CAPÍTULO 4
De los viajes familiares
n nuestro primer viaje
de Gwane a los alrededores de Karuba, allí donde mi padre encontró trabajo en
la mina y mi madre en la calle, habíamos recorrido un camino de norte a sur. Y
tanto tardamos en llegar que aprendí a andar. Mi abuela, más pendiente de mí
que mis padres, me ponía una piedra en cada mano y me animaba a recorrer
el espacio que me
separaba de ella. Esas fueron mis primeras lecciones, de las que, por supuesto
no me acuerdo, pero estoy seguro de que fueron más gratas de las que llegarían
después, y no me refiero a las escolares, porque hasta que no fui adulto no
pisé una aula, gracias a ti, mon ami.
Lo cierto es que Mayifa no siempre pudo ponerme unas piedras en la mano porque
hubo etapas en las que no se encontraban piedras, sino solo arena. El
porcentaje de migración interior del continente africano es mayor al 80% del
total, frente al 20% en la que se fija la migración hacia el exterior. Y solo
el 1% se desplaza a Europa. Y, curiosamente, ese 1% es el más conocido, acaso
porque es el que más afecta al primer, y, a veces, único mundo
(1)
. Y
aquí cabe una reflexión comparativa. Si los del primer mundo estamos como
estamos (yo ya me considero uno de vosotros), ¿cómo estarán los del tercer
mundo? Si bien alguien pensará que esa comparación debería realizarse pasando
por el segundo mundo, pero es que yo jamás he sabido cual era ese segundo
mundo, directamente se pasa del primero al tercero, aunque, realmente lo que
importa es cuando se pasa del tercero al primero, como se evidencia cada equis
tiempo y por motivos que ningún gobierno europeo está dispuesto a escuchar, y
no digamos a solucionar, a pesar de que el origen de las desigualdades, por
ejemplo de mi país, las crearon los belgas con la idea tan genial de repartir
carnés de tutsi y de hutu, por ejemplo, creando así una desigualdad que acaso
no existía entre nosotros. A propósito de comparaciones, si metiéramos un
centenar de avispas en un tarro transparente y lo agitáramos sería la
representación en 3D de la migración interior de mi continente; y aún sería más
gráfico si una se escapara y tratara de picarnos. Seguro que tiraríamos por la
ventana el tarro y trataríamos de matar a la avista clandestina. Los motivos de
cada emigrante son suyos y personales, pero como se nos da tan bien poner
etiquetas, para simplificar aquello que no se puede abreviar, la razón que
todos los estudios ofrecen es el mismo: la violencia. ¿No habrá quien quiera
mejorar? Porque no hay guerra en cada pueblo de África, ¿o sí? Sea cual sea la
respuesta nos lleva a otro problema. Amen de que la violencia se ejerce de
muchas formas y desde puntos muy diferentes y, a veces, distantes. Aunque en el
caso de mi complicada familia acertamos al hablar de violencia cercana. La
situación particular de mi país, como la de tantos otros, se trasmite
directamente a mis paisanos, porque lo siguen siendo, sabes que tengo doble
nacionalidad. La riqueza del suelo congoleño nos hubiera permitido alcanzar un
nivel de vida envidiable, pero, claro, la envidia surgió antes, entre los
países vecinos y fronterizos, y entre la gente que, ansiando un poder que se le
negaba por derecho, constituyeron una de las mafias más aceptadas por todos, si
es que hay alguna que no lo es. Con lo que es imposible hacer una buena o mala
gestión de los propios recursos, que de ser ajustada a las opiniones de algún
Nobel en economía hubiera sacado a la
RDC de la pobreza extrema y encumbrarse por encima de muchas
economías que dependen de otras para subsistir y que se creen libres. Aunque
también hay quien opina que, desde un punto de vista económico y financiero, todos
los países dependen de China. Con esta escasa y acaso desacertada información
es difícil que una familia con cinco hijos y tres abuelos, dos de los cuales
murieron por el camino, huyera a pata hacia el sur. Pero si incluimos en esa
información que yo era un hijo fruto de una violación, y sumamos el rapto de mi
hermana Keicha durante el camino hacia Makuba, sabremos porqué mis supuestos
padres se embarcaron en tamaña aventura, que no sería la única. Como si nos quisiéramos
tú y yo ahora ir a patita desde Barcelona a Almería con la reuma que me ataca
cada dos por tres, ochocientos kilómetros de nada. Eh bien, c'est ça, mon ami.
