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Entre puntada y puntada
Puerta 6
Después de mis anteriores experiencias
con los batracios graciosos llegué esa tarde a la biblioteca de Mendrugo y
compañía con muchas precauciones. Al preparar la entrevista con Venancio me
propuse no hablar nada con ellas, vamos, ni saludarlas. De ahí mi sorpresa al
no tener que morderme la lengua al llegar ante las cinco puertas que me
quedaban por abrir. Las ranas estaban en la siesta y habían colgado de los
pomos de las puertas donde lo hacían el clásico cartel hotelero, estos en forma
de rana, que rezaba: “NO MOLESTEN, GRACIAS. PLEASE, DO NOT DISTURB. PRIER DE NE
PAS DERANGER”. Pero me fumé un puro y abrí la más concurrida pensando en
Venancio. ¡Anda y que las zurzan!, pensé al cerrar de un portazo tras de mí.
—¿Qué me mira?
—Perdone, pero no le imaginaba tan corpulento. En
mi imaginación usté era fuerte, alto, pero no tanto.
—Pues si conociera a mi hermano... Él si que es
alto.
—Sí, si le conozco. En su caso José puede
sorprender cómo ha estirado. Pero la corpulencia de su hermano no tiene nada
que ver con la suya, Venancio.
—No crea. Él es Ulecia al noventa y nueve por
ciento, el resto, es decir, la altura, sí es de los Lázaro, y mejorada. Yo, en cambio,
soy Ulecia ciento por ciento sin mejorar nada. Mi madre decía que era clavadito
a mi padre. Y, la verdad, físicamente, aunque me duela reconocerlo era igual
que tío Eliseo.
—Dejemos a la familia aparte de momento. ¿Quiere un
café?
—No, mejor un chocolate, el café no me gusta.
Gracias.
—Creía que no le gustaba el dulce.
—Hasta en eso he cambiado. Ahora me pirria el
chocolate, y más calentito, con este frío…
—¡Camarero, por favor…! Un chocolate. Caliente. Gracias.
Bueno, ¿qué tal? ¿Cómo le va?
—Bien, dentro de la que cabe. A otros les va peor.
Mi trabajo no tiene ya na que ver con la huerta. Ahora llevo las cuentas de una
empresa bajo techo y sin fríos que atenacen las manos. Otra vez gracias a don
Mauro. Aquéllos que perdimos la guerra no sólo pagamos con las vidas de los
compañeros muertos y asesinados, también con la humillación y la renuncia a
nuestros ideales.
—En realidad no he vivido esa situación, pero creo
entenderle. Me educaron en una dictadura.
—Entonces sí, algo entenderá.
—¿Sigue beligerante, Venancio?
—No. El miedo y la presión diaria del ganador no me
dejan que vuelvan a aflorar esos sentimientos que en un principio me
movían. Ahora, la única forma de vivir con uno mismo es asumir la derrota,
mirar para otro lado y luchar por tu gente. Yo jamás iría a otra guerra ni
aunque me aseguraran que la iba a ganar. Y menos tan alegremente como fui a
ésta.
—Bueno, no hablemos más del tema. Ya he aprendido,
al hablar con sus familiares y amigos, que la herida de la guerra sigue
abierta. Y no me lo cuestione porque sé perfectamente de qué hablo. Ya sabe
usted de donde y de cuando vengo. Además, me interesan otras cosas de usté.
—Por mí, encantado. Pero va a ser difícil hablar de
otros asuntos. Ahora el Generalísimo, la bandera con el águila de San Juan, el
yugo y las flechas tiñen de azul
falangista hasta el ambiente de los hogares. Fíjese que mi hijo mayor tararea
en casa el jod… Perdone, el Cara al sol. Lo canta cuatro veces al día, como
todos los niños y niñas españoles que van a la escuela. Es más, está convencido
de que Santiago apareció por la batalla del Ebro y la ganó —sonrió Venancio
amargamente—. ¿Y a ver quién le saca de esas historias? Bien está que se ceben
en nosotros, pero que por tu culpa, aunque defiendas tu verdad, hagan sufrir a
un hijo… Espero que la vida me permita, no ya sacarle de su error, sino
contarle mi verdad y que la pueda entender. Pero, ahora no. No podría soportar
las consecuencias.
