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martes, 30 de mayo de 2017

Trucos de máquina de coser II. Videotutorial

Creo que a todos nos encantan los trucos, para mí son aquellas pequeñas cosas que te hacen la vida más agradable, más cómoda, más confortable, que te ahorran tiempo, los hay que te ahorran hasta espacio y dinero. No va a ser el caso de los que os presento hoy.


Si os perdisteis los primeros trucos, ahora estáis a tiempo de verlos.



Y sigo coso que te coso...

lunes, 29 de mayo de 2017

CAP. 55 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Andanzas y tropezones de Dikembe Biyombo



De cómo llegamos a la Península



rimero subió Nadim al barco. Al poco nos hizo una seña y subimos nosotros. A mí me temblaban las piernas. «Todo estás bien, solo hay soldadetes que se han licenciado». No entendimos más que el primer mensaje. Entonces, bajó y sacó nuestros pasajes para Algeciras. Desde la cubierta, apoyados en la borda, vimos pasar un jeep militar ocupado por dos jóvenes de uniforme y casco blanco en el que resaltaban dos letras: PM. Paraban a todo joven blanco que veían con el pelo corto. Pero no vimos que interpelaran a nadie que no cumpliera esos requisitos. Nadim nos explicó que aquella era la policía militar. Solo les importaba los soldados, porque no  tenía autoridad sobre los civiles. Pero como en Ceuta el 80% de sus habitantes eran soldados, casi todos obligados a servir a su patria tantos meses como perdían, los del casco blanco se movían como peces en el agua porque a ellos nadie les vigilaba. Viste a un destripaterrones de uniforme, dale poder y le convertirás en Napoleón. Los hombres son así. Raro es quien no saca provecho de esa circunstancia. Como le ocurría al jefe de Nadim, aquel teniente coronel que le daba trabajo gracias a sus negocios y chanchullos.

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No puedo negar que Dikembe lleva razón cuando dice que los hombres con uniforme se creen dioses, aunque la generalización nunca es exacta. Pero quién no ha tenido una mala experiencia con un uniformado, sea este del tipo que sea. En esa línea cabe decir también que cuanto menos rango tiene el Napoleón de turno, más grave es su soberbia. Y ahora soy yo quien generaliza. Una de mis frases más odiadas es aquella que pregunta: ¿Sabe usted con quien está hablando? Me asquea porque me parece una excusa de aquel que en ese momento va de paisano: Si fuera de uniforme no me hablaría usted así. ¿Y usted se cree que por llevar un uniforme es más que yo? Anda que no hay cazurros en todos los y las órdenes si excluimos la natural. Cierto es que uno sufre de stolifobia pero también es verdad que otros sufren del síndrome de Napoleón.