Vamos que nos metimos en un colosal tarro de avispas. Y no es desacertada la
comparación. Durante el camino no dejamos de recibir aguijonazos tanto de
compañeros de fatiga como de aprovechados aldeanos que subsistían del tráfico
de personas. Algo así, para que me entiendas, como los posaderos del camino de
Santiago, pero más interesados en sacar provecho personal que en albergar al
caminante. Ya te he dicho que dos de mis abuelos murieron, ella de disentería y
él de una puñalada que no resultó nada provechosa para el asesino, ya que mi
pobre abuelo, por no tener, no tenía ni bolsillos en su escasa ropa, por lo que
el ladrón hubo de hurgar en todas las aberturas de su cuerpo hasta convencerse
que aquel a quien había matado era más pobre que él. Otra muerte inútil y
estéril imputable, en principio, a la endémica violencia del continente negro. Y,
aunque nunca se acostumbra uno a las desgracias, también es cierto que los
humanos estamos programados para sacar adelante a las crías que creemos
nuestras y a defenderlas, aunque en ello nos vaya la vida. Otros, con sus
recursos técnicos de vanguardia, han conseguido, al manipular la codicia ajena,
que los africanos se jueguen la vida para lo mismo, es decir, para salvaguardar
tanto la vida como la forma de vivir de sus hijos y de los otros. Desde luego nadie
de mi familia pertenecía a esa casta poderosa, ni a los manipulados siquiera. Por
eso el miedo era nuestra gasolina, en este caso gratuita y ofrecida por quien
más temor almacena y distribuye: los temoristas,
también llamados terroristas. Y gracias a ese pavor, volvimos a coger carretera
y manta. Esta vez hacia el noreste. Madre quiso deshacer el camino hecho, pero
no paramos en nuestra aldea natal, la evitamos y seguimos hacia el norte. El
miedo, mil veces vivido, tiene otros aspectos negativos como el de anidar en
los corazones. Y una vez echa raíces, estas llegan a los ojos y nublan la vista
tanto del propietario como del que lo nota, aunque en términos diferentes claro.
Y con horror vivía mi familia que debía de haber marchado al centro de la
tierra, en vez de a uno de esos otros países africanos donde no se ventilan los
intereses europeos, norteamericanos o asiáticos. Vamos, que los dejan en paz
porque lo único que tienen en sus tierras son sequías y hambrunas, que siempre
van de la mano. Y es curioso cómo, en estos otros lugares, también aparecen
privilegiados, señores propios de la guerra que manipulan ese temor y obligan a
los manipulados a echarse al mar. No a pescar sino a piratear con el fin de
hacerse con una vida que interese a quien esté dispuesto a pagar por ella. Así,
estos señores sacan adelante a sus señoritos, mientras los piratas, que se la
juegan, caen como moscas al mar y sus hijos se estrellan de bruces dentro de un
hoyo. Sin olvidar a los occidentales inocentes que sufren también las
consecuencias de la violencia africana, que la hay y mucha. Y es que el océano,
a pesar de ser pacífico, es más grande que el desierto y genera todo tipo de
vidas. Aunque otras muchas, de estas también habláis por aquí, se quedan bajo
las aguas no hostiles del Mediterráneo, mar que ha sido capaz de crear una
cultura, incluso gastronómica de la que tanto presumís y yo me sirvo. Era mejor
su nombre romano, pero falso, porque muy nuestro, muy nuestro, no es.
