios diarios no
fuera bastante, al cabo del tiempo recibimos otra sorpresiva visita en nuestro
puesto de trabajo. Eso sí, después de abonar a la autoridad competente las
tasas correspondientes al día en curso, ya que los antiguos y nuevos accionistas
eran incompatibles, como verás. Una horda de unos doce chavales mal vestidos
apareció como tantos otros días entre la multitud de turistas. Pero esta vez
pudimos notar que también eran malencarados porque se acercaban a la carrera
hacia nosotros por lo que pudimos verlos de cerca. Aun así, no imaginé que su
objetivo fuéramos nosotros. Pensé simplemente que jugaban. Por eso me
sorprendió que deceleraban según llegaban a nuestra altura hasta pararse y
rodearnos. Reconocí a uno de ellos porque llevaba un parche en un ojo. Un
muchacho alto, pero menos que yo, y también más joven, preguntó que donde
íbamos. Contesté que habíamos acabado y nos largábamos a casa. Me llevó la
contraria: «Vosotros no tenéis casa aquí».
Me di cuenta por el tono que aquella visita no era de cortesía, ni una fiesta
de bienvenida. Según ellos, habíamos invadido su territorio y aquella ciudad
era suya, no de los extranjeros, fueran blancos o negros. Y añadió, con tono amenazante,
que nadie trabajaba la en calle sin su consentimiento.«¿Y qué queréis?», pregunté como un pardillo. «No somos nosotros los que queremos algo, sois vosotros». Y, en mi
línea, volví a la ignorancia: «Nosotros
no necesitamos nada». E insistió en llevarme la contraria: «Pues nosotros creemos que sí, que necesitáis
protección porque en este barrio hay mucha gente que se dedica a robar, entre
otras cosas». Pensé que no había mal que por bien no viniera, y le repliqué
que defensas ya teníamos, y que me refería, ni más ni menos que a la policía, a
quien pagábamos religiosamente todos los días las tasas municipales. Y,
entonces, me replicó con algo que no terminé de entender: «¿Y tú, de qué guindo te has caído, chaval?». Y como no terminé de
comprender sus palabras, me las explicó: «¿A
quién crees que rendimos cuentas nosotros, a mocosos como tú? ¿Dónde crees que
termina la mayor parte del dinero de los turistas?». Me quedé de una pieza.
«Yo pago esas tasas desde que era así».
Y puso la mano, separada del cuerpo, a la altura de su cadera, con lo que
dejaba claro la antigüedad de su aportación a la nómina policial. No sé qué le
hizo saltar a Adama, pero el caso es que me dio un golpe en el hombro y con voz
bien clara me ordenó: «Allons!(1)», y luego les mandó a ellos a
la mierda. Me repitió la orden y el golpe, esta vez en el brazo y nos pusimos
en marcha. Tuvieron que dejarnos pasar porque Hamal no entendía de barreras
humanas ni de amedrentamientos. Y el mocetón nos avisó con una advertencia
acabada en insulto: «Vosotros lo habéis querido,
imbéciles». Nos alejamos unos pasos y vimos como nos adelantaban a la
carrera. A mí, como siempre me toca recibir, aunque creo que fui elegido por
ser el más corpulento, un macarra me dio una colleja al pasar. Macarra es una
palabra que usan tus hijos, yo si no la conociera, hubiera usado “rufián” o
“granuja”. Me quedé con el mamporro y con la explicación que me dio mi amigo
sobre el acto que yo consideraba de valentía: «Ya tenemos bastante con dos parásitos como para alimentar a una docena,
no te jodes». Pero Adama esta vez se equivocaba. Y no es que nosotros no
tuviéramos bastante, eran ellos quienes no tenían suficiente porque estaban
obligados a repartir entre más de los que eran, como nosotros. En contra de lo
que pudiera parecer, nada cambió durante los siguientes días. Aquella vida se
convertía en rutinaria según avanzaba el tiempo. Y, a pesar del parásito
policial, nuestras arcas se llenaban sin que supiéramos el valor que
atesorábamos. Adama tenía problemas con el rulo de billetes. Se hacía cada vez
más difícil de esconder en el cuerpo. Así que optó por lo más sencillo,
dividirlo en dos. Sin mediar palabra me entregó uno atado con un cordel. No
teníamos bolsillos ninguno de los dos. Las aberturas de las chilabas eran eso,
simples cortes para dejar acceder a las prendas que se visten debajo. Es lo que
tiene la ropa barata. Así que tuve que optar por guardar el rollo de billetes
en las alforjas que cargaba normalmente Hamal. Eso sí, sin que nadie me viera.