—¿Usté nunca pudo ser niño, verdá?
—¿Y eso quién se lo ha dicho?
—Sí, es verdá que me lo han comentado, pero yo ya
lo sabía cuando perfilé su personalidad.
—Pues se equivocó, amigo, ¿sabe? Pude ser niño
durante año y medio, que yo recuerde. Hasta que desapareció padre. Pero no me
acuerdo de mucho antes de aquello. Me acuerdo más, por desgracia, de la
siguiente etapa, de la que, desde luego, no me gusta hablar. Ya la recuerdo
suficientes veces.
—Lo supongo. No debió ser nada agradable.
—No, no lo fue. Lo único positivo que saqué fue que
nuestro sufrimiento, el de José y el mío, nos unió de una forma especial, que
para nada justifica lo que nos ocurrió. Sobre todo a él.
—Pero usté consiguió que, a pesar de todo, él sí
tuviera infancia. Tardía, pero que la viviera plenamente.
—Afirmar que fui yo solo quien consiguió eso, sería
mentir y estar ciego. No sabría decirle quien de toda la familia fue el más
responsable de que José fuera un Joselillo feliz y educado. Acaso don Mauro
porque aportó su generosidad. O acaso la señora Casta que fue a quien se agarró
José cuando se hundía después de perder a madre. Ella tiró de él con todas sus
fuerzas, y aún la sobraron para tirar de todos los demás. No sé, ¿acaso
importa? Porque don Zacarías también hizo lo suyo, y la señorita Paulita, y mi
Reme y la Gertru. En
aquel barco nadie se negaba a remar.
—Tiene razón, Venancio. Mi pregunta ha sido
estúpida, pero yo le encomendé a usté esa misión y la llevó a buen puerto.
Aunque he de reconocer que otros, siguiendo su símil marítimo, armaron el
barco, lo pilotaron y remaron. Si la importancia que uno se quita es sincera,
los demás se la damos multiplicada, como es su caso.
—No es mi intención. Mire, yo soy de poco pensar.
No soy como José, pero sí me he dado cuenta de que cada uno de nosotros
reconoce lo que los demás hicieron en aquella época tan jodidamente difícil,
pero, por el contrario, nadie es consciente de aquello que él hizo por los
demás. Y no deja de ser curiosa la situación, ¿no le parece?
—Sí, así es. A mí también me da qué pensar.
—Me alegro. Creía que era el único que lo veía así,
aunque no lo había comentado con nadie hasta ahora. Es usted el primero. ¿Pero
a qué viene esa cara de duda? ¿No me cree, me miente?
—No, no. O sí, no lo sé. No pongo en duda su idea y
sí la comparto. Totalmente. Ha interpretado mal mi gesto de duda. Mi vacilación
no les involucra a ustedes. Estaba titubeando sobre lo que yo había conseguido
transmitir con el relato.
—Ah, porque lo que le contaba creo que
está muy claro. Y más si ya ha hablado usté con todos ellos.
—No, con todos no.
—Fíjese, incluso Antón, con el que
luego trabajé un tiempo, aunque sería mejor decir por mi parte, del que aprendí
mucho durante un tiempo, tampoco dio importancia a lo que hizo, aunque sí era
consciente de que algo había cambiado en la relación con don Mauro. Fueron,
precisamente los novios quienes le hicieron ver la importancia y el valor de
sus actos. Y, madre mía, lo que sufrió ese hombre para que Gertru se reuniera
con sus padres. Eso, sólo lo sabe él. Y supongo, aunque en menor grado,
Rogelia, su mujer. ¿Sabe que Rafa, su hijo, trabaja con José?
—No, no lo sabía. Pero me alegro de las dos cosas
—al ver la cara de extrañeza de aquel hombretón, se lo aclaré—. La primera porque
se conocen y tratan, y la segunda porque los dos tengan trabajo —. La cara de
sorpresa de mi entrevistado desapareció—. Además es lo que pretendo, conocer
más de ustedes.
—A mí, ni me importa ni me interesan sus
pretensiones, caballero, pero en mi humilde opinión si marginara a Antón y no
le incluyera en estas entrevistas dejaría este relato cojo.
