lunes, 31 de octubre de 2016

CAP. 25 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Andanzas y tropezones de Dikembe Biyombo


odríamos decir, y no mentiríamos mucho, que desde aquel momento, Adama y yo no nos separaríamos. Y en aquel montículo nos saludamos sorprendidos tanto el uno como el otro. Le participé mi extrañeza por verle sin sus amigos, pero nada le dije del mal aspecto que tenía. Su contestación no me aclaró nada, pero ya te adelanto, aunque algo sepas, que este nuevo y eterno amigo me contaba, y me cuenta, sus cosas cuando él quería y no cuando a mí me venía bien o preguntaba. Bon, el asunto es que me dijo: «Sí, al parecer soy el único que puede salir de aquí». Otra de sus características, que conocería con el tiempo, sería que intentaba no hablar nunca de los demás, aunque podríamos incluir en esos demás a él mismo. Es decir, hablaba pocas veces y cuando lo hacía no le sobraba palabra alguna y, normalmente, tampoco la razón. Puede pasar por mudo ante muchas personas durante mucho tiempo sin esfuerzo. En nuestro anterior encuentro ya habíamos simpatizado, y en aquel momento también notamos la buena predisposición de estar juntos sin estorbarnos. Desde luego no llevábamos el mismo camino, eso era evidente. Pero sin mediar palabra y sin proponérnoslo tiramos por la calle de en medio y nos pusimos a andar a la par, después de que yo me apeara de Hamal. Llevábamos ya un buen rato de caminata cuando me comentó que no tenía comida, aunque no hubiera hecho falta porque ya lo había notado. Me ofreció la poca agua que llevaba. Tomé sus parcas palabras como una disculpa por no tener más que eso, por lo que no rechacé el trago ofrecido. Después de beber le dije: «Tú el agua, yo las bayas», y las saqué y compartí con él. Las comimos en silencio y sentados en la arena. Durante ese día noté cómo cambiaba la percepción que de él me llegaba. Por la noche caí en la cuenta. Echaba de menos esa alegría que le salía por los poros de la piel y por los ojos cuando nos conocimos. Ahora sus ojos solo emanaban tristeza. No le pregunté el motivo porque seguramente todo eran imaginaciones mías. Si quería ya me contaría sus cuitas. Y si no, a mí que me importaba. Aunque si hubiera tenido un espejo a mano, con solo mirarlo hubiera encontrado la misma mirada que me intrigaba. Pero, por suerte o por desgracia, yo no era consciente de mi situación, de nuestra situación: dos chavales con un camello en medio de África. Hace poco he oído en la radio la historia de Abdul(1), un muchacho que con quince años, o menos, comenzó su aventura hasta llegar a España. Ha llegado a cruzar hasta diez países. Pues bien, si te digo que me ha sorprendido, ¿te lo puedes creer? Pues no te miento. Pocos hubieran apostado por él o por nosotros, ahora que tenemos la posibilidad de apostar por cualquier hecho o evento. Por ejemplo, ¿cuál será el último ministro imputado por la justicia española? Pero dejemos el hoy que todos lo vivimos. Nosotros, lejos de estas opciones por no tener app acta para camellos, seguimos en silencio y con nuestro andar después de comernos las bayas. Dejaré para otras misivas las historias que me contó Adama. Más que nada porque he de reunir todos los recuerdos, anécdotas y reflexiones que, en un acto extraño en él, me relató sin cronología y con tantas pausas y silencios que tengo que inventarme o deducir un hilo conductor para que sus palabras tengan sentido. Sus relatos fueron como cuentas de un collar roto y desordenado en el tiempo. Igualmente, tampoco sería hoy capaz de respetar el orden en el que me fueron relatadas. Dudo de que yo fuera el destinatario de su narración. Creo que el suyo fue un ejercicio de introspección en voz alta. Jamás me ha hecho una pregunta o un reproche. En algún sentido es el amigo perfecto: no molesta, no incomoda, no critica y con sus silencios te hace pensar. Bien es verdad que no le conozco otro amigo. Y no sé qué pensar. Acaso no deba hacerlo quien, aun doblándole en amigos, se queda en el siguiente guarismo al uno. Aquí tienes material para elucubrar. Perdona, sé que ese verbo no es de tu agrado. Así tienes material para reflexionar. No llevaba en cuenta las jornadas que llevábamos compartidas. Las decisiones