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También nos contó que la PM iban siempre en busca de algún caballa vestido de paisano. Los caballas son los españoles nacidos en Ceuta que, por el motivo que fuera, hacían la mili allí mismo. Dormían en casa, no en el cuartel, pero debían ir vestidos de uniforme por la calle. Estuve un tiempo engañado porque pensaba que caballa era la hembra del caballo. Cuando supe que era un pez, no me aclaró de donde venía ese hipocorístico. Luego supe que las aguas donde pescaban los ceutíes estaban infestadas de este pescado. Y que nosotros, de haber sido jóvenes hoy, hubiéramos sido atunes y presas de los atuneros, como lo fuimos de las mafias norteafricanas. La última información que nos pasó Nadim, junto con un macuto, nos hundió sin que La Paloma hiciera aguas ni zozobrara. Ceuta era un puerto franco por lo tanto no tenía aduana. Aunque no tendríamos que pasarla en Algeciras. Llevar, llevábamos los chalecos salvavidas debajo de las chilabas y también el dinero. Aparte de eso, nada, ni siquiera papeles para entrar en la Península. Por ello, antes de arribar al puerto de Algeciras, cuyas luces divisaríamos sin problema en la oscuridad, deberíamos lanzarnos al mar sin que nadie nos viera por babor o estribor, cerca de la amura y nunca por popa. Esto hubo de explicárnoslo Nadim con otras palabras: «La popa es la parte de atrás del barco, y allí están las hélices que lo mueven. La amura es eso que veis, donde empieza a estrecharse la cubierta para hacer el pico de la proa. Ese es el punto que más cerca está del agua.». Estaba claro. Babor y estribor eran los laterales del navío. Y la amura la teníamos a diez metros. Dentro del macuto, junto a algunas frutas, nos había metido un cabo por si en vez de saltar nos queríamos deslizar hasta el agua. Y por último nos dio una cartera de tejido encerado para meter el papel moneda. Después de oír todas aquellas aclaraciones, Adama bajó del barco por donde había subido sin decir una palabra. Nadim me miró con cara indagadora y sorprendida. Con tres palabras se lo expliqué: «No sabe nadar». Tras lo cual abandonamos la cubierta y bajamos a tierra tras mi amigo. Ya los tres juntos otra vez, Nadim, a su manera, pidió disculpas y se defendió: «Di por hecho que los dos sabíais nadar. Y nadie dijo que iba a ser fácil». Adama, nervioso, no dejaba de dar cortos paseos. Se alejaba y se acercaba a nosotros con movimientos de cabeza, como si negara la realidad, como si no creyese que había llegado hasta allí y que, por el miedo a ahogarse, se iba todo al traste. Tanto nadar para morir en la orilla, como decís vosotros. Al final debió de verlo claro, porque según se acercaba, dijo algo así: «Siempre hemos confiado uno en el otro…». Me puso la mano en el hombro, me miró a los ojos e hizo un acto de fe: «Vamos, Dikembe» y sin soltarme me arrastró de nuevo a bordo del navío que ya avisaba de su salida. Poco después, también a golpe de sirena, nos hicimos a la mar con el saludo de Nadim desde el muelle. Y con una advertencia que yo juzgué imprudente: «¡Cuidado con las hélices!». Pero de haberla interpretado el resto del pasaje no se la hubiera creído. Menos mal que se expresó en francés. He de aclararte que Nadim no era caballa, sino un marroquí asentado en la colonia española tan alegal como nosotros. El miedo por la vida de mi amigo, me arrancó el que yo sentía por la mía. Y la responsabilidad creció en mi interior según nos alejábamos de África y nos acercábamos a Europa. No nos movimos del punto más apropiado en toda la travesía. Los jóvenes que volvían a casa iban felices y alegres. Y lo expresaban de manera sonora y fogosa. Si no hubiera sido por lo que era, yo me hubiera sumado a ellos, aunque no conocía las canciones ni las bromas que compartían. Pero las risas sí. Las carcajadas forman parte del lenguaje ecuménico, como el llanto. ¡Qué fácil hubiera sido sin fronteras ni aduanas! Pero el mundo en el que pretendíamos vivir tenía sus exigencias. Nada había sido coser y cantar en nuestro periplo y esta ocasión no iba a ser una excepción. Acaso por quitarme de encima esa sensación de responsabilidad le dije a Adama que eligiera el momento de saltar: «…pero primero saltaré yo». Lo de la cuerda lo veía muy llamativo y lento. Podían descubrirnos a la primera, según nos deslizábamos por el costado del barco. ¿Y qué haríamos entonces, uno en cubierta y otro colgando? No, mejor sería saltar y que fuera lo que dios quisiera. Adama no contestó a nada, simplemente me sonrió y descubrí en sus ojos toda la confianza que me otorgaba. Recuerdo perfectamente que se me humedecieron los ojos. Y en la oscuridad le abracé. Era nuestra despedida porque ninguno de los dos creía que fuéramos a lograrlo. Y supe en esos momentos que quien se sentía responsable de la situación era él. Yo era, por el contrario, el encargado de llevarnos a buen puerto. Aquel hombre ponía su vida en mis manos con toda tranquilidad. Llevaba al extremo nuestra amistad. Había decidido sobre el muelle de Ceuta no ser el motivo de quedarnos en tierra. La vida usa mucha ironía con quien quiere vivirla. Las