En cambio Adama se lo guardó donde solía, en la entrepierna, por no detallar
más. Él sí tenía calzoncillos, yo no. Ya empezaba a pensar un poco las cosas y
todo me parecía coser y cantar. Nos levantábamos, nos desayunábamos los tres,
porque Monami seguía nuestro régimen de comidas, y nos despedíamos de un
contento chucho que disfrutaba también de su libertad. A veces, al volver a
nuestro rincón, encontrábamos restos de pequeños animales que cazaba y se
llevaba a comer a nuestra casa. Adama le reñía por lo guarro que era porque él
se encargaba de limpiar lo de todos. Y, ahora que me doy cuenta, creo que mi
amigo hablaba más con el perro que conmigo. Y es llamativo que solo hiciéramos
amistad con un animal en aquella singular comunidad de vecinos. Después
llegábamos a la explanada, nos poníamos de acuerdo con Bakaye y
comenzábamos la representación. Y si salía algún paseo lo dábamos y luego
pasábamos por la tienda, comprábamos y a comer. Y luego a jugar, a pasear y a
cenar. Esa era nuestra usanza diaria. Y nos gustaba a los cuatro. Incluso
animamé a Adama a acompañarnos algún día, hasta que nos acostumbramos a salir
por parejas, el chucho y él, y yo con mi inseparable camello. Nunca se nos
ocurrió, fíjate qué raro, hacer una sesión vespertina. Y, la verdad, no sé
porqué. El caso es que las dedicábamos a jugar con nuestros dos animales. Ahora
es fácil de encontrar el motivo, pero siendo todavía unos críos no reconocíamos
las ganas de jugar que aún nos asistían, a pesar de todo. Teníamos esa edad tan
difícil en la que encuentras apoyo en tu pandilla, solo te reconoces en ella y
la defiendes a muerte. Y nuestro grupo era de cuatro, dos humanos y dos
animales. Aunque camello y perro jamás se hicieron el mínimo caso. Como te
decía todo iba sobre ruedas. Hasta que un mediodía no salió a recibirnos
Monamí. No nos extrañó demasiado porque, a veces, llegaba él después de
nosotros, pero en esos casos, echamos de menos su alegría al vernos. Nos
gustaban a los dos sus carreritas entre nosotros, sus cortos ladridos, su meneo
de cola y sus saltos. Bromeábamos y le decíamos que saludara también a Hamal,
pero ni se le acercaba. Para él no existía y nosotros nos reíamos y le
acariciábamos e insistíamos en que le hiciera alguna alharaca al camello. Ese
día, al no salir a nuestro encuentro tardamos menos en llegar al rincón donde
preparábamos la comida y descansábamos. De hecho no guisábamos, volcábamos las
alforjas sobre una estera y cada uno cogía lo que quería, salvo los dos
animales. Monamí esperaba pacientemente a que Adama o yo le echáramos algo,
hasta las raspas del pescado salado se las comía. Pero no, aquel fatídico
mediodía ni comeríamos, ni descansaríamos. Encontramos al pobre Monami sin
vida, suspendido por el cuello de una cuerda que pendía de un saliente y con un
grotesco parche en un ojo. Práctica extendida por muchos países cuando los galgos
por ejemplo ya no les sirven a los cazadores, y no me refiero al parche. Adama
y yo nos miramos. Sabíamos perfectamente qué había pasado. Descolgamos al
pequeño animal y le enterramos. Esa tarde no nos movimos de allí. Ni tampoco
hablamos. Teníamos un problema y los dos sabíamos la solución. Había poco o
nada que decir y solo una cosa que hacer. Bastaría con ampliar la plantilla de
parásitos al día siguiente y compartir con ellos nuestros ingresos. Adama y yo
queríamos quedarnos en Gao. Allí habíamos encontrado algo más que trabajo, es
más, habíamos llegado a tener una vida corriente con obligaciones y todo. Y,
aunque nos doliera en el bolsillo, también habíamos encontrado seguridad y
protección. De donde veníamos no podíamos pedir más. Dentro de aquel cuadro
nunca habíamos vivido mejor sin perder toda nuestra libertad y nuestra
dignidad. En fin, que también sabíamos que al día siguiente los asesinos de
Monamí serían los primeros que viéramos al llegar a la explanada. Eso estaba tan
claro como el agua de manantial. Y con esa certeza y tristeza, por la falta de
las correrías de despedida del enterrado, comenzamos otra jornada laboral. Y,
efectivamente, cuando llegamos frente a la mezquita ya nos esperaban. Al vernos
venir, deshicieron el grupo y se colocaron en semicírculo cerrándonos el paso.