parecían tomarse solas. No es que coincidiéramos en todo, pero no discutíamos ni dialogábamos por nada. ¿No entrábamos en las aldeas?, pues no entrábamos y en paz. ¿Dejábamos la senda?, pues seguíamos tras campo. Tampoco es que nos diera igual, pero no cuestionábamos la decisión del otro. Tan solo recuerdo una vez que con un mohín me pidió que le esperara. Estábamos cerca de un poblado y llevábamos sin probar bocado día y medio. Me extrañó la petición, pero consentí con otro gesto. Cuando vi que se dirigía hacia la aldea le ofrecí a Hamal a voz en grito. Ni se digno en volverse ni en contestar, con lo que di por desestimado mi ofrecimiento, porque oírme me había oído. Esperé toda la tarde con retortijones de tripa y eructos continuos y desaboridos. Cuando ya me hacía a la idea de que no aparecería, distinguí su silueta contra el sol que ya se ponía. Venía cargado con una talega que me entregó junto con un puñado de palabras: «Yo ya he comido». Abrí el saco y atisbé su contenido. Nunca había visto tal cantidad de alimentos diferentes salvo en las mesas de mis amos. Hasta había un ave asada. Sorprendido le pregunté con la mirada. «Un querido», contestó. Sigo sin creerme la implicación de su respuesta. No tendríamos nunca problemas, ni por la comida. Siempre comíamos lo mismo. Había como un acuerdo tácito entre los dos. Si la comida era escasa nos conformábamos con la mitad de poco. Y cuando ayunábamos, también lo hacíamos a la vez. El nuestro fue un matrimonio perfecto y dentro de los cánones católicos: “En la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad, y así amarte y respetarte todos los días de mi vida”. No teníamos que sacrificar nada por el otro, por ello no había facturas que pagar. La comida de la talega nos duró bastante y el agua tampoco nos faltó en ningún momento. Felices no éramos, la lucha diaria no nos dejaba tiempo. Pero desgraciados tampoco, por la misma razón. Eso sí, desde que llegara de su excursión, Adama andaba raro, como escocido. No le pregunté porque yo sabía lo que era andar mal por una herida o una molestia en los miembros inferiores o en la espalda, o entre ambas partes. El dolor, cuando no tienes analgésicos es mejor olvidarlo. Camina que te camina, teníamos que llegar a algún sitio. Al menos eso pensaba yo. Y llegamos. Una tarde paramos de andar relativamente pronto. Adama necesitaba orinar y lo hizo de espaldas a mí sobre una piedra que cambió de color después de que acabara de jugar con el chorro. No sé porqué, pero al ver otras cuatro piedras muy bien dispuestas, me senté y eché un trago de agua. Y como quiera que él hizo lo mismo con esfuerzo y mala cara hasta que encontró la postura, allí nos quedamos, encarados y ante el ocaso de nuestro sempiterno compañero diurno. Y así, en silencio, vimos morir otro día anodino que, sin tenerlo en cuenta, nos acercaba al final impensado de nuestras andanzas. A pesar de haber contemplado el anochecer cientos de veces, no dejaba de asombrarme su belleza. Y creó que a él le pasaba lo mismo. Con las estrellas ya encendidas, se levantó y estiró todos los músculos de su pequeño y flacucho cuerpo. Salió de mi campo de visión y al poco sentí su mano en el hombro. Por su leve meneo entendí que reclamaba mi atención. Me levanté y me volví. Estaba con el brazo extendido que señalaba un punto hacia el oeste. No hizo falta que me fijara mucho. Vi una claridad que se elevaba hasta fundirse con la noche oscura. Le miré, me miró y se encogió de hombros. Ninguno de los dos sabíamos qué generaba ese resplandor en la lejanía. Desde luego yo nunca lo había visto antes. Esa noche fue distinta porque la curiosidad se nos metió en la cabeza. No acertábamos a explicar aquel fenómeno, por otro lado tan normal cuando luego he viajado como turista. De todas formas la preocupación no sustituyó a la curiosidad. Él cayó primero y tuvo una pesadilla. Mezclaba “el no les hagáis daño” con el “me haces daño, Abbas”.  