—Lo cierto es que lo estuve dudando durante un
tiempo, pero al final decidí en la dirección que usté comenta.
—Hace bien, si no su historia y la nuestra quedaría
tan coja como mi Reme, que, por cierto, ya me había puesto sobre aviso de usté.
—Veo que también se lo toma con humor, como ella.
—Tengo unas buenas maestras, ¿no cree? Tendría que
oír a mis dos hijos mayores cuando Reme los lleva al colegio. Desde el “vamos
mamá, que no llegamos” del mediano, hasta al “mejor te vuelves ya, si no, no te
va a dar tiempo a hacer la comida, ja, ja, ja” del mayor. Estas chufas le
pueden ayudar a hacerse una idea de cómo les ha educado. Porque uno reconoce
que los malcría. Es ella la que lleva el peso de los tres. Bueno, de los
cuatro.
—Según me contó, eso mismo opina ella, que usté los
malcría.
—Pues si habla así de mí sin estar yo delante ya
hablaré esta noche con ella —dijo con una sonrisa cariñosa Venancio.
—Como varón que es usté, ¿recuerda el primer beso
que dio a Reme?
—No, tiene razón al incluir esa premisa un tanto
impertinente a su pregunta. Los hombres no recordamos por lo general esos
detalles. Nos importa más el hecho en sí en el momento que se produce. Luego
queremos más y se nos olvida el cuando y el donde.
—Para definirse como una persona de poco pensar, no
sé, parece no verse tal cual es.
—Ha de tener presente que casi todas mis
comparaciones las hago teniendo a José como referencia, y no sé si usté conoce
cómo le llamamos.
—Sí, el listillo de José.
—Entonces está to dicho. Y volviendo al tema
anterior, ellas sí recuerdan. Mi Reme al menos, porque yo, la verdá, no he
conocido otra moza. Ella se sabe todas las primeras veces. Yo no macuerdo de
ninguna. No sé de cierto si les pasa a los demás matrimonios lo mismo, pero
según lo que cuentan mis compañeros en el trabajo, me da la impresión de que
sí.
—¿Cree a día de hoy que la mujer y el hombre tienen
los mismos derechos y obligaciones?
—Lo aprendí durante la República y la guerra.
La vida de una mujer vale lo mismo que la de un hombre. Reme, azuzada por
Susana —Venancio volvió a esgrimir una sonrisa cariñosa— ya me planteó ese
tema, aunque a mí, la verdá, ni me preocupaba ni me ocupaba. Había otras
necesidades que atender. Sólo le diré que sí, pero que del dicho al hecho hay
mucho trecho. Y lo digo por mí, que quede claro. No por nadie más.
—Oiga, una cosa que no tengo en el guión, ¿hablan
alguna vez de la señá Pe y de su hermana?
—Menos de lo que se merecen. Pero sí Pepita y
Paulita, aunque no siempre están presentes en nuestras conversaciones, si están
en nuestras mentes y en nuestros corazones, sobre todo en los de Gertru y mi
Reme.
—¿Qué fue de Huerta Baja?
—¿No se lo han contado todavía?
—No, la verdá es que no lo he preguntado.
—Ahora es donde viven Gertru y don Mauro. Nos
compraron la huerta a José y a mí, y se hicieron su casa. Pero, en invierno,
siguen viviendo en Españoleto.
—¿Y qué sientes cuando vas allí y ves tu tierra?
—Aquello ya no se parece en nada a una huerta. Pero
nos alegramos, no hubiera podido caer en mejores manos, se lo aseguro.
—¿No os costó deshaceros de ella? Por la niñez, los
recuerdos y eso.
—Aunque nos traía buenos recuerdos, otros no lo
eran tanto, así que tampoco nos costó venderla, aunque nuestra intención fue
entregársela como regalo de boda tardío, porque en el momento en el que
contrajeron matrimonio, José y yo sólo pudimos regalarles un ramo de flores.
Pero no aceptaron. Don Mauro mandó hacer una tasación y, en base a ella, nos
pagó. Ya le conoce.
—Y ahora, por favor, cuénteme algo sobre Cirilo y
Carmina. Usté fue quien más convivió con el matrimonio del segundo izquierda.