Bajada de elmundo.es |
Cuando oigo hablar
de la dieta mediterránea, enseguida comienzan a pasar delante de mis ojos
regiones como la catalana, la mallorquina, la valenciana, la murciana, la
andaluza y países como Francia, Italia, Grecia… A pocos más llego. Olvido de un
plumazo toda la parte sur de este Nostrum
Mare que como dice Dikembe no parece
ser muy nuestro. Marruecos, Argelia, Túnez, Libia, Egipto, etc. se me caen de
la memoria al pensar en cuestiones gastronómicas. A pesar de haber sido educado
en una cultura judeocristiana y bajo un régimen dictatorial, no termino de
entender este olvido porque cuando cierro los ojos y evoco el mapa de Europa de
mi primer colegio, puedo seguir perfectamente las líneas rectas que en el papel
hacen de fronteras entre los diferentes países. ¿Cuántos de nosotros
incluiríamos en estos países mediterráneos a Siria? Y, en cambio, ahí la
tienes, entre Turquía e Israel. Tan mediterránea como las del norte, sin que pertenezca
al sur. Lo que quiero decir es que con aquella edad, seis o siete años, poco
sabía yo de culturas y religiones. Y menos de odios. Salvo que había una sola,
la católica, como una era la patria también, aunque esta grande y libre. Y mira
ahora, diminuta y dependiente. En contra de aquello, mi memoria fotográfica me
traiciona y me dibuja perfectamente ese mapa en el que Marruecos es rojo,
Argelia verde, Túnez morado, Libia naranja y Egipto amarillo. Y luego Israel en
marrón, Siria en gris y Turquía también morada. Yo, con seis años, tenía pocos
prejuicios si exceptuamos el de asearme. Si multiplico aquella edad por diez,
los prejuicios se multiplican por mil, aunque desaparece el desaseo. Y, a pesar
de creerme más preparado para la vida con los sesenta, lo cierto es que antes no
me daba miedo el mañana. Todo lo contrario, quería que el tiempo corriera para
hacerme mayor, como si fuera una meta y no una consecuencia de vivir. Es lo que
tiene imitar sin pensar, desear sin
tener presente tus propios gustos. ¿Qué es lo que todos estos años he aprendido
para que desprecie la mitad de las tierras mediterráneas? Pues no lo sé, y me
joraba. ¿Acaso ya han conseguido que vea el mundo con la óptica de si no eres
mi amigo, me deseas algún mal? ¿Acaso morir en tropel ya es aceptado por la sociedad
como algo inevitable? ¿Acaso el miedo ya es una fórmula de gobierno viable? Me
niego a ello, aun en la posibilidad de estar confundido. Prefiero ser un
comunista equivocado que un neoliberal acertado. Dikembe, con lo que dice y
cómo se expresa, me acerca a aquellos años en los que se pedía para el DOMUND.
Las huchas de loza eran cabezas de negritos, chinitos, malayos, y hasta había
indios americanos. Esa era mi preferida. Así nos hacían ver el mundo. Nosotros
éramos los salvadores de los pobres que no habían conocido a Dios. Esos niños,
si morían, que morían tantos como ahora, iban al limbo. Ahora no pueden porque
esa zona de nadie se la cargó el Papa Benedicto XVI. Ahora los niños sin
bautizar son unos enchufados, van al cielo sin más, a pesar de la opinión de
San Agustín que en el siglo V los mandaba al infierno. Luego se empezaron a
templar gaitas y a partir del siglo XIII se concibió una especie de campamento
de niños no bautizados que no sufrían por no ver a Dios porque no le conocían.
Ahora eso no pasa, porque los niños sin bautizar y los bautizados también,
escuchan sin ninguna dificultad las ventajas de tener un Mercedes en vez de un
Skoda, por ejemplo. Ellos sí son conscientes de lo que se pierden al no poder
conducir un Rolls. Y esa es la humildad con la que Dikembe parece encarar su
primera niñez consciente, en la que no queda claro quien es su madre, su padre
o sus hermanas. Pero, lo aclarará no os preocupéis. Y no os reviento nada, solo
os cuento que tal y como se expresa nuestro amigo, a veces y respecto a su
familia, no es ningún error del editor, sino un avance de lo que será.
Este
viaje fue un desastre total como verás, no como el primero en el que, a pesar
de perder a los padres de mi supuesto padre, conseguimos llegar a Karuba y
salvarnos más de los que quedaron por el camino. Y esto, en un viaje a pie por
África, es un gran triunfo, je t’assure.