Sin entenderle ni papa, me dormí mientras escrutaba las pocas posibilidades que se me ocurrían para aquel posible espejismo. Y dormí a pierna suelta. No le debió ocurrir lo mismo a Adama, porque cuando se levantó no dejó de poner gestos de dolor y llevarse una mano al trasero. Pero lo primero que hicimos al levantarnos del suelo, sin quitarnos las gualdrapas de encima, fue mirar hacia donde habíamos visto el resplandor la noche anterior. Y, aunque reinaba el alba, no lo vimos. Se había esfumado. Cuando se quitó la manta de encima vi que por la parte de atrás del muslo le corría sangre. Y entonces le pregunté quien era Abbas. «Mejor que no lo sepas». Pero por algún motivo se me vino a la cabeza la figura de Abdalla. Nos dimos prisa en ponernos en marcha. No hacía falta consensuar hacia donde íbamos a dirigirnos. La mutua curiosidad eligió por nosotros. No tardamos mucho en saciarla. Aunque parezca mentira, fue Adama el primero en hablar aquel día y aclarar la duda: «Una ciudad». Sí, una ciudad. La más grande que jamás había visto. Salvo su centro, que conoceríamos bien y que parecía una inmensa roca de piedra, las casas se desparramaban, y formaban cuadrículas. Con muchísimos edificios que eran rodeados por cabañas y chozas diseminadas en la lejanía. Y por supuesto los alminares como agujas que ya cantaban su primera canción del día. El color que sacaba el sol a relucir, así como las sombras, también me agradó. Un granate confundido con marrón y con el gris del sombreado llenaron nuestros ojos. No corrimos porque ninguno de los dos somos impacientes, y él no podía porque andaba como escocido, pero notaba que ambos deseábamos llegar a sus calles. La ciudad nos había atrapado. Y llegamos, como llegaríamos a tantos lugares. Y nos sorprendimos como nos sorprenderíamos tantas otras veces. ¿Sabes?, todos deberíamos mantener siempre el estado de sorpresa. Hay que estar dispuesto al asombro continuamente. Es algo inevitable en la etapa infantil que se nos pasa con el tiempo. Nunca he dejado de sorprenderme a diario. Aunque he de reconocer que aquellos días que pasé en soledad entre el Sahara y el Sahel fueron anodinos si descarto el primer día que vi aquel mar de olas falsamente estáticas y muertas. Aquellas jornadas fueron todas iguales, salvo la primera y la última. Las pongas en el orden que las pongas, da igual. Solo había dos tipos, los que tenías agua y los que no. El cielo era el mismo, el calor era el mismo, el color de la arena era el mismo y las dunas y yo parecíamos los mismos. Entre tú y yo jamás hemos tratado este tema: la rutina, que hacía todos las jornadas iguales, siendo distintas y, porqué no, necesarias de alguna manera. Sobre todo para los críos que bastante esfuerzos hacemos para romperla. Si a cualquier niño le falta la rutina se convierte en un monstruo inaguantable. La anarquía está hecha para los adultos, es la única manera, curiosamente, de volver a la niñez. Y las personas ya maduras llevan impresa la rutina que les traspasaron sus padres. Es más fácil domar una camella que a una niña. Es un gran placer no tener la obligación de meter en vereda a nadie. Yo disfruto de esa despreocupación en la relación con tus hijos. No les digo más que tú o que su madre, pero poder decirles la verdad sobre mis pensamientos y mis sentimientos sin tener presente lo políticamente correcto, me supone una alegría y una satisfacción. Yo no tengo la responsabilidad de mentirles. Me encanta ver como se sorprenden cuando afirmo, por ejemplo, que la mentira es necesaria. Y cuando ponen cara de asombro les meto el dedo en la llega al preguntarles si acaso ellos no mienten continuamente. De verdad que no trato de educarlos, tan solo de disfrutarlos y darles un motivo para pensar y que se formen una opinión propias. Si no hago bien, no tienes más que decirlo. Corregiré mi postura hacia donde mandes que para eso eres su padre. Hasta ahora no he adoptado postura alguna. Mi relación con ellos sale de forma natural por el cariño que les tengo. No me importa que me vean como el abuelo que nunca han tenido, por desgracia. Y al que de momento no ven como un estorbo, sino como algo exótico y diferente. Aunque un negro ya no sea motivo para volverse cuando te cruzas con él, incluso si es de tamaño NBA, como yo.