luces del puerto de Algeciras comenzaron a hacerse visibles entre la bruma. No tuvimos tiempo ni ganas de disfrutar nuestro primer crucero. Basta que no desees que llegue un momento para que el tiempo avance más deprisa que la propia luz. A causa del frío que se había levantado al acostarse el sol, no nos movimos ni un metro de la borda a la que nos recostamos al subir. Había llegado el momento de tomar decisiones. ¿Sería la última? Tú y yo ya sabemos que no. Pero en aquellos instantes nadie lo sabía. «Estará fría», afirmó Adama. Y nos echamos a reír los dos. Así eran y son sus bromas. Pero tras las risas nerviosas vino la muerte chiquita(1) que trajo de nuevo el silencio. Y el miedo por el otro me hizo tiritar. Ya se distinguían siluetas sobre el malecón algecireño. Las aguas, negras con puntillas blancas, no se dejaban ensillar. Aun así, un Adama desobediente subió un pie sobre el pasamanos del bordo y saltó al vacío. Antes de que oyera golpear su cuerpo contra las olas, el mío ya le seguía. Sin sacar la cabeza del agua ya le llamaba. Le busqué nervioso, pero no le ví. Al sobrepasarme el barco y tras el bamboleo que produjo su estela, me di con él. Enganché su ropa y tiré hacia mí. Su respuesta fue pegárseme como una lapa. Entre su peso y mi mal nadar empecé a sentir que nos hundíamos. Y grité como nunca había gritado: «¡Quédate quieto, quédate quieto!». Y esta vez obedeció. «Ponte boca arriba. Yo te sujeto». Y volvió a confiar en mí a pesar del pánico que me transmitía su cuerpo y sus manotazos contra el agua. Entonces pude ser dueño de mis extremidades mientras flotábamos gracias a los chalecos. Cambié mi presa y le agarré de la capucha y empecé a mover mis pies y mi brazo libre. Busqué las luces del puerto. Las encontré y hacia ellas me dirigí. «Así va bien, así va bien», le gritaba entre jadeo y jadeo, sin notar que avanzáramos. Pese al ejercicio empecé a notar el frío y la humedad. Por supuesto no me dirigí derecho al puerto. Dejé las luces a mi derecha. Cansado, imité la postura de Adama que preguntó sin mover un músculo: «¿Estás bien?». Le tranquilicé: «Solo cansado». Pero descansé poco. Era peor quedarse quieto, el frío de las aguas hacía que tus músculos se agarrotasen. Y pensé que mi amigo lo pasaba peor que yo, así que me puse en marcha otra vez, pero antes le dije que moviera las piernas hacia arriba y hacia abajo. Con ello buscaba que Adama no sufriera una hipotermia y me encontré con una ayuda para avanzar. Ya no era un peso muerto, aunque tampoco un motor fueraborda. Y volví a gritar: «Así va bien, Adama» para animarme a mí mismo. Cuando me faltó el aliento y me sobró el cansancio mis talones chocaron contra el suelo marino. Entonces, se me pasó todo: el frío, el miedo, el desaliento y la fatiga. «¡Hago  pie, hago pie!» aullé y solté a mi rémora amiga. Él asustado, no sabía qué era hacer pie, no terminó de decir mi nombre ya erguido y con el agua por la cintura. Salimos del mar a trompicones y en lucha con la resaca y la extenuación. Nos dejamos caer todo lo largo que éramos sobre la arena seca. Habíamos llegado. Yo, al menos, tiritaba. Caí en un duermevela hasta que sentí en mis ojos el color del sol. Estaba aún mojado sobre la blanca arena. No quise abrir los ojos porque me sentía bien. Recordé a Adama de pie sobre las olas y me despreocupé. Lo cierto es que no sentía preocupación alguna. Tan solo el ruido del mar y mi propia existencia. Si nos hubieran sorprendido en aquel momento me hubiera dado igual. Lo habíamos conseguido, quizás porque no sabíamos que era imposible. La voz de Adama me sacó del nirvana. «Vamos, remolón. Al menos date la vuelta para secarte el culo». Sin moverme y sin abrir los ojos pregunté aquello que ya sabía: «¿Estás bien?». «Mejor que tú». Sonreí por fuera y por dentro y me di la vuelta. Noté como la arena se desprendía de mis ropas y como la brisa la arrancaba de mi piel. Y recordé los consejos de Nadim, tarde pero me acordé. No debíamos estar al descubierto mucho tiempo. Y más si algún viajero de La Paloma había dado la voz de alarma. “Más vale tarde que nunca”, me dije. Me incorporé y quedé sentado: «Tenemos que marcharnos de aquí».  Pero segura-
mente nadie se habría dado cuenta de que dos negros habían saltado por la borda. Y si lo habían hecho tampoco les hubiera importado mucho. Es algo que no solo les acurre a los ciudadanos, también a los gobiernos. Y más si se trata de inmigrantes. Pero entonces nuestra lucha no era contra vecinos o gobernantes. Era contra nosotros mismos. Contra nuestros temores y retos y a favor de nuestros sueños y deseos. Me iba a quitar la ropa cuando Adama me advirtió. No sabíamos si en aquel país que creíamos España, la gente iba por la calle casi sin ropa. Y, además, aunque la playa no era grande, dos negros desnudos, destacaríamos bastante contra la arena. Y como tampoco nos preocupaban mucho, las prendas se secarían puestas. Aunque ya no tenía sentido, cruzamos la playa a la carrera. Después de caminar por una senda, acabamos en una carretera asfaltada y estrecha. A algún sitio nos llevaría y nos fijamos un  objetivo  inmediato:  llenar