No les evitamos, sabíamos que más tarde o más temprano debíamos enfrentarnos a
ellos. Les hubiera sobrado, pero nos informaron, perdón por el eufemismo, que
el siguiente sería el grandote, aunque les costara más. Explicación del jefe
que hizo reír a sus secuaces. Salvo que nos aviniéramos a razones, según ya nos
habían dejado claro. Y tragamos, no nos quedaba otra. Esa mañana, y muchas más,
trabajamos sin ninguna alegría, desganados. Hasta Hamal, que ni entraba ni
salía del asunto, se despistaba en más ocasiones de las normales durante la
representación. La ausencia de Monamí la notamos en todo. Y en particular en nuestro
ánimo y en el engorde de los rulos de billetes. Aparte que ya sabía que este
mundo se ceba con los más débiles, y no me refiero solo a mi amigo y a mí,
también a esos caraduras que abusaban de nosotros, fui consciente de la
dependencia emocional que había desarrollado hacia Hamal y, por supuesto, hacia
Adama. Volvía a tener una familia y no había caído en ello hasta que la vi
peligrar. Por eso, antes de la muerte del perrillo, me había descubierto más de
una vez feliz. No echaba de menos a mi abuela Mayifa, ni se me aparecía en
sueños o en vigilias. Y no me dolía no acordarme. Eso me daba la medida de mi
ánimo. Volvieron los días grises a pesar del sol. La falta de ilusión los
pintaba de oscuro. Hasta que reaccionamos un poco, aquellos días no nos
ayudamos mucho Adama y yo. En todo caso cada uno era el reflejo de la tristeza
del otro. Pero a todo aquel que pisotean llega un momento en el que se revela.
Después de la etapa de aceptación de la realidad, viene la de reflexión y
después la de rebelión. El ser humano está dotado para sacar fuerzas de
flaqueza y soluciones de frustraciones. Nos vinimos arriba. Lo contrario hubiera
sido aceptar todo y quedarse a vivir en un mundo en el que solo existes tú,
como en el universo de los autistas. Así, una mañana que siguió a una consulta
nocturna, corta pero provechosa, nos despertamos y empezamos la mañana como la
solíamos acabar. Nos fuimos a la tienda e hicimos acopio de alimentos que no se
estropearan ni que hubiera que cocinar. Si bien también compramos en otra
tienda una pequeña cacerola. Trabajar prácticamente para unos parásitos nos
había quemado hasta el extremo de romper la baraja porque éramos nosotros los
únicos que jugábamos. Ya no perdíamos tanto. Iban a ser ellos quienes echaran
de menos nuestro trabajo. Nosotros podríamos hacerlo en cualquier otro lugar
más limpio y justo que Gao. Que le dieran al guía, que le dieran a los policías
y que les dieran a los asesinos de Monamí. ¡A la mierda trabajar para ellos! El
tendero, informado de que nos íbamos, salió a la puerta a despedirnos. No
solamente dejábamos atrás mala gente. Fue él quien puso la nota de humor ese
día: «Y no creáis que me engañasteis
el primer día. Fue una inversión que me salió bien». Y nos explicó que los
clientes se hacen de muchas maneras y una de ellas era dejándose robar. Aquel
hombre, como casi todos, sabía más que yo, y me arrepentí de haber hablado con
él solo de turistas. Tomamos rumbo norte por una carretera asfaltada, pero
llena de arena, que serpenteaba entre las dunas y las plantas punzantes, las
preferidas de Hamal al que dejamos hacer. De alguna manera nos alejábamos
satisfechos al imaginar la cara de frustración que policías y ladrones pondrían
ante nuestra ausencia injustificada. Aunque en el fondo, no sabíamos quienes
eran unos u otros. Esto también lo aprendí durante aquellos días en el que
alguno discurrió feliz. La ambigüedad del papel que cumplimos en cualquier
sociedad es más que evidente. Y de nuevo en el Sahel. La frontera con el
desierto si viajabas hacia el norte como nosotros hacíamos. Los dos sabíamos
que en esa dirección estaba el Edén, aunque también éramos conscientes de que,
para llegar a él, teníamos que pasar dos infiernos muy diferentes: el desierto
y el mar. Habíamos comprado también dos pellejos para el agua, y así nos
llevábamos los cuatro a reventar. Y tanto Adama como yo, éramos maestros en el
arte del racionamiento. Yo había aprendido el valor del agua de los tuaregs. Él
no lo sé, pero tampoco importaba mucho porque el desequilibrio entre su consumo
puede llevar a dos personas a matarse en aquellas circunstancias, igual que su
falta haría morir a los dos. Y eso, al menos, lo teníamos ganado. Y esa armonía
en su dispendio fue el motivo por el cual llegaríamos a triunfar, si es que se
puede considerar triunfo lo conseguido. Éramos tres quienes tirábamos de
nuestros sueños, aunque solo soñáramos dos. Y quien no los tenía era quien más
fuerte tiraba. Por ello le estábamos tan agradecidos. Cada uno llevaba su
carga, y cuando no podías no se la echabas encima al otro, sino que ese otro te
ayudaba a soportarla. Desde luego, aquel era el viaje que había emprendido en
las condiciones más ventajosas. Agua, comida, camello, ilusión, objetivo,