Después de leer por segunda vez estas últimas palabras de Dikembe me quedé pensativo. La mala imagen y fama que la rutina tiene es injusta. Comparto con él la opinión sobre los niños y los monstruos. Y sé de lo que hablo porque he tenido hijos y sé cómo venían de sus vacaciones con los abuelos. El comentario: “Es que vienen salvajes” no solo lo compartíamos mi mujer y yo. Los niños, cuanto más pequeños más necesitan de la repetición, de un horario inflexible, de las costumbres repetidas pero con cariño, no como en los hospicios. Así, con ese ingrediente y dentro de la rutina se sienten seguros y protegidos. Quizá por ello, porque ya viene impresa en los genes comunes, la rutina es una constante humana que pocos destierran de su vida. Quizá por ello todos soñamos con una vida en la que el hoy no se parezca al ayer. Pero muchos, al volver de un viaje comentamos: “Qué bien, otra vez en casa”. La rutina no es una enemiga, es un motivo para pensar en qué queremos hacer con nuestra vida. También hago mía la frase de nuestro protagonista referida a la anarquía. No es recomendable para los infantes mientras que para los adultos es aconsejable. La acracia es una doctrina utópica que nunca alcanzaremos por nuestro lado oscuro. Aunque seamos muchos los que soñamos con ella. Ácrata parece un insulto, pero yo me lo tomo como un halago. No pienso que la falta de poder siempre conlleve el caos, sino la libertad. Pero dejemos de soñar que no es momento.
Bon, que no nos enteramos que estábamos dentro de Agadez hasta que nos dimos de cara con la torre de barro herida por grandes estacas. La gran explanada estaba abarrotada de personas de raza blanca. Parecían estar enfadados unos con otros porque estaban separados en grupos, más o menos de la misma cantidad de personas que hablaban entre ellas, sin hacerse caso los grupos. Muchos se echaban a la cara un  aparato que desconocíamos, como si apuntaran con un  arma hacia la rara torre de la mezquita.
También me llamó la atención que todos los hombres blancos fueran tocados con sombreros de paja prácticamente iguales. Las mujeres también iban cubiertas con unas pamelas muy parecidas, aunque otras se tapaban con pañuelos multicolores. Desde luego no encajaban con el paisaje, al revés, lo rompían y lo dotaban de incongruencia. De hecho parecían pertenecer a un mundo paralelo, como si el tiempo corriera dispar para unos y para otros. Entre unas cosas y otras, Adama estaba tan desorientado como yo. Nos mirábamos mutuamente como exigiéndonos una aclaración. Explicación que no tendríamos hasta mucho después, cuando vimos el mismo fenómeno en más ocasiones. Y sería por boca de mi compañero que, como yo, era la primera vez que contemplaba el efecto del turismo sobre una gran ciudad y que también constituía una novedad para nosotros. Y más cuando descubrimos que por la noche sus calles se iluminaban con luz eléctrica. No creas que  como aquí, pero sí lo suficiente como para no andar a ciegas. Esas personas me recordaban a aquellas otras que llegaban en camiones a mi aldea y nos entregaban ropas y alimentos. No dejaban medicinas porque nadie en la aldea sabía que era eso de las píldoras y, seguramente, nos hubiéramos envenenado más de uno. Y le conté a Adama la historia de mi camiseta, ya tan sucia como rota, pero que seguía luciendo con orgullo. Y ello me llevó a relatarle la muerte de Kama y cómo se ganó él su gorra a mi pesar. Y no tuve que describirla porque un joven turista llevaba una muy parecida. El muchacho llevaba una melena que le sobresalía tan blanca que me hizo exclamar: «Pero si no tiene cejas, mira». Ante lo que Adama sonrió después de yo señalar al culpable de ser albino. En eso, una mujer rubia que llevaba un pañuelo anudado a la cabeza y en la mano una banderita verde. Con ella señaló  a Hamal, se me acercó y preguntó en francés: «¿Lo alquilas, muchacho?». Sorprendido y azarado le pregunté a su vez: «¿El qué?». Y ella, tan sorprendida como yo me aclaró: «Tu camello». Faltó que rematara la frase con un “¿estás tonto o qué?”