la panza. Quedamos en que él no abriera la boca, no sin que yo aprovechara a lanzarle una pulla: «Aunque eso no te va a costar trabajo». Después de un buen rato en el cual dimos más motivos de comer a nuestros cuerpos, llegamos a un pueblo que resultaría ser Guadacorte. Y un olor desconocido nos llevó a la primera freiduría que pisaríamos en España. No tuvimos que buscar mucho porque, en la carretera que partía la blanca aldea en dos, un grupo de paisanos charlaba, fumaba y bebía delante de una cortina de rayas que nos llamó la atención. Y en aquel momento, estrené mi español: «Hola. ¿Dónde poder comer?». Evidentemente, nos invitaron a entrar por la cortina. Dentro, en una oscuridad clara, tras un mostrador, una mujer fregaba unos vasos y un hombre estaba sentado en un rincón. Volví a saludar: «Buenos días». Nos acercamos a la barra y me sorprendí de la cantidad de comidas diferentes que adornaban la mesa alta. No así de las moscas que pululaban sobre ellas. También, en un rincón, colgaban unas barras y otro colgante informe tapado con un paño que debía haber sido blanco algún día. La mujer contestó a nuestro saludo con la misma frase pero con distinto acento. Recorrimos la barra sin dejar de mirar el contenido de platos y fuentes. Solamente reconocimos las olivas. La camarera, una mujerona morena y con el pelo largo y rizado recogido en una coleta, al ver nuestra aptitud, empezó a enumerar, supusimos, todo aquello que podía ofrecernos: «… Ademá del embutío», y señaló los colgantes del rincón. Únicamente entendí esto último, pero como no sabíamos qué era el embutido, me dio lo mismo. Es decir, no nos enteramos de nada. En aquel momento pasé junto a algo que me olió fenomenal, me paré y volví a oler. «Esa e mi espesialidá». Como si me hubiera enterado dije que sí y señalé a Adama y después mi pecho. La señora, presta, cortó dos triángulos de aquella pequeña rueda amarilla y los puso en sendos platos. Nos los sirvió con un tenedor y con dos trozos de pan. Mi amigo me miró sin que yo entendiera su mirada. Cogí el tenedor y comencé a comer. Al ver mi cara tras engullir el primer bocado Adama corrió a imitarme. Aquello sabía a gloria. Aun hoy es mi plato favorito:  la tortilla de patatas.  Y también nos llevamos
otra alegría al probar ese pan con miga. Empeñados en comernos todo, la camarera nos preguntó algo que entendí a la perfección: «¿De beber?». «Agua», contesté. Y nos sirvió dos vasos de agua clara y transparente. A mí me llegó a tiempo porque el pincho de tortilla y el pan, por el ansia, se me habían quedado atravesados más abajo de la garganta. “Despacio, Dikembe”, me dije y me acordé de mi abuela Mayifa. Eran las palabras que decía ella cuando me veía zampar más que comer. También me decía, con toda la razón, que el hambre se va antes si se tarda en comer. Y me tomé la licencia de recomendárselo a Adama. «¿Y tú?». «Yo también, yo también». Pero tanto a él como a mí, la recomendación nos entró por un oído y nos salió por el otro. Acabó antes que yo, se limpió la boca con el dorso de la mano y eructó. Esperó a que yo acabara y me hizo una seña con los ojos. Me faltó tiempo para pedir otras dos raciones y otros dos vasos de agua. Y ya con menos prisas y ansiedades terminamos de matar el gusanillo que en realidad era un dragón de cinco cabezas. Llegó la hora de pagar. Me desaté las cintas de la bolsa encerada y saqué un billete al azar. Lo puse en el mostrador a la vez que pedía más agua «por favor». La señora miró el billete marrón y me dijo algo sobre más pequeño. Sin saber qué hacer, saqué todo el dinero y se lo ofrecí a la mujer para que eligiera. Y aprendí que los marrones eran de cien pesetas y los más chicos de una peseta. «Con este de sinco tenéi baztante». En un platillo blanco nos dejó unas monedas. Cuando estábamos ya junto a la cortina nos llamó. Nos dejábamos las vueltas. Volví al mostrador, cogí las monedas y di las gracias de nuevo. Fue la primera persona honrada que conocimos aquí. Conocimos y conozco a muchas personas, pero no todas lo son. En la calle miramos a derecha e izquierda. Frente a nosotros salía otro camino, este sin asfaltar. Y como siempre que no sabíamos qué hacer yo le miré a él y él me miró a mí. Siempre buscábamos la respuesta en el otro. Pero esta vez, no la teníamos ninguno. Así pues, volví a entrar en la taberna. La mujer había desaparecido y me acerqué al caballero de la esquina. «¿Madrid?». El hombre, absorto ante un vaso vacío levantó sus ojos vidriosos. «A la derecha, siempre a la derecha». Hoy me pregunto todavía si aquellas palabras escondían una queja. Los de fuera, que habían escuchado la breve conversación, aclararon que al menos tendríamos para seis jornadas. Así pues, nos pusimos en camino. De vez en cuando un vehículo pequeño rompía el silencio con su motor. Llegamos a un nuevo cruce donde, en un cartel, reconocí la palabra “MADRID” junto a unos números. El indicativo acababa en punta y esa dirección fue la escogida. «Hay que alejarse de los coches, Dikembe». «Espera», contesté. Estudié el sol y las sombras y me ubiqué. Madrid estaba hacia el norte. Y me hice una idea de por donde llegaríamos: por la mañana, el sol a la derecha, por la tarde, a la izquierda. «Bien, allons». Y nos alejamos de la carretera, pero no de su orientación. Nos encontramos con que el camino escogido era más incómodo y duro que el dejado. Nos surgió la duda de volver a la carretera. Ambos recordábamos los consejos de Nadim, pero… Teníamos que buscar un pueblo de donde partieran esos autocares que llevaban a Madrid. La única manera de encontrarlo era con preguntas. Y no íbamos a preguntar a los coches ni entre nosotros, ¿no? Eh bien, c'est ça, mon ami. Para consultar hay que tener a quien. Y por donde caminábamos no nos habíamos encontrado con persona alguna. Los árboles, que parecían tener dolor de barriga por lo retorcidos que crecían, no hablaban. Los pájaros y los lagartos españoles tampoco. Optamos en principio por la seguridad y seguimos tras campo. En lo alto de una loma divisamos una figura humana. A su alrededor se movían otras que andaban a cuatro patas y que, al darles el sol, las pensamos cabras por su blancura. Resultaron ser ovejas. Saludamos de lejos y con gestos al pastor que nos devolvió el saludo igualmente con un movimiento de su cayado. Nos salió al paso un perro alegre y ladrador. A la voz de su amo volvió a su tarea. Cuando aquel hombre habló creí que no había aprendido nada de español. Hablaba tan raro como la otra señora. Yo creo que también le desconcertamos. Dos negros que surgían de la nada era para extrañar a cualquiera. Conseguí entender su pregunta. No, no nos habíamos extraviado. Y le informé de adonde íbamos. «Pos oz queda un casho». Tuvo que repetirlo, tras un par de silbidos que dirigió a sus animales, y yo me lo aseguré: «¿Lejos?». «Mu leho, zi zeñó». No veía yo que fuera a sacar mucho de aquel paisano, aunque hice la última intentona: «¿Autocar Madrid?». A partir de ahí ya no le entendí nada salvo una palabra que luego nos ayudaría: Ronda. Nos despedimos entre silbidos y “¡tus¡ ¡tus!” para llamar a su perro. Y entendí que nos marcaba la dirección