Pero está claro que todo tiene un precio y lo suelen pagar los más débiles como
estás harto de ver, según tú, en los documentales que se ocupan de los ‘animales’
africanos. Bon, en el viaje al cruzar
la mitad de mi país, a pesar de lo largo que fue, no empleamos más de cuatro meses,
y en cruzar la
República Centroafricana y tres cuartos del que hace frontera
con este al norte, Chad, un poco más. Siguiendo los deseos de madre, nos
aposentamos cerca de Fada. Y menos mal, porque de haber seguido hubiéramos cruzado
también el Sahel metiéndonos de lleno en el desierto del Sahara. Y, allí, cerca
de Fada se desató la tormenta. Pero antes, decir que allí vivimos de aquello
que madre ya no compartía con padre. A falta de minas, padre se empleó en una
fábrica de ladrillos de adobe a cambio de ceder privilegios sobre el uso de la
última mujer llegada a la aldea, aunque se pasaba el día de brazos cruzados o con
el codo levantado. Madre no solo cobraba de sus clientes, sino también de padre
cuando volvía hecho una furia, y sin el dinero que había sacado en la anterior
paliza. Entre una y otra, parecíamos una familia como cualquier otra. Delande,
que siempre andaba dispuesta a ayudar a madre, a veces parecía la madre de
todos. De una jovencita, allí las mujeres se hacen antes, alegre y cantarina
había pasado a ser tras el primer viaje una mujer triste y hogareña. Jamás salía
a la calle y se dedicaba a lo que madre ya no podía ni quería. Por entonces
ella nos servía la comida y siempre sobraba un poco en la olla, resto que
siempre acababa en mi plato. Los demás, jamás protestaron. Pero un día dije que
no, que quien lo necesitaba era la abuela que andaba un poco cansada y lejana.
A partir del día siguiente, a mi hermana Delande ya no la sobró comida tras el
reparto. La abuela pidió su ración extra, porque aunque cansada no estaba tonta,
y se le dijo que no había sobrado nada. Entonces lo que hice fue reservarla un
poco de mi ración y cuando vi que acababa, le eché en el plato mi resto. Mi
hermana se opuso, pero yo le di la misma excusa que ella usara para mi defensa:
«Es quien más lo necesita ahora». Así
que nadie podía decir nada, porque también era verdad. Delande me contestó a
través de mi supuesto padre: «Toda su
maldad, padre, la ha heredado su nieto convertida en bonhomía. Al menos eso
hemos ganado». No quise corregir a mi hermana, yo no era nieto de padre,
pero, como decís bien vosotros, el horno no estaba para bollos y no sabía que
los cascos se parecían a las ollas. Esa noche Mayifa, abrazada a mi cabeza
mientras buscaba ‘moribundos’ en mi pelo, como ella llamaba a los piojos, me
contó una de sus historias. A ver si la recuerdo tal como lo ella contaba. Era
algo así: «Imana gobernó a todos los seres vivientes y les dio
la inmortalidad al cazar a un animal llamado Muerte. Muerte era un animal
salvaje y violento, más que cualquiera que hayas visto, Dikembe. Y representaba
las condiciones de la muerte tal como la conocemos hoy en día, más yo que tú. Pero
Muerte escapó, y mientras Imana volvía a cazarlo fue dicho que todo el mundo
debía permanecer escondido para que Muerte no tuviera a nadie a quien matar, a nadie
a quien acudir para buscar refugio, ¿entiendes? Pero un día, mientras Imana
cazaba a Muerte, una vieja mujer, como yo, salió sigilosamente a recoger unas
hortalizas de su huerto. Muerte se escondió rápidamente bajo sus faldas y se
metió en la casa con ella. La anciana murió por culpa de Muerte, claro. Tres
días después del funeral de la mujer, su nuera, quien la odiaba, vio grietas
donde su suegra había sido enterrada, como si estuviera levantándose y volviera
a la vida otra vez. La mujer rellenó las grietas con arena y aplastó la tierra
con una pesada piedra y ordenó a gritos: “¡Permanece muerta! Dos días más tarde
hizo lo mismo cuando vio nuevas grietas sobre la tumba. Al tercer día ya no
encontró más grietas que tapar. Aquello significó el final de la oportunidad
humana de volver a la vida después de la muerte. La muerte se había convertido
en endémica, viviría para siempre entre los hombres y las mujeres porque Imana
castigó a la mujer y permitió a Muerte la existencia entre los humanos
(2)
». Como ves, casi en todas las
culturas, la mujer tiene la culpa de todos los males, lo que quiere decir que la
historia ha sido escrita por los varones. ¿No crees? Eh bien, c'est
ça, mon ami. Bon,
no nos perdamos. Después de aquella noche, todo se precipitó. La vida me brindó
el tiempo suficiente para ver morir a todos. Primero fue Mayifa, una mañana no
se levantó, se había ido con su Imana, y perdí la conexión con mis antepasados,
aunque por ello comimos mejor, pero durante poco tiempo porque volvieron a mejorar
las raciones al morir un mes más tarde mi padre, que ya tosía y escupía sangre
por la boca en el funeral de mi abuela. Después le siguió mi madre que empezó a
adelgazar y a devolver todo lo que comía. Murió consumida, como un pajarito.