. Y no le hubiera faltado razón para hacerlo. Contesté con la cabeza y añadí: «Hamal es mío». Con lo que la señora volvió con un grupo de personas y pareció dar explicaciones sobre mí a una pareja porque noté que, al oírlas, me miraban. Me giré hacia Adama y me encogí de hombros. Y él se digno a hablar: «¿Y porque no?». No cambié de respuesta, en realidad era una defensa: «Porque es mío». No insistió. Todo aquello me parecía raro, pero también aguijoneaba mi curiosidad. Aunque había cierto bullicio en aquella plaza, donde habíamos desembarcado, reinaba a su vez una calma ajena, como si todos los allí presentes hubiéramos llegado a un entente. En un momento determinado, la tranquilidad se rompió. Las voces venían de un grupo de aquellos extranjeros y el movimiento lo ponían dos críos, tan poco desarrollados como Adama, que se alejaban a la carrera y desaparecían por una esquina de una bocacalle. Y no corrían solos. Detrás de ellos dos hombres blancos, que perdieron los sombreros de paja, les pisaban los talones. Pronto uno de ellos desistió porque enseguida volvió a aparecer por la esquina. Recogió los dos sombreros, los sacudió y se cubrió la calva y el pelo canoso. Esa, la edad, sería el motivo de su desistimiento. Aunque no renunció a dar gritos y hacer aspavientos. Todos en la plaza observábamos los acontecimientos. Una mujer con otra banderola, esta naranja, se desgajó de su grupo con ella arriada y desapareció rápido de nuestra vista. Después de muchas toses del corredor maltrecho y frustrado, apareció por la misma esquina el otro perseguidor notablemente cansado. Se dobló sobre sí mismo y después tomó aire, como si quisiera dejarnos a los demás sin él. Eran evidentes sus signos de cansancio. Y, al parecer no había conseguido nada, según delataban sus miradas y negativas con la cabeza cuando miró a su grupo. Entonces se produjo un silencio. Dentro de él observé que todas las mujeres que llevaban bolso, y algunos hombres también que los llevaban colgados en bandolera, se los echaron al pecho y comprobaron sus respectivas cremalleras y cierres. Incluso los que llevaban mochilas a la espalda las dieron la vuelta para que colgaran del pecho. Y tras el silencio y las precauciones otras banderitas de otros colores se agitaron en el aire y se formaron alrededor de ellas corros de sombreros y pañuelos. Con una excepción. El grupo origen del incidente se mantuvo anárquico por la ausencia de su abanderada. Adama y yo nos volvimos a mirar y sonreímos. Nos estábamos divirtiendo con el espectáculo. Y al mirar a mi alredor, contemplé que no solamente lo hacíamos nosotros. Otros vecinos curiosos se habían sumado a contemplar el espectáculo. Entonces, después del ruido de un motor y una sirena, apareció un coche que atrapó todas las miradas y la curiosidad de los presentes. El coche se paró, pero no así la luz naranja que llevaba encima, ni las otras amarillas que se apagaban y encendían continuamente en cada esquina del vehículo. Para mí la escena era formidable. No perdía ripio de nada. Quien primero se apeó fue la mujer que seguía con su banderita. Después aparecieron dos soldados, aunque no vestían como los que yo había visto. Claro, porque eran policías, pero yo, a la sazón, lo ignoraba. Ni mi amigo ni yo sabíamos a qué se debía tanto alboroto y movimiento. Bon, fíjate que no sabíamos ni lo que hacían allí tantas personas blancas, como para saber que habían sufrido un robo y lo habían denunciado en una comisaría de policía. Para nosotros este cuerpo no existía, solo la soldadesca. En un momento determinado, uno de aquellos hombres armados nos señaló. Yo he destacado mucho siempre. Pero la mujer negó con la cabeza y con el banderín. Eso hizo que, tanto Adama como yo, oliéramos el peligro. Para los blancos, todos los negros somos iguales y para nosotros todos los extranjeros que estaban en la plaza también. Bon, menos el albino. Mi amigo hizo un gesto con la barbilla, pero no seguí su sugerencia de marcharnos. Estaba absorto, con la vista clavada en la luminaria naranja sobre el techo del vehículo que parecía girar sobre sí misma. Así que Adama tuvo que sacudirme el hombro y volver a esrtirar el cuello hacia el lado contrario al que yo estaba. Salimos de plaza por una de las calles que confluían en ella, y frente a la mezquita cuyo raro minarete no consiguió distraernos del altercado vivido. La calle elegida nos metió en otras más estrechas hasta el punto que Hamal tuvo alguna dificultad en pasar por las romas esquinas que aparecían a nuestro paso. Por ende, le dije a mi amigo que teníamos que salir de aquel dédalo de callejuelas. En un