compañía y amistad. ¿Qué más podía pedir? Eh bien, c'est ça, mon ami, que a pesar de dejar atrás una vida
estructurada y cómoda a los tres días de la huida de Gao no me arrepentía de
haberla dejado atrás, a ella y a sus miserias. Y recordé que más me había
costado abandonar la posibilidad de volver a ver aquellos ojos con los que
todavía soñaba esporádicamente. Según avanzábamos se esfumaba la poca humedad
que el entorno atesoraba por el río Níger. Si podíamos beber de pozas o en las
aldeas que encontrábamos a nuestro paso, lo hacíamos y respetábamos los odres
que volvíamos a llenar. Hamal se encargaba de llenar sus propios depósitos, no
había que decírselo. Veía algo raro en sus andares, no le di importancia. Creí
que eran cosas mías. Pero al día siguiente le vimos cojear. Entonces nos
preocupamos. Miramos la pata que le fallaba y después de compararla con la otra
llegamos a la conclusión de que estaba inflamada. Al apretar allí donde
apreciamos el bulto, el animal dolorido soltaba una coz al aire. Era la primera
vez que le veía reaccionar así, y también fue la primera vez que Adama dijo una
obviedad: «Le duele ahí». No sabíamos
qué hacer. Y no hicimos nada. Eso sí, dejamos que el camello descansara un par
de días y no notamos empeoramiento. Nos pusimos en marcha para ver si nos
cruzábamos con alguna aldea para buscar ayuda. En todos los pueblos, asentamientos y campamentos había alguien
que atendía y entendía de camellos. Es como aquí pero si te refieres a un coche. ¿En qué pueblo no hay un taller mecánico? Eh bien, c'est ça, mon ami. Y por suerte, lo que cambia la vida, nos dimos con un tuareg al que le contamos el problema y nos guió hasta su campamento, adonde regresaba. Pensé que sería mucha casualidad que me encontrara con Fahdag y su familia, así que no me preocupé. Llegamos ese mismo día y fuimos bienvenidos. Disfrutamos de la hospitalidad de los hombres del desierto, que es mucha, y contamos nuestro problema, bueno, el de Hamal. Enseguida el amghar(2) mandó llamar a un tal Almahamoud quien podía ayudarnos. Un anciano, que andaba muy despacio, vino y nos escuchó. Me fui con él y me dijo que llevara mi mehari junto a su tienda. Una vez allí me ordenó que diera una pequeña vuelta, «y no te alejes mucho que no veo bien»,
para que él observara cómo caminaba Hamal. Así lo hice, despacio, y sin alejarme, como él quería. Al llegar otra vez junto al anciano, revisó la pata mala y me ordenó esperar. Se metió en su tienda y yo me quedé de charleta con el animal. Le prometí que le curarían. El viejo tuareg apareció acompañado de una joven que cargaba una bolsa más grande que ella, pero que parecía pesar poco. La muchacha aparentaba seguir las indicaciones de su mayor. No entendía todo lo que hablaban, pero sí el sentido general de la conversación. Cuando Almahamoud pidió a su nieta Takama leche de camella, esta dijo que se había acabado, y aquel se contrarió. Entonces, yo me ofrecí a ir a por ella y ordeñar a la camella, si es que me lo permitía, claro. Que solo cogería la que él me indicara. Y que lo haría con mi amigo. Pero no hizo falta que interviniera Adama, pues fue la joven quien me acompañó porque ellos tenían tamadent(3). Nos costó lo suyo extraer de aquella madre el resto de leche que su hijo le había dejado dentro después de mamar todo el día, pero conseguimos llenar un pequeño cuenco. Cuando regresamos Almahamoud ya tenía un calderín al fuego en el que vertió parte de la leche y dejó que llegara a cocer. Después fue pidiendo a Takama hierbas que ella sacaba de la gran bolsa y las echaba en el pequeño puchero. Acabado el condimento, esperamos y la nieta y yo entramos en conversación, cosa que no habíamos hecho durante el tazek(4) mientras su abuelo nos miraba interesado. Le conté mi estancia entre los de su raza, pero omití que fuera esclavo y el accidente de Itri, de ahí que supiera hablar y entender un poco su idioma. Tanto me enrollé que Almahamoud me previno de que si hablaba así, todo el mundo sabría por allí que había sido esclavo. Me dejó de una pieza y, por supuesto, sin habla. Cuando creyó oportuno retiró del fuego el puchero y lo dejó sobre la arena. Dio a beber a su nieta el resto de la leche junto a la orden de guardar con sumo cuidado todas las hierbas. Y usó el cuenco vacío para verter en él, con ayuda de un tizón, parte del espeso guiso. Dejó que se enfriara un poco. De vez en cuando metía un dedo en la contrarrotura y movía la cabeza negando. Cuando por fin afirmó, pidió a Takama algo que no entendí y esta sacó un trozo de piel de la talega y se la entregó. La piel de cabra tenía una forma curiosa: un centro ancho y cuadrado de cuyos extremos salían dos piezas largas y finas. Vertió sobre la parte ancha el contenido del cuenco y me preguntó si el mehari me obedecía. Le contesté que sí. «¿Cuánto?», preguntó. «Todo», respondí muy ufano. Y me explicó como podría curarse la pata de Hamal. No podía estar de pie ni