—Sí, es cierto. Ellos también me ayudaron y yo no
les he mentado antes. Soy un desagradecido. En fin… Son… Una pareja diferente,
diría yo. No he conocido dos personas más diferentes y obligadas a entenderse…
—¿Obligadas a entenderse?
—Sí, sí, señor. Por amor. Se profesan un gran
cariño. En ella es más notorio, porque cuando está sin él, no hace más que
alabar sus virtudes. Él es más prudente, pero su mirada le delata. Cuando
sientes un inmenso cariño por alguien, como dice mi Reme, es fácil reconocerlo
en los demás. Ah, se me olvidaba, y sepa que Carmina al final no me cobró las
clases por las que llegué a leer y
escribir y que me permitieron asimilar y desarrollar lo que Cirilo me enseñó a
su vez a un céntimo la clase. Todavía se lo está echando en cara Carmina. Que
si vaya caradura, cobrar a Venancio, que si patatín, que si patatán —la sonrisa
cariñosa volvió a las labios de Venancio—. Ya conoce usté a esa singular mujer.
Yo le diría que son las personas, que conozco, que más luchan individualmente
por quererse. A Reme y a mí no nos cuesta tanto. Ni convivir, ni querernos.
Aunque tampoco es que mi conocimiento de ellos sea muy, muy íntimo, ¿entiende?
Pero como no tienen dobleces… Lo que sí sé de cierto es el cariño que nos
tenían a todos. No es gente mediocre, se lo aseguro.
—Bueno, ¿Y qué fue de la Perla ? Llegué a sentir
cariño por ese animal y tengo curiosidad.
—¿Qué cree usté que pasó? Lo que a todos nos
pasará.
—Ya, no me diga más.
—La
Perla fue un símbolo muy importante para José y para mí.
¿Sabe que fue un regalo, quizá el único, que padre hizo a madre. Y lo sabíamos,
madre no paraba de contárnoslo. “Así que esa es vuestra solo”, decía. Y eso era
lo que representaba para nosotros. Primero nos recordaba que habíamos tenido un
padre, sobre todo a José. Después de la muerte de madre, pasó a ser lo único
que nos quedó propiamente de ellos, aparte de los apellidos. Huerta Baja, ya
venía de antes y de otros. Quien no ha convivido con una animal, quien no le ha
contado sus penas y alegrías no sabe el cariño que se le puede tener a una
bestia. Nosotros, sobre todo yo, dependimos mucho de esa borrica. Y qué me dice
del gesto que tuvo Manolo el Garzo… Ve, otro que se portó como es debido con
nosotros. La desaparición de ese animal afectó más a José. Yo, por aquel
entonces tenía sólo una cosa en la cabeza, él. En cambio, José ya no tenía
preocupaciones más que las propias de un crío, por eso le llegó más dentro la
pena. Ahora tiene una perrita, bueno, eso es mucho decir, porque Perlita pasa
más tiempo en Huerta Baja, bueno, en casa de Gertru que en la suya, sobre todo
en primavera y verano. Realmente es un juguete para todos.
—Llegó su suegra a dominar el aparato de radio.
—Bueno, no sabe usté. Y que no se lo tocara nadie.
Mira que quiere a sus nietos, a Lorencita la adora, aunque su preferido es su
tocayo, Casto. Pues ni a ellos les deja siquiera que la toquen. Y menos a
nosotros, los mayores. ¿Sabe que nos dice? Que no sabemos usarla, que lo único
que sabemos es subir y bajar el volumen. Y no le falta razón a la mujer. No la
pudieron hacer mejor regalo sus hijas., desde luego. La sigue oyendo en su
habitación todos los días. Nosotros tuvimos que comprar otra, no le digo más.
Eso sí, todos los días me pide que se la ponga en alto sobre dos palomillas en
la paré de su alcoba, que comparte con mi pequeñaja. Yo la digo que no, que
entonces siempre que necesitara encenderla o apagarla se tendría que levantar.
Lo hemos hablao mi Reme y yo. Creemos que quiere evitar que los chicos tengan
tentaciones de tocarla, pero mire usté, eso la distrae a ella y así aprenden
los críos a respetar las cosas. Anda y que los regañe y que ellos aprendan.