cruce de estos callejones, Adama me hizo una seña para que le esperara, y desapareció entre las paredes. Tardaba y me decidí a ir en su busca. Y en la primera esquina casi nos tropezamos. El camello pasó con dificultad y mi amigo me agarró del brazo, tiró de mí, y cuando estaba muy cerca de él me dijo al oído: «No te vas a creer lo que he visto. Deja aquí a Hamal». Y sin más volvió a tirar de mí. Solté la jáquima y le seguí. Me llevó hasta una arcada en cuyo interior reinaba la oscuridad. Adama me exigió silencio con un dedo sobre los labios. Luego me agarró del cuello y nos acercamos con precaución a la oscuridad. y tras agacharme nos introdujimos en ella. Me guió despacio y sin soltarme hasta que distinguí un claror que me permitió vislumbrar a seis o siete chavales que, sentados en círculo, ocupaban un pequeño espacio entre paredes un tanto perjudicadas. Cuando pude ver, distinguí a un chico, menor que nosotros, que se levantó y con un bolso al hombro se contoneaba al dar tres pasos para un lado y tres pasos para el otro. Aquel pequeño patio no le permitía más. Los otros reían y daban palmas ante la imitación del primero. No acabó ahí su representación. Comenzó a dar la vuelta por fuera del corro mientras contoneaba el culo y estirando la barbilla hacia arriba. Aquellos que le veían también festejaban sus ocurrencias, hasta que tropezó con la espalda de un espectador y cayó dentro del círculo, momento que aprovecharon los demás para echarse encima de él con gritos de guerra incruenta. Todos reían a pierna suelta. Se lo estaban pasando de maravilla.  Después de la trifulca,
volvieron a sus butacas y el bolso se materializó en manos del que parecía el mayor de todos. Y sabes que a esas edades los años son la jerarquía. Más que nada porque los mayores son más fuertes que los menores, y en la calle, la fuerza es el poder. Vimos como, sin ningún miramiento volcaba el contenido del bolso en el centro del corrillo. Y como el suelo no era de tierra algunos rebotaron y se sucedieron los sonidos del botín que junto con los gritos de sorpresa y peticiones llegaban a nosotros ampliados y reverberados, supongo que por las leyes físicas del sonido. Tras lo cual, el jefecillo extendió con la mano el producto de su hurto para que todos pudieran verlo y, en especial, él. En ese momento se produjo un silencio durante el cual, ninguno de los presentes despegó la vista de los beneficios del pillaje. El mutismo fue roto por el mandamás que dijo: «Yo primero». Extendió el brazo y tomó del suelo un billetero granate, aunque en aquel momento yo no sabía qué había elegido, pero supuse que era lo más valioso. Después fue nombrando uno a uno a sus compinches. Según oían su nombre se medio incorporaban y elegían su parte del botín. Así hasta que le llegó el turno al menor de aquellos raterillos. Fue el único que habló, aparte del jefe: «Pues vaya mierda». Por sus palabras y por estar sentado junto al líder de la manada, antes de coger nada se llevó una colleja importante y una reprimenda verbal: «Venga, elige rápido o se pasa el turno, renacuajo». Así, aquel ladronzuelo inconformista no tuvo más remedio que coger otro objeto, el más brillante de los que quedaban, que más tarde sabría yo que se trataba de un lápiz de labios. Algo tan llamativo como inútil en aquel lugar. El reparto