sentado, por lo que debía tumbarse de lado. Y a mi orden lo hizo. Cuando estuvo en esa posición, un tanto incómoda para un camello, me indicó el curandero que debía envolver con la venda la pata enferma y que procurara que la cataplasma tapara la hinchazón. Y así lo hice. «Y átaselo bien fuerte. Tienes que ser capaz de mantenerle tumbado dos días. Veremos si es verdad esa obediencia ciega». No nos movimos de su lado durante ese tiempo. Si no era Adama quien estaba despierto y acariciándole la cabezota, estaba yo contándole cosas de mi abuela Mayifa. Nunca oí a Adama hablar tanto, aunque ni yo ni Hamal escuchábamos sus palabras. A nosotros nos atendió Takama de la misma forma, es un decir. Nos procuró leche, un guiso de mijo caliente y dátiles. Aquella chica era un ángel. Después del primer día Almahamoud se me acercó y me dio una especie de joya que colgaba de un cordón muy largo. Me dijo que había mandado hacer algún tiempo atrás algunos amuletos para animales con el fin de que les protegieran. Que lo colgara al cuello de mi mehari. Le tuve que explicar a mi amigo que los tuaregs son muy supersticiosos y llevan amuletos para todo, que si no se había fijado. «No me fijo en eso. Solo en las miradas que te echa Takama», me contestó y se rió. Pero a mí no me hizo gracia porque el sentimiento que yo tenía hacia esa muchacha era de gratitud, nada más. Sin ningún incidente de importancia, conseguimos que nuestro camello guardara reposo el tiempo prescrito por Almahamoud. No hizo falta que le insistiera mucho para que se levantara, el pobre lo estaba deseando. Y tardó poco en sentirse seguro sobre las cuatro patas. Takama, a las órdenes de su abuelo, dibujó una gran circunferencia en el suelo con una rama delante de nosotros. Tomó la jáquima y comenzó a desfilar con el camello sobre la circunferencia dibujada. Todos observamos la mejoría de Hamal, aunque sus pasos todavía no eran armoniosos, apenas cojeaba. «Otro día de descanso y ya estaría bien. No hace falta que se tumbe, solo que no ande». Conseguí que se sentara sobre su tripa y volvimos a turnarnos Adama y yo para que no se levantara. Aunque, durante los turnos de mi amigo, lo hizo más de una vez y tuve que echarle una mano para manejar al bruto. A cambio habló él con Almahamoud para concretar el precio de sus servicios. Y nos sorprendió que no hubiera deuda que pagar. Acostumbrados como estábamos a apoquinar por todo, incluso por respirar, nos deshicimos en agradecimientos. Takama nos dejó claro que no era un asunto personal: «Mi abuelo nunca cobra por sanar a ningún animal. Él dice que es su obligación, que sin ellos un tuareg no puede ser tuareg. Que la vida es un regalo que hay que cuidar». Mientras Hamal terminaba de recuperarse decidimos hacer un regalo al anciano. Y visitamos al herrero. Entre los tua-
regs son ellos quienes crean las joyas y los amuletos. Luego un morabito o un imán los bendice y así los dotan de poderes protectores. Es su cultura. Igual que los cristianos portan al cuello la cruz para que les proteja del demonio, o una medalla de cualquier advocación de su virgen bendecida por el Papa. En el fondo, nuestros miedos nos igualan.
que atendía y entendía de camellos. Es como aquí pero si te refieres a un coche. ¿En qué pueblo no hay un taller mecánico? Eh bien, c'est ça, mon ami. Y por suerte, lo que cambia la vida, nos dimos con un tuareg al que le contamos el problema y nos guió hasta su campamento, adonde regresaba. Pensé que sería mucha casualidad que me encontrara con Fahdag y su familia, así que no me preocupé. Llegamos ese mismo día y fuimos bienvenidos. Disfrutamos de la hospitalidad de los hombres del desierto, que es mucha, y contamos nuestro problema, bueno, el de Hamal. Enseguida el amghar(2) mandó llamar a un tal Almahamoud quien podía ayudarnos. Un anciano, que andaba muy despacio, vino y nos escuchó. Me fui con él y me dijo que llevara mi mehari junto a su tienda. Una vez allí me ordenó que diera una pequeña vuelta, «y no te alejes mucho que no veo bien»,
para que él observara cómo caminaba Hamal. Así lo hice, despacio, y sin alejarme, como él quería. Al llegar otra vez junto al anciano, revisó la pata mala y me ordenó esperar. Se metió en su tienda y yo me quedé de charleta con el animal. Le prometí que le curarían. El viejo tuareg apareció acompañado de una joven que cargaba una bolsa más grande que ella, pero que parecía pesar poco. La muchacha aparentaba seguir las indicaciones de su mayor. No entendía todo lo que hablaban, pero sí el sentido general de la conversación. Cuando Almahamoud pidió a su nieta Takama leche de camella, esta dijo que se había acabado, y aquel se contrarió. Entonces, yo me ofrecí a ir a por ella y ordeñar a la camella, si es que me lo permitía, claro. Que solo cogería la que él me indicara. Y que lo haría con mi amigo. Pero no hizo falta que interviniera Adama, pues fue la joven quien me acompañó porque ellos tenían