a seguir con la cachava. Cruzamos tierras secas con árboles bajos, que más bien eran matorrales, aunque repartidos  homogéneamente por los campos. Luego sabríamos que eran viñedos. Probamos su fruto, redondo, pequeño y verde. No estaban en sazón y lo escupimos. Lo que me recuerda que mañana tengo que comprar uvas. Tras las tierras de cultivo nos dimos con un vallado que saltamos. Y en qué momento lo hicimos. ¡Madre mía! Nos encontramos con unos animales, que tampoco conocíamos, a los que admiramos de lejos: negros y cornúpetas. Nos parecieron mansos, pero no nos acercamos. El miedo a lo desconocido nos lo impidió. Menos mal que aparecieron un par de caballeros con sus correspondientes caballos y con sendas garrochas que llamaron nuestra atención por largas. Y, por supuesto, nosotros a ellos. Se dirigieron al trote hacia nosotros. Saludamos, pero ellos sin más, cuando llegaron a nuestra altura, y casi sin parar, nos tendieron el brazo libre y nos aupamos a la grupa de sus monturas. Dejamos atrás a los toros y nos apeamos frente a una puerta bien bonita de forja que resaltaba porque estaba soportada por dos pilares de piedra clara. Un arco, también de forja, las unía y sobre él un emblema que refulgía como el oro. La primera pregunta de aquellos hombres fue si estábamos locos. Yo argumenté aquello que el ovejero dijera, que nos habíamos perdido. Y añadí que un pastor nos había indicado que si seguíamos recto encontraríamos Ronda. «Pos en buena oz ha metío el hodío pastor». Y, a continuación, el caporal nos redirigió. Si seguíamos el camino que partía de la puerta, llegaríamos a una carretera empedrada que nos llevaría a Ronda si tomábamos a la izquierda. Y ya no dudamos más, iríamos por donde los carros y los automóviles. Eso, si, apartados de la cuneta y pisando la tierra. Y gracias a esta precaución, no caímos en manos de la autoridad competente. Los diferentes vehículos que pasaron, lo hicieron sin más. En la cima de una cuestecilla, a unos metros de nosotros, vimos de espaldas a una pareja armada, uniformados con la misma indumentaria verde y con sendos sombreros tan negros como raros y relucientes. Adama fue el primero en ver los fusiles colgados al hombro. Me agarró del brazo y me obligó a retroceder agachado. «¡Soldados!», susurró. Nos alejamos más del camino empedrado y buscamos refugio entre los árboles rechonchos. Una vez puesta tierra de por medio, decidimos esperar para que se alejaran. Y nos pilló la noche. Fue la primera que pasamos en España. Y fue cálida, así que no echamos de menos las mantas hasta el alba. Pero aquella no sería la única experiencia con la guardia civil. Ni qué decir tiene, cenamos olivas verdes y un poco amargas, pero llenamos el buche. No nos sentaron muy bien a ninguno. Por ello, la tortilla de patatas y el pan subirían más en nuestro ranking de comidas. Cuando nos levantamos sin esfuerzo, porque despiertos ya estábamos, decidimos pisar otra vez la carretera para acercarnos a Ronda. Suponíamos que los soldados ya se habrían alejado y no volveríamos a verlos. Error craso pues nos los encontraríamos de cara, aunque otra vez conseguiríamos que ellos no reparan en nosotros. Estaba claro que desconocíamos las costumbres de esta tierra. Solución: retirarnos de la aquella vía principal. Nadim tenía razón. Pero el encontronazo con los toros y lo cerca que sentíamos el pueblo nos habían hecho cometer un error que, gracias a una choza cercana al camino, no pagamos. Pero de nuevo nos dimos con otro cercado. Este blanco y sucio. Le rodeamos por la izquierda a sabiendas de que terminaríamos en el empedrado otra vez. Corrimos. Salimos de nuevo allí de donde habíamos huido. La curva era pronunciada y el badén notorio. Desde allí oímos un “¡So!” sostenido, un relinchar y una pregunta que ya habíamos oído: «¿Aónde vais?». Nos volvimos. Un hombre joven y moreno nos miraba bajo un paraguas atado al pescante del carro. «Ronda», contesté. «Pallá voy yo. Venga, parriba». Adama y yo nos miramos. Y aquel paisano insistió. No le entendimos, pero interpretamos su gesto. Así que yo me subí junto a él, tal como indicaba, y Adama sentado con las piernas colgadas en la parte trasera de la carreta. Diego, como se presentó el carretero, «pa zerví a uzté», debía ir aburrido porque no paró de preguntarme desde que me subí a su lado. Contestaba como podía a sus preguntas que, a veces, le obligaba a repetirme. Cuando miré hacia atrás, vi a mi amigo tumbado sin recoger las piernas. A pesar del traqueteo y de recibir el sol en los ojos, yo creo que se durmió. Y, como no hay dos sin tres, nos dimos de cara con otra o con la misma pareja de soldados. Los vi acercarse, pero las circunstancias no invitaban a huir. Saltar del pescante, empezar a correr por el campo y abandonar a Adama no era una salida. Así pues, aguanté allí subido con la sensación de que, al final, aquel par de guardias nos había pillado. Me tapé la cara con las manos y las escondí entre mis rodillas. Fue una reacción infantil, como si creyera que no me verían al no verlos yo. La flojera me entró cuando noté que nos deteníamos. «A la buenaz, caballeroz». «Buenos días, Diego. ¿Qué, a Ronda?». «Zí zeñó, como to lo día». Y llegó la pregunta que temía: «¿Y ese moreno?». «Ezte e buena hente, zeñó guardia». Siempre he pensado que ese fue el momento más crítico de nuestro viaje. Dependíamos de la opinión y del aval de un desconocido, cuya única defensa fue esa frase coloquial: Buena gente. Éramos buena gente. No sabía el peso que el parecer de un carretero tenía por aquel entonces sobre la autoridad, pero aquella humilde opinión nos salvó. La pareja dio por bueno aquel juicio porque sí, porque así lo decía Diego, el carretero. Era evidente que nos habíamos introducido en una cultura muy distinta a la nuestra y que tampoco tenía que ver con aquella que nos encontraríamos en Madrid. Era una cultura rural donde la palabra de un conocido y honrado vecino tenía más valor que la obligación de controlar al personal que deambulaba por los entornos. Adama, por supuesto, no se enteró de aquel encuentro. Cuando se lo conté me creyó a regañadientes. Y porque terminé por enfadarme y mandarle a la mierda. Para él todos los soldados eran enemigos y energúmenos. La alteración de mis pulsaciones se normalizó muy cerca de Ronda. Si hubiera tenido más confianza, le hubiera dado un beso al tal Diego por dos motivo. Uno el evidente y el otro porque me hizo creer que, de verdad, éramos buena gente. Y para que él siguiera creyéndolo, no incluí en mis contestaciones ninguno de los delitos que habíamos cometido hasta la fecha. O al menos los que yo creía. Diego disfrutó mucho, sobre todo con la historia de Dangara. Incluso hizo un comentario del tipo: «Pos ya tenía que ser bonita la mushasha». Se la describí tal como mi mente la imaginaba. Y ya sabes, la imaginación es la culpable de cualquier idealización. Pero dejemos la entrada en Ronda para la siguiente misiva. Solo decirte que esa fue una de las visiones más bonitas que he tenido. Aquella Ronda nada tiene que ver con la turística de hoy. Al menos, el ambiente que se respiraba no era el mismo. Un saludo,