siguió hasta que no quedó nada que repartir. Lo último que desapareció fue un trozo de tela blanco con algún color más. Era un pañuelo de mujer, de los que han sustituido estos otros de papel que se usan hoy y gracias a los que algunos han sobrevivido en los semáforos. Y era lógico que fuera lo último en ser elegido, porque aquellos muchachos, y nosotros, nos deshacíamos de los mocos sin usar otra cosa que no fueran los dedos o el antebrazo. Si bien también dominábamos el arte de echarlos al viento al soplar por la narina que no tapábamos con el dedo índice. Gesto que, curiosa y actualmente, se ve mucho en los partidos de fútbol. Cuando cayó en mis manos el libro de Las mil y una noches y leí las aventuras de Alí Babá y  los cuarenta ladrones, me vino a la cabeza aquella media docena de ladronzuelos, supongo que por asociación de ideas. Me imaginé a los ladrones del cuento así sentados y repartiendo el botín, aunque en ningún momento se reparte nada en la historia de aquel leñador. Y como a veces la curiosidad es peligrosa, y aquella fue una de esas ocasiones, lo pasamos mal. Cuando se levantaba aquella tropa, Adama se escurrió y me pisó. Y, claro, me quejé. A continuación de mi lamento se escuchó una pregunta: «¡Eh! ¿Quién anda ahí?» seguida de un “¡Corre, Dikembe!” dicho con sordina. Y, a pesar del dolor de pie, corrí. Vaya si corrí, como alma que lleva el diablo. No podíamos girar en las esquinas y tomar otra dirección porque la velocidad no nos lo permitía. No teníamos espacio ni nos daba tiempo. Cada esprint acababa con un golpe contra una pared de piedra o de adobe. Para, a continuación, iniciar una nueva carrera. Menos mal que no nos tropezamos el uno con el otro. Como entenderás no teníamos ni idea de adonde íbamos. Y yo ni me acordaba de Hamal. El miedo solo me permitía huir. Y eso que mi estatura y corpulencia me hubieran permitido enfrentarme a aquellos mocosos. Nos perdimos por aquel laberinto de callejuelas cuyas paredes no permitían que el sol llegara a sus adoquines. Sofocados y nerviosos nos paramos en una encrucijada. Ante nosotros aparecían tres opciones posibles si no queríamos retroceder.  Tomamos aire con una mano apoyada en la pared y con la cabeza más baja que el apoyo. «¿Por dónde», pregunté entre jadeo y jadeo. Adama no me contestó en principio, pero cuando se vio repuesto, me dio un golpe en el hombro y retomó la huida por el callejón de la izquierda. Y así llegamos bajo una arcada igual a la que habíamos dejado con prisa. Aquel agujero era más oscuro, si cabe que el primero. Y allí nos metimos por su voluntad. Al ver, mejor dicho, al no vernos uno a otro aunque nuestros brazos se tocaban, al menos yo, sentí cierta seguridad. Si cerraba los ojos no notaba diferencia al mirar hacia el fondo de la ratonera. Cogí a Adama del brazo y con la otra mano por delante palpé la oscuridad hasta toparme con una pared de piedra. Allí no nos vería nadie, salvo que hiciera lo mismo que yo, es decir imitara a un invidente en un medio desconocido. Pero dejemos ahí a los dos muchachos muertos de miedo y agazapados como topillos en su madriguera. Es muy tarde y mañana quiero madrugar, he de renovar el carné de identidad. En la próxima acabaré de contarte cómo terminó aquel episodio en el que Hamal sería un protagonista inesperado. Un abrazo,