tamadent(3). Nos costó lo suyo extraer de aquella madre el resto de leche que su hijo le había dejado dentro después de mamar todo el día, pero conseguimos llenar un pequeño cuenco. Cuando regresamos Almahamoud ya tenía un calderín al fuego en el que vertió parte de la leche y dejó que llegara a cocer. Después fue pidiendo a Takama hierbas que ella sacaba de la gran bolsa y las echaba en el pequeño puchero. Acabado el condimento, esperamos y la nieta y yo entramos en conversación, cosa que no habíamos hecho durante el tazek(4) mientras su abuelo nos miraba interesado. Le conté mi estancia entre los de su raza, pero omití que fuera esclavo y el accidente de Itri, de ahí que supiera hablar y entender un poco su idioma. Tanto me enrollé que Almahamoud me previno de que si hablaba así, todo el mundo sabría por allí que había sido esclavo. Me dejó de una pieza y, por supuesto, sin habla. Cuando creyó oportuno retiró del fuego el puchero y lo dejó sobre la arena. Dio a beber a su nieta el resto de la leche junto a la orden de guardar con sumo cuidado todas las hierbas. Y usó el cuenco vacío para verter en él, con ayuda de un tizón, parte del espeso guiso. Dejó que se enfriara un poco. De vez en cuando metía un dedo en la contrarrotura y movía la cabeza negando. Cuando por fin afirmó, pidió a Takama algo que no entendí y esta sacó un trozo de piel de la talega y se la entregó. La piel de cabra tenía una forma curiosa: un centro ancho y cuadrado de cuyos extremos salían dos piezas largas y finas. Vertió sobre la parte ancha el contenido del cuenco y me preguntó si el mehari me obedecía. Le contesté que sí. «¿Cuánto?», preguntó. «Todo», respondí muy ufano. Y me explicó como podría curarse la pata de Hamal. No podía estar de pie ni sentado, por lo que debía tumbarse de lado. Y a mi orden lo hizo. Cuando estuvo en esa posición, un tanto incómoda para un camello, me indicó el curandero que debía envolver con la venda la pata enferma y que procurara que la cataplasma tapara la hinchazón. Y así lo hice. «Y átaselo bien fuerte. Tienes que ser capaz de mantenerle tumbado dos días. Veremos si es verdad esa obediencia ciega». No nos movimos de su lado durante ese tiempo. Si no era Adama quien estaba despierto y acariciándole la cabezota, estaba yo contándole cosas de mi abuela Mayifa. Nunca oí a Adama hablar tanto, aunque ni yo ni Hamal escuchábamos sus palabras. A nosotros nos atendió Takama de la misma forma, es un decir. Nos procuró leche, un guiso de mijo caliente y dátiles. Aquella chica era un ángel. Después del primer día Almahamoud se me acercó y me dio una especie de joya que colgaba de un cordón muy largo. Me dijo que había mandado hacer algún tiempo atrás algunos amuletos para animales con el fin de que les protegieran. Que lo colgara al cuello de mi mehari. Le tuve que explicar a mi amigo que los tuaregs son muy supersticiosos y llevan amuletos para todo, que si no se había fijado. «No me fijo en eso. Solo en las miradas que te echa Takama», me contestó y se rió. Pero a mí no me hizo gracia porque el sentimiento que yo tenía hacia esa muchacha era de gratitud, nada más. Sin ningún incidente de importancia, conseguimos que nuestro camello guardara reposo el tiempo prescrito por Almahamoud. No hizo falta que le insistiera mucho para que se levantara, el pobre lo estaba deseando. Y tardó poco en sentirse seguro sobre las cuatro patas. Takama, a las órdenes de su abuelo, dibujó una gran circunferencia en el suelo con una rama delante de nosotros. Tomó la jáquima y comenzó a desfilar con el camello sobre la circunferencia dibujada. Todos observamos la mejoría de Hamal, aunque sus pasos todavía no eran armoniosos, apenas cojeaba. «Otro día de descanso y ya estaría bien. No hace falta que se tumbe, solo que no ande». Conseguí que se sentara sobre su tripa y volvimos a turnarnos Adama y yo para que no se levantara. Aunque, durante los turnos de mi amigo, lo hizo más de una vez y tuve que echarle una mano para manejar al bruto. A cambio habló él con Almahamoud para concretar el precio de sus servicios. Y nos sorprendió que no hubiera deuda que pagar. Acostumbrados como estábamos a apoquinar por todo, incluso por respirar, nos deshicimos en agradecimientos. Takama nos dejó claro que no era un asunto personal: «Mi abuelo nunca cobra por sanar a ningún animal. Él dice que es su obligación, que sin ellos un tuareg no puede ser tuareg. Que la vida es un regalo que hay que cuidar». Mientras Hamal terminaba de recuperarse decidimos hacer un regalo al anciano. Y visitamos al herrero. Entre los tua-
regs son ellos quienes crean las joyas y los amuletos. Luego un morabito o un imán los bendice y así los dotan de poderes protectores. Es su cultura. Igual que los cristianos portan al cuello la cruz para que les proteja del demonio, o una medalla de cualquier advocación de su virgen bendecida por el Papa. En el fondo, nuestros miedos nos igualan.
No había pensado nunca lo que afirma tan
rotundamente Dikembe: “nuestros miedos nos igualan”, y ahora
que lo hago no me parece desacertado, aunque yo matizaría que el temor que nos
iguala es el neurótico, aquel en el que no se corresponden la intensidad del
miedo con la intensidad del peligro. Estoy seguro que, cuando bombardeaban los
nacionales Madrid, allá por 1936, se refugiaban personas de opiniones
contrarias dentro de las estaciones de metro. Pero tenían una cosa en común: el
miedo aprendido a las bombas. Eso lo reconocemos todos. Es un argumento más a
sumar para aquellos que defendemos que todos compartimos las mismas emociones,
las mismas pasiones, las mismas miserias y los mismos secretos y deseos, en
mayor o menor grado, salvo los enfermos, como los psicópatas, aquellos que no
sienten empatía. Por lo tanto todos tenemos los mismos derechos. Verlo de otro
modo incluso confirma esta realidad, porque aquellos que ven en un extranjero,
en un negro o blanco, en un homosexual alguien diferente a él o una amenaza, lo
hacen precisamente por miedo (neurótico), porque les quitan el trabajo, porque
les asusta tener nietos morenos, porque temen que la procreación retroceda… Habrá
todo tipo de motivos, pero siempre estará presente el miedo y la respuesta
exagerada ante el peligro de que todos los inmigrantes sean violadores, por
ejemplo. Y yo soy de los que pienso, por mis experiencias, que el miedo
(neurótico) es uno de los peores consejeros que tenemos a la hora de juzgar
cualquier hecho o situación. No así como respuesta ante un peligro real y
proporcionado que nos da una posibilidad de actuar. Un miedo, cualquiera que
sea, no puede ser meditado, ha de ser sentido. Y, simplemente, el racismo hay
quien lo argumenta.
Te
preguntarás cómo pagamos al herrero. Pues verás. ¿Te acuerdas de las dos
monedas que me sobraron en Salal cuando me regalaron los pepinos? Pues
resultaron ser de plata. Antes de elegir algo en la tienda del herrero le
dijimos que tan solo disponíamos de un bloque de sal y de esas dos monedas. A
pesar de lo sucias y mugrientas que estaban, el artesano reconoció en ellas la
plata con las que estaban acuñadas. Aunque no sé qué valoró más, si la plata o
la sal. Curiosamente la sal y el agua tienen el mismo valor en el desierto. Porque
el elemento sólido permite retener el elemento líquido, además de aderezar las
comidas. Y los nómadas aprecian mucho ese condimento. Por lo cual pudimos
elegir dos amuletos en forma de joyas, uno para el abuelo y otro para la nieta.
Y la verdad es que acertamos. Vimos más alegría en los ojos de Almahamoud
cuando dimos el presente a su nieta que cuando se la ofrecimos a él. Y por esa
característica de su cultura, la superstición, nos lo aceptó, porque de no
hacerlo el bien que le hubiera provocado tenerlo se volvería en su contra al
rechazarlo. Así que en la elección del regalo también acertamos. Nos hubiera
rechazado cualquier otro obsequio. Esto último nos lo aclaró una agradecida
Takama que no tardó en lucir el colgante, en despedirse y en buscar a sus
amigas. Si los miedos nos igualan, como ya te he dicho, las pasiones también,
pero igualmente nos pierden. Por seguridad nos quedamos en el campamento tuareg
tres días más a cuenta de los regalos, supongo, porque Almahamoud dejó caer que
podíamos quedarnos a su cargo todo lo que quisiéramos. Adama siguió jode que te
jode con los comentarios sobre las miraditas de la nieta, a los que sumó
también otros sobre las sonrisitas que se dibujaban en los labios de sus amigas
cuando el grupito me miraba. Él decía que la hospitalidad del abuelo no solo se
debía a su voluntad, que más bien estaba basada en la de su nieta. Pero el caso
fue que a nuestro camello le vino fenomenal el descanso. Al cuarto día había
que quitarle la contrarrotura y ya debería haber desaparecido la hinchazón. Y
en consecuencia la cojera, que no apreciábamos porque no le dejábamos andar. Y
así lo hicimos. No tocamos ni vimos hinchazón alguna, y al apretar la zona
Hamal tampoco soltó una coz. Ya ni cojeaba ni nada. Andaba como antes y la inflamación
había desparecido por completo. Incluso jugué con él por la tarde y advertí que
corría sin cortapisas. Si no hubiera sido así se me hubiera presentado el peor
dilema que se le puede plantear a un camellero. Pero no fue el caso, y con la
cura de Hamal se me quitó un gran peso de encima. No me cabía en la cabeza
tener que matarle, como se hace con cualquier animal cojo. Por ello salimos
hacia el norte alegres, liberados y acompañados de Hamal. Según nos alejábamos
más de Gao y del campamento tuareg más presente se hacía el desierto. La arena
pasó a ser más fina y monocolor y las matas desaparecieron. La sequedad del
aire nos obligaba a hidratarnos más frecuentemente, pero redujimos la cantidad
de cada toma. Y lo peor: aparecieron las tormentas de arena. Llevábamos varios
días sin ver un alma y tampoco sabíamos donde estábamos, como le pasa a mucha
gente sin necesidad de que esté en el desierto. Pero a nosotros no nos
importaba ni una cosa ni la otra, estábamos más preocupados de mantener nuestra
dirección gracias al sol que nunca faltaba a su cita. Nunca tuvimos prisa más
que cuando nos tocaba huir. No como tú, mon
ami, que no te deja vivir la premura. Acaso por relajación, por las
condiciones del desierto, por no forzar a Hamal o por las tres cuestiones, un
grupo de jóvenes, tan negros como nosotros, nos alcanzó. Venían de Gao y
pusieron nombre al siguiente punto de nuestro caminar: Tamanrasset, aunque lo
hicieron en un francés muy particular, aunque francés al fin y al cabo. Nos
pusimos a su paso, por ir acompañados y yo, en particular, por hablar un poco.