Ahora pienso que debió ser el SIDA. Desde luego la pobre llevaba todas las
papeletas. Si en vuestro mundo es difícil encontrar una mujer que ejerciendo la
misma labor que un hombre esté mejor o igual considerada que él, imagínate en
aquel otro mundo donde musulmanes y tribus patriarcales se reparten el mando de
las aldeas. Y no está en mi ánimo criticar culturas o religiones, no soy quien,
pero sí sé que no habría tinta ni papel suficientes para ello. Mi intención, mon ami, es tan solo la de describirte
lo más acertadamente posible aquellos momentos y que puedas entender tanto mis
sentimientos como lo que describo. Bon,
el caso es que después de estas muertes, Delande entró en un estado de
melancolía tal que se dejó arrastrar por su voluntad hacia sus padres, que no
los míos. Y así quedé huérfano por segunda vez en muy poco tiempo. Y la malaria
terminó por dejarme solo, porque se llevó a la inocente y pequeña Mholie, mi hermana pequeña. Te preguntarás quizás porqué
no me volví loco. Y si tú no te lo preguntas, me lo he preguntado yo muchas
veces, así que te lo voy a contar. En aquellos tiempos, para un niño
occidental, no sé si convivir con la muerte era común, pero para un enfant africain era y es lo más normal
del mundo. Allí, estas desgracias ocurren en cadena y no distinguen entre los
más y los menos desgraciados, porque agraciados hay pocos y no los vemos. Esas
muertes no me hacían distinto de mis vecinos, por eso ni siquiera me compadecí
de mí mismo. Si no, lo tenía que haber hecho de todos los que me rodeaban y
nadie tiene tanta compasión que ofrecer. No obstante, como tampoco era más
animal que ahora, empecé a sentir un vacío en el alma que no había
experimentado nunca. Algo que pesaba tanto que ni el recuerdo de mi abuela
conseguía mover de allí donde se había instalado. Jamás volví a sentir algo parecido.
Pensé que yo no era un guerrero bantú como Mayifa hubiera querido, un luchador
incansable que se enfrentaba a un león con tan solo una lanza. Pero no, no era
eso. Estaba harto de violencia, entre humanos e inhumanos que no siempre eran
animales. Era aquello otro que me contó el abuelo de Kama a raíz de la ausencia
de Katuku. Me dijo que el joven soñaba con un mundo fantástico situado allá,
detrás de un mar, en el que todas las personas tenían la posibilidad de
extender la mano y tomar un fruto, en el que todo era verde y llovía con mesura
y no se desbordaban ríos ni aparecían nuevos, del que las fieras habían huido y
los niños estaban seguros, donde no había guerras ni enfermedades. Era el
paraíso de Imana en la tierra. Tanto este vejete como mi abuela eran de
religión animista, religión minoritaria en África y en sincretismo hoy con las
más comunes, la islámica y la cristiana, traídas por invasiones diferentes, la
primera por los musulmanes de la península arábiga en el siglo VII que se
extendió por el norte y centro del continente y la segunda por los misioneros
europeos en el siglo XX y que se derramó por el centro, si bien la más antigua
es el cristianismo copto que quedó aislado en la actual Etiopía, sin contar con
otras locales que aún subsisten en minoría, como el tan temido vudú. Ahora que
me doy cuenta, debería cobrarte por estas lecciones, ¿no crees? Sí, no te rías.
Bon, retomando el tema principal,
cierto día durante mi eterna jornada removiendo la paja y el barro, un
compañero de mi edad, comentó que su padre había recibido un aparato que había
comprado no sé donde en el que
se oían rezos y voces de otros mundos. Me intrigó tanto lo uno como lo otro. El
compañero lo dejó ahí, hasta que su jactancia se diluyó un poco. Pero apareció Idriss,
un consumado mentiroso, que también quiso presumir de padre y de radio.
Hacer ladrillos de adobe es lo que tiene, que te deja la boca libre. La envidia de este otro compañero la detectamos todos. No así las ganas de jorobar al presumido Nekiambe que lo notó tan bien como yo. Así que empecé a adular al engreído y le entré por donde más le agradaba, es decir, hablé mal del envidioso Idriss y compartí mi idea de lo mentiroso que era porque «ese no tiene donde caerse huerto, mientras tú eres el hijo del capataz», lo que no era mentira, aunque sí que el otro dijera que «mi radio es más grande que la del imbécil ese de Nekiambe», como le conté después. Conseguí que me prestara atención al decirle que en casa de Idriss no había un hierro clavado apuntando al cielo como él me había contado que su padre había tenido que poner junto a su casa. Y, más o menos, así logré ganarme su confianza totalmente. El asunto llegó al límite cuando Nekiambe llamó mentiroso a Idriss al oírle decir por enésima vez que el mes siguiente viajaría con su familia aLa Meca ,
peregrinación que se aplazaba continuamente como todos sabíamos por otra parte,
y que había sido anunciada después de que otro compañero volviera de allí y nos
lo contara. Ante esa afrenta y mis continuas alusiones a Idriss y su
insistencia en dejarle mal, mi ya amigo Nekiambe urdió un plan cuyo
beneficiario sería él mismo, ya que dejaría a la luz las mentiras de su
antagonista. Y, curiosamente, ese plan me convertía a mí en juez y parte de la
situación. Nekiambe retó a Idriss para que yo decidiera qué aparato de radio era
más grande y bonito, y este último no tuvo más remedio que aceptar porque el
desafío fue público. Aceptó a regañadientes, pero aceptó, aunque puso una
condición, que el juez visitara primero la casa del retador porque su padre era
muy rígido y desconfiado como para recibir a un extraño en su casa. Lo que
contradecía la cultura musulmana de la que tanto presumía. La gente se animó
porque vio que uno de los dos odiados compañeros tenía que perder. Les daba
igual cual de los dos, pero uno, odiado por ser el hijo del capataz además de
un presumido, y el otro al que nadie podía tragar porque siempre mentía y te
dejaba mal, merecían morder el polvo y quedar en evidencia. De esa conseguí escuchar
esos mundos soñados en casa de Nekiambe. Fue un mediodía. El locutor hablaba en
francés y de la capital Yamena. De lo que no me enteré era de la noticia, pero
me daba igual porque luego, después de anunciarse las noticias del extranjero
pude oír música que jamás había oído. Esas canciones sí me dejaron sin habla.
Después de mi primera experiencia de radioyente intenté tener la segunda, pero
Idriss me daba largas por lo que el mentiroso tuvo que aguantar algún tiempo la
continua presión de mis risas, y la de los demás, provocadas por las pullas
irónicas de quien había cumplido su parte: «¿Acaso
tu padre se ha ido a La Meca, Idriss?», le preguntaba Nekiambe. Nunca era
momento de visitar su casa para que yo, el juez, pudiera dictar mi veredicto.
Al cabo de casi un mes, quedo en evidencia la mentira de uno y malicia del
otro, aunque mi curiosidad quedara satisfecha, de la misma forma que los
compañeros, que ya tenían a su perdedor al que, a partir de aquel momento, ya
nadie creyó y todos usamos de objeto de nuestras burlas. No hay nadie más cruel
que un niño porque no tiene medida. En casa de Nekiambe comprobé que,
efectivamente, existía otro mundo paralelo al que vivíamos nosotros, y, aunque
nada tenía que ver lo oído en la radio con lo dicho por mis mayores, parecía
mejor. ¿Sería allí donde Katuku había conseguido llegar sin haber pasado la
prueba de su hombría guerrera? Seguramente. Me extrañó oír que por las calles
de aquella ciudad paseaban muchas personas gordas. Yo había visto pocas, por
eso me llamó la atención. Ten en cuenta que en África gordo es sinónimo de
rico. Incluso pensé que serían de otra tribu, como los pigmeos que había
conocido, todos tan bajitos, hasta los mayores. Y, aunque el locutor dijo que
dominaba la raza blanca, también oímos
que las había de nuestro color. A partir de esa experiencia ya no fui el
mismo, y agradecí a Nekiambe que se buscara otros con los que presumir, porque
yo ya no le daba bola ni le seguía las bromas contra Idriss. Así que quedé
aislado entre unos y otros. Un poco como me ocurre ahora, pero esta es la misma
sensación que aquella que sintiera. Te pongas como te pongas, todavía no sé a