(1VG) [↑][Volver] Muerte chiquita: coloq. Estremecimiento nervioso o convulsión instantánea que sobreviene a algunas personas. Fuente: DRAE.


Imagen 1. Foto bajada de minotauro.periodismohumano.com. ©Juan Medina (original en color). Retocada.
Imagen 2. Foto bajada de www.losbarrios.es.
Imagen 3. Foto de HombreDHojalata - Trabajo propio, CC BY-SA 3.0 es, bajada de commons. wikimedia.

viernes, 26 de mayo de 2017

Creando y reciclando III


La aprendiz de diseñadora que me está creciendo, está como una noria. Tiene subidas, bajadas....

El cojín de ayer, me parecía lo más de lo más y así lo dije.

Éste, ahora que lo veo en foto y solo, está un poco descompensado de las izquierdas, o de las derechas, según se mire.

Creo que él solo buscará su equilibrio si es que lo requiere, igual ni lo necesita y preocupada que me tiene. Bueno, poco, se me pasa enseguida, ni os molestéis en preguntarme mañana porque no me acordaré.

Ahora os voy a mostrar los cuatro juntos:



Aún no están domados, ni sé si ese será su sitio, sólo el de JC que ya me ha dicho que no piensa renunciar ni ceder su puesto a los "log cabin locos esos"

"De momento" así lo dejo.

A no ser que mañana mismo me de otro punto.

Y sigo coso que te coso...

jueves, 25 de mayo de 2017

Creando y reciclando (II)


Bueno, bueno, que me estoy viniendo arriba, no os digo más.

¿Podría haber quedado más mono mi cojín-almohada?

Lo dudo, ya os lo digo.

Aquí me puse a diseñar que me volví loca.

Vale, ya, ya... que no es para tanto.

Pues a mi me lo parece.

¿No os habéis dado cuenta de la tremenda, tremendísima suerte que tenemos pudiendo ser felices con unos trocitos de telas sin necesidad que sean ni nuevas?

Tener un hobby que lo puedas hacer desde casa y que no requiera ni dinero es la rebomba.

Quizá si no somos más felices es porque no somos conscientes de todo lo que tenemos o de lo poco que necesitamos para serlo.

A mi me hacéis muy feliz con vuestras visitas y comentarios, os lo digo de corazón.

Y sigo coso que te coso...