(1) [↑][Volver] Hecho real tratado por la Cadena SER el 22 y 23/09/2016 entre las 10:00-11:00 horas en el programa de radio Hoy por hoy con Gemma Nierga. En fechas anteriores y próximas Abdul recibió del gobierno en funciones español la protección subsidiaria (condición de refugiado) tras la larga ayuda de Mensajeros de la Paz y la intervención del Padre Ángel. Él solo no hubiera sido capaz de obtenerla aun después de sufrir torturas y cárcel en su país. La burocracia, a veces, también es inhumana, porque de no haber recibido ayuda para el “papeleo” este chico hubiera sido devuelto a Siria donde le esperaban sus perseguidores con los brazos abiertos y sin tener que hacer ninguna cola ni echar ninguna instancia para entrar en prisión o ser ajusticiado. El asunto da que pensar.


Imagen 1. Foto bajada de viajeshermes.com
Imagen 2. Foto bajada de www.guiademarruecos.com
Imagen 3. Foto bajada de /www.apartmani-ulikva.com

11 comentarios:

  1. Este capítulo me ha emocionado.
    El dominio del lenguaje, el vocabulario y las descripciones, son simplemente magníficas.
    Anónima.

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  2. Ya se va notando (sobre todo por la presencia de la policía...) que Dikembe está entrando "en la civilización", ja, ja. Que se resguarde bien por si acaso...La amistad con Adama supongo que le hará vivir nuevas experiencias. Hasta el lunes, J.C., abrazos.
    Ah! y los enlaces al capítulo anterior... muy mal ;)

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    1. Tiene usté toda la razón. Me meto yo solo en un bucle del que no se salir. Revisaré todos. Perdonen. Un abrazo y gracias, Ligia.

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    2. Tiene usté toda la razón. Me meto yo solo en un bucle del que no se salir. Revisaré todos. Perdonen. Un abrazo y gracias, Ligia.

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  3. Muy bien, así se hace... Gracias y abrazos

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  4. Lo que le faltaba ahora sería perder a Hamal.
    Tan famélicos como están, no sé como tiene ánimo para seguir caminando.
    Hasta el lunes, J.C.

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    1. Tienen cuerda para rato, como yo, jaja.
      Gracias, Varinia. Un saludo y hasta el lunes.

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  5. Que bueno me parece que Dikembe encontrara un compañero de aventuras.
    Por las situaciones que tienen que vivir juntos, la unión entre ellos será muy fuerte.
    Espero que pronto sea lunes y nos cuentes el reencuentro con Hamal!!
    Besitos

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    1. Muchas gracias, Amanda. Ya queda poco para el lunes, pero antes hay "finde". A disfrutar. Un beso, JC.

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