Como comprenderás, en una caminata por el desierto, se agradece la compañía. Tú
también habrás notado alguna vez que entre los caminantes se crea una
complicidad particular. Por la calle no saludas a nadie que no conozcas, pero
durante una marcha por la sierra, saludas a todo al que te encuentras. Es
curioso. Uno de aquellos chavales llevaba la carta de un hermano que le animaba
a emprender el camino de Francia e incluso le informaba de los pasos que debía
seguir para conseguirlo. Caminaríamos juntos hasta aquella ciudad en la que
ellos vivían y que todavía hoy es un punto clave para los migrantes. Nos
contaron que allí residían también las mafias que manejaban el negocio de los
desesperados. Allí conocieron y conocerán muchos la ruta y la forma de cruzar
primero el desierto, luego el norte de África y por último el mar mediterráneo.
Unos irán a Italia, otros a España y también muchos a Francia. Todas las noches
aquel muchacho leía en voz alta aquella sobada y sabida carta. Era como la
oración que cerraba la jornada y en la que todos participábamos. Otros oraban
cinco veces más cada día. El resto, por respeto, les esperábamos. Aquella
pequeña sociedad nos creo un problema. Algunos teníamos ciertos víveres, pero otros no. Tanto Adama como yo sabíamos
que aquella desigualdad produciría tensiones y mal rollo entre los integrantes
de aquella panda de jóvenes. Con el agua no existía ese problema, cada uno
cargaba y se abastecía de la suya. La administraba como quería y todos lo
sabíamos hacer. Adama, gracias a la información que nos suministraron, calculó
que si minimizábamos cada una de nuestras raciones e incorporábamos una
tercera, también reducida, al final del día, tendríamos bastante para no pasar
necesidades ni penurias antes de llegar a la ciudad donde, de una u otra
manera, podríamos hacernos con alimentos. Y como en todas las casas dicen que
se come, aunque no sea verdad, yo voy a cenar, porque hoy puedo y tengo hambre.
Mañana te echo al correo esta y ya seguiré con la historia que tanto te
interesa. Un saludo,
(1)
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¡Vamos!, en francés.
(2)
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Jefe de un campamento
tuareg o bereber.
(3)
[↑][Volver] Rebaño en idioma tuareg
(tamasheg).
(4)
[↑][Volver]
Ordeño en idioma tuareg
(tamasheg).
Imágenes 1 y 2. Foto bajadas de www.unaantropologaenlaluna.blogspot.com
Imagen 3. Foto bajada de www.famsf.org
Maldita forma de someter a alguien, amenazas y asesinato del pobre Monami... Qué triste!! Espero que cada vez tropiecen menos con gente así... Abrazos y hasta la próxima entrega.
ResponderEliminarSe tienen que tropezar con todo, como todos. Gracias, Ligia, un saludo. JC
EliminarQué susto se llevó el pobre con la herida de Hamal. Y bueno, bien mirado, el que les obliguen a salir "pitando", al menos van viajando y conociendo lugares.
ResponderEliminarHasta el lunes J.C.
Ya te digo, van a hacer más kilómetros que la tartana del tío Perico, ja, ja. Hasta el lunes. Gracias, Varinia. JC.
EliminarEl consuelo que me queda es creer que todo se paga en esta vida y que las cosas pasan por algo. La temporada en Gao quizá les sirvió para aprender a no permitir que nadie más abuse de ellos...
ResponderEliminarEspero las nuevas andanzas =)
Besitos
Par desgracia, Amanda, au8nque eso lo sepas, a veces no puedes hacer nada. Pero a`prender, seguro que lo han aprendido. Un beso y gracias. JC.
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