P.D. Si os habéis perdido el anterior, lo podéis disfrutar aquí.

miércoles, 24 de mayo de 2017

Creando y reciclando

La primavera, la sangre altera.

Yo vivo en una eterna primavera, para lo bueno y para lo mejor.


El caso es que me ha dado por probar texturas, reciclar telas, segundas oportunidades...

Telas vaqueras, de cortinas, de visillos, de faldas, de vestidos, de muestrarios de tapicería ....

Pensaba hacer bloques crazy, pero fue Marta la que me dio la idea de Log cabin irregulares. Y me ha gustado. Peligro.

Ya estaba montando otro quilt. Si, otro quilt, ¿otro? 

Menos mal que se me encendió la bombilla. Me dije: O sea que tienes los cojines de la habitación hechos un desastre y andas moneando con otro quilt. A ver, que nos centremos, aunque sea sólo unos días.

Dicho y hecho, en un pis pas, he renovado los cojines de mi cama.

Aquí va el primero:


Está rematado con una cremallera en la parte inferior para que se pueda lavar sin dificultad. Rectifico para que se pueda sacar la funda y meter ésta en la lavadora sin problemas. Que si no rectifico, luego me critican.  Lo bueno de tener las críticas en casa es que la piel se te curte.

Quería que las telas que completasen el cojin-almohada fuesen discretas para que el bloque resaltara. Discretas si, pero taaaan sosas, eso no lo quería, pero fue lo que salió.

No importa, en cuanto me canse le pongo otras telas, que se me está pegando de mi madre que no hace más que restaurar de lo restaurado. 

Con este post participo en el Reto facilisimo correspondiente al mes de mayo "Mes de la costura"

Y sigo coso que te coso...

martes, 23 de mayo de 2017

Sorteo 1000 suscriptores canal Youtube

La verdad es que no me podía imaginar que en menos de cinco meses alcanzara la cifra de 1000 suscriptores en el canal de Youtube.

Requetemuchísimas gracias a todos los que lo habéis hecho posible.

Las visitas están creciendo a mucha velocidad, los mensajes no pueden ser más cariñosos.

Yo solo puedo estar muy feliz y muy agradecida.

He hecho un video, la verdad es que estaba nerviosa y muy desordenada, igual me he liado, bueno igual no, me he liado y mucho. Menos mal que en edición parece que lo aclaran.

A ver, hay un sorteo, como no quiero hacer spoiler, tendréis que ver el video, solo deciros que, para participar, hay que apuntarse con un comentario en Youtube.

De nuevo muchas gracias por acompañarme en todas mis locuras.

Y sigo coso que te coso...

lunes, 22 de mayo de 2017

CAP. 54 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Andanzas y tropezones de Dikembe Biyombo