qué mundo pertenezco. Si del que vengo o al que vine. Allí no estaba a gusto
por conocer este, y ahora que lo conozco siento nostalgia de aquel. Siento,
como tantas otras veces, haber traicionado a mi abuela Mayifa. Jamás fui ni
seré el guerrero que ella deseaba que fuera su biznieto. Y ahora, hasta critico
a los guerreros. Jamás cacé ni cazaré un león a punta de lanza, porque aquí no
hay leones, y aunque los hubiera, mi valentía no da para ello. Jamás bailé ni
bailaré la danza de la guerra, porque ahora no veo honor en ello. Ahora he
llegado donde ella llegó y ni tengo nieto ni nada bueno que contarle, salvo su
propia historia. Eso es lo que nunca has sabido, y espero que te ayude a
entenderme, mon ami. Y con ese deseo
te dejo hoy. Tu amigo,
Hacer ladrillos de adobe es lo que tiene, que te deja la boca libre. La envidia de este otro compañero la detectamos todos. No así las ganas de jorobar al presumido Nekiambe que lo notó tan bien como yo. Así que empecé a adular al engreído y le entré por donde más le agradaba, es decir, hablé mal del envidioso Idriss y compartí mi idea de lo mentiroso que era porque «ese no tiene donde caerse huerto, mientras tú eres el hijo del capataz», lo que no era mentira, aunque sí que el otro dijera que «mi radio es más grande que la del imbécil ese de Nekiambe», como le conté después. Conseguí que me prestara atención al decirle que en casa de Idriss no había un hierro clavado apuntando al cielo como él me había contado que su padre había tenido que poner junto a su casa. Y, más o menos, así logré ganarme su confianza totalmente. El asunto llegó al límite cuando Nekiambe llamó mentiroso a Idriss al oírle decir por enésima vez que el mes siguiente viajaría con su familia a
Cuántas penurias ha pasado el pobre Dikembe... y las que faltará por contar. Al final habrá valido la pena porque en su escritura parece un hombre "letrado"... Estaremos al tanto. Abrazos, JC.
ResponderEliminarY cuántos Dikembe nos habremos echado a la cara sin saberlo. Gracias, Ligia. JC.
EliminarY por cierto, el capítulo anterior que está enlazado es el 2, no el 3...;)
ResponderEliminarSí, el número del capítulo en el título era algo muy útil. El autor está a tiempo de corregir ahora que hay pocos publicados :).
EliminarGracias a los dos, tomo nota. JC.
EliminarUn error, deshacer lo andado, eso nunca. Veremos si la vida le cambia y le trae alguna que otra alegría.
ResponderEliminarMe gusta la foto.
Un abrazo. J.C.
Seguro que sí, pero su vara está muy baja, así que con seguir en brecha ya tiene bastante. De momento. Gracias, Varinia. Abrazos, JC.
EliminarGran historia, la de este hombre!!
ResponderEliminarY gran relato, hace pensar bastante aparte de recordarnos una vez mas lo afortunados que somos por perteneces a este "primer mundo" (nunca habia pensado en cual sera el segundo, tienes razón..!)
Besos, hasta el lunes!
Gracias, Lola. Un beso desde este "mundo fantástico", JC.
EliminarPues a mí me deja un sabor amargo. Ésta historia es UNA, pero hay infinidad de ellas y parece mentira lo que se ha adelantado en unas cosas y lo poco o nada en otras. Y éstas otras son tan importantes como aquellas. Osea, que nacer para vivir así... mejor dicho, sobrevivir... Aunque se viene al mundo sin pedirlo, claro, no discuto eso.
ResponderEliminarComprendo muy bien el vacío de nuestro protagonista, más de lo que quisiera... menos mal que no me identifico con él en ninguna otra cosa.
Lo bueno es que puede contarlo y remendar su vida de alguna manera.
(Siento el retraso, como siempre)
Besos.
De alguna manera cada uno de nosotros es universal. Por ello nos identificamos entre nosotros. Esa es la maravilla del individuo, del ser humano. Y como en la conciencia también hay gusto, a veces, nos amarga. Aunque no a todos, por desgracia.
EliminarAquí no se pasa lista, jaja. Gracias, Nita. Un beso, JC.
Pues otro capítulo más leído... sin prisa pero sin pausa...
ResponderEliminarAunque pasa penalidades su manera de hablar deja entrever que no todo ha sido malo.
Feliz semana.
Chary:)
Comentario acertadísimo, pues eso quería el autor. Abrir un rayo de esperanza con su lenguaje. Gracias, Chary. Un saludo, JC.
ResponderEliminarEstoy sin palabras JC, sigo leyendo...
ResponderEliminarBesitos
Gracias, espero que quedarte "muda" sea buena señal, jaja. Un beso, Amanda, JC.
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