—¿Y ya sabe para lo que sirven todos los botones?
—No, ni ella, ni nosotros. Sólo maneja lo que le
enseñamos y nos critica. La rosquita, como dijo en su momento mi Reme, todavía
macuerdo, la rosquita del volumen. La otra se la dejó Reme colocada y no la ha
vuelto a tocar. Bueno, ni ella ni nadie —por enésima vez en esa entrevista la
cariñosa sonrisa volvió a aparecer en su cara. Aquel hombre había decidido bien
cuando eligió el amor al odio.
Lo poco que ocurrió después en la entrevista ya no
tiene la menor importancia, así que os lo evito. Nos despedimos como amigos. Aquella
personalidad tan clara y contundente me atrapó y alimentó mi esperanza de
tenerla algún día. Me levanté y pagué en caja el café y el chocolate. Pregunté
por el retrete y me indicaron. Me estaba orinando. Descargué mi vejiga y salí a
lavarme las manos en el otro pequeño habitáculo. La puerta de acceso se abrió y
me golpeo. Escuché un “perdón”.
—Creía que estaba vacío y venía con prisas, lo
siento —. Me pegué al pequeño lavabo e invité a pasar al desconocido.
—Entre, entre —. Y para mi sorpresa me vi en mi
salón con las manos húmedas.
Lo primero que hice fue secarme las manos y según
lo hacía pensé en lo que pensaría aquel pobre hombre que tenía las mismas
prisas que yo unos minutos antes al ver desaparecer así el obstáculo para
cubrir sus necesidades biológicas. Algo había fallado en el tinglado que había
montado Mendrugo y sus ranas. Busqué la respuesta del yerro en el único sitio
que podía, en la carta de Mendrugo. Y lo encontré. No era un error porque en el
“recuadro al uso” y al pie de la carta todavía, de forma intermitente y con
cambios de colores, se podía leer “ENTRE”.
Ya me estaba poniendo nerviosa esperando a Venancio... Por el letrero que tocaba hoy, me pensé que tendríamos a Carmina... pero bueno, la entrevista de Venancio también ha estado buena, por lo menos se ve que es gente agradecida y eso me gusta. Ay, esas ranas!! Hasta la próxima. Abrazos
ResponderEliminarUno de mis tantos errores, jaja. Antes de Carmina, va Susana ya que te atreves a pronosticar, jaja. Gracias, Ligia, un abrazo, JC.
EliminarComo siempre Mari Carmen, un relato estupendo.
ResponderEliminarUn beso
Muchas gracias. Otro beso, JC.
EliminarVenancio, una persona de los pies a la cabeza, no tiene nada que desmerecer de los otros personajes.
ResponderEliminarAbrazos y hasta el lunes.
Desde luego que no, es fiel reflejo de las personas sobre las que se basa cualquier sociedad, sin ellas no sería posible avanzar. Se les llama de muchas formas: ciudadano de a pie, ciudadano anónimo, hombre gris. Yo le he llamado Venancio. Un abrazo, Varinia, y gracias, JC.
EliminarUn excelente relato. Gracias por visitarme, Besos
ResponderEliminarGracias a ti, Abril. JC.
EliminarUna gran persona Venancio, y agradecido como a mi me gusta, la gente agradecida que no se pasa la vida echandose flores, si no mas bien lo que quiere es pasar desapercibido, pero que no olvida a ninguno de los que le han ayudado.
ResponderEliminarYa si estoy al día, se acabó el retraso...
Besos.
Chary :)
Me alegro, de verdad, parece que estoy en tensión hasta que te pones al día, jo. Un abrazo, JC
EliminarBonita entrevista!!! Acabo de ponerne al día y la verdad es que nos haces imaginar hasta esa taza de chocolate calentita, ummm... Gracias. Besos y Feliz semana😘
ResponderEliminarGracias a ti, Mar. Un beso, JC.
EliminarBuena entrevista la de Venancio, un tipo bonachon y muy agradecido de todo lo que le ayudaron, sin olvidarse de nadie.
ResponderEliminarbesos.
Gracias Rubí, un beso, JC.
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