De cómo llegamos a Ceuta





o nos impacientamos. Sabíamos que llegaría el día en que Fadoul nos liberaría de la deuda. Y no fue antes, estoy casi seguro, por el bien que Adama hacía a su esposa, cuando, en realidad, era ella quien cuidaba a mi amigo. No le importaban lo más mínimo mis miradas y palabras de sorna, Adama, simplemente, se dejaba querer. Y un día que Mobarak y yo volvimos de vacío supimos que habíamos cumplido con el viejo. Ese día no había salido Adama porque sus manos estaban en carne viva y la mujer, a través del marido: «Será mejor que hoy no salgas por tu bien y por el mío», le prohibió echarse a la mar. Si te digo que saltamos de alegría, mentiría. Pero sí que me sentí liberado de una carga. Kaima me disfrazó de hijo musulmán y quedamos en salir aquella misma noche hacia Ceuta.
¡Madre mía! ¡Qué recuerdos! Nada gratos, salvo la visita que me hicieron mis padres y mi novia durante mi estancia obligada en Ceuta. Y algunos momentos compartidos con otros compañeros de mili. Recuerdo aquel año como el más inútil jamás vivido. No es que no aprendiera nada bueno, es que desaprendí. Me comieron tanto el tarro que no me reconozco ni yo en mis recuerdos. Me convirtieron en un borrego miedoso y descerebrado. Anularon mi voluntad por completo. Ahora entiendo aquello de “la obediencia debida” sin que la justifique porque siempre he creído ser dueño de mis actos. Bueno, no sé a qué viene todo esto aunque está claro. Los recuerdos saltan a la que menos te lo esperas y más si te dan un punto de partida como a mí me ha dado Dikembe: Ceuta, y tú aportas otro: la mili.
Pero hubo un pequeño cambio en los planes. Tras la vuelta de Fadoul al mar su salud sufrió un revés del que todavía no se había recuperado. Se vio obligado a pedirle a su sobrino que cumpliera con su parte del trato. A cambio Mobarak recibiría en vida todas las pertenencias de su tío menos la casa. También debería respetar la partición de las capturas si su mujer le sobrevivía. De esa manera tan sencilla y ventajosa para toda la familia, el viejo y sabio pescador solucionó nuestro problema y salvó su palabra. No haría falta decirte que el beneficiado mayor aceptó, pero si no lo hago se quebraría el desarrollo de los acontecimientos. Y como colofón, Fadoul argumentó que, si ese viaje no salía bien, como había que esperar un tiempo para intentarlo de nuevo, él ya estaría recuperado. Todos sabíamos que mentía. Por la mirada que le echó su compañera y porque la enfermedad de la vejez nunca mejora. Pero él se quedó tranquilo pese a al sufrimniento que le daban sus huesos. La diferencia entre su situación y la mía era que yo tenía el tiempo y la fortaleza necesarios para que el dolor se alejara, pero él no. Ni lo uno, ni lo otro. Y así, aquel anochecer, nos embarcamos para hacer la última travesía de nuestras andanzas por esos mares y tierras de dios. La vieja pasó un mal trago al despedir al sucedáneo de hijo. A la luz del sol, sus bellos ojos brillaban como los de las leonas en plena noche. Mientras, Fadoul, que la abrazaba con un brazo, nos despedía con la otra mano. Esta fue la despedidad más triste que he vivido, aunque creo que puede que haya otra. Pero eso es una cuestión que ya veremos si se hace realidad. Me senté y enganché el remo antes de que a Adama se le ocurriera cogerlo. Pero mi amigo me volvió a sorprender. Saltó de la barca, se acercó a la vieja y la abrazó. El abrazo pareció eterno. Cuando volvió a subir con los ojos tan brillantes como dos lunas, el otro remo lo usaba ya Mobarak que había aceptado no gobernar solo la barca. A mi amigo solo le quedó la opción de manejar el timón y guiarnos de manera que no perdiéreamos de vista la costa. El viejo zorro había elegido una noche de luna llena y de cielo  lim-
pio de nubes. Por eso sabía que podrían vernos. Pero, en el mar, según él, es mejor ver y que te vean que ir a tientas y emboscado. Aquel detalle, el de las manos de Adama, marcaría la diferencia física entre los dos. Si bien éramos ya de la misma altura, la corpulencia no era la misma. A la luz de la luna y del candil, a mo-
do de fanal, que lucía tímidamente en la proa de la barca, lo primero que debíamos hacer era pescar algo para que sirviera de coartada ante nuestros posibles captores. Tres hombres en una barca pueden hacer muchas cosas en el mar pero, si en su barca hay aparejos de pesca y peces, es que son pescadores. Y más si van anunciando su presencia con una luz, mortecina, pero que en la oscuridad de las aguas canta más que yo en una salina. Miraba a mi amigo entre remadura y remadura, y le entreveía elegante y triste, con la cabeza medio girada hacia atrás. Era consciente, como yo, de que allí hubiéramos podido ser felices, pero la fuerza que nos movía era aquella de los volantones que abandonan el nido. Verle con aquel chaleco naranja desvaido por el sol sobre otro gris, que ocultaba una camisa tan blanca como el alma de quien se la había dado, me trajo a la cabeza una pregunta de las mías. Y me acuerdo por eso, por el pensamiento tan absurdo que se me cruzó por la cabeza: “¿Para que sirve una prenda de abrigo sin mangas?”. Hicimos dos buenas capturas, unos seis o siete kilos de pescados menores y el capitán se dio por satisfecho. Así, cumplido el requisito preventivo, pusimos rumbo norte sin perder de vista la espuma de las olas al batir contra la costa. Mobarak intentó que Adama le revelara con el remo, pero yo me negué. Hube de enfrentarme a los dos. A uno le dije que era tonto y al otro que nanay, que el tonto me lo bailo de mi amigo no estaba para remar y que durante esa travesía no mandaba él. Justificó su postura con que tenía que volver solo y yo le contesté que nosotros habíamos pagado porque nos llevaran y bastante hacía yo con ayudarle a remar. Al ver las orejas al lobo nuestro patrón recogió velas y se mantuvo calladito durante toda la travesía, como el resto de la tripulación. Justo después de que Mobarak volviera a hablar para decir que debía faltar poco porque divisaba ya el faro de Ceuta ocurrió el desastre.  De la nada apare-
ció una luz potente que nos iluminó y que nada tenía que ver con la gran baliza ceutí. Al ver que mi compañero dejaba de remar, le imité. Tras el susto escuché el motor de una embarcación que se confundía con el propio del oleaje. Una voz amplificada y metálica nos ordenó algo que solo entendió Mobarak. La sinestesia me trajo, junto con aquella voz ininteligible, el olor del sonoro fracaso. La frustación me puso la piel de gallina y sentí el frío y la humedad por el sudor de mi espalda. La lancha se puso en paralelo a la nuestra y el haz recorrió de proa a popa varias veces el mojado suelo de nuestro bote. Durante las pasadas de luz, esta hizo tres paradas, una en cada uno de nosotros. Después oímos otra vez, sin amplificar y cercana, la voz de aquel soldado. Mobarak chapurreó una respuesta, supongo que la tenía preparada para el caso. Señaló la nasa con las capturas y ocurrió algo que nos dejó pasmados a Adma y a mí. Un cubo voló desde la lancha. Mobarak lo cazó al vuelo y lo llenó de pescados. Después dio un grito y alguien debió de tirar del cabo que llevaba atado y lo recogió mientras nuestro generoso intérprete lo guiaba con un bichero. El viaje del cubo se repitió y después la lancha motora despareció tal como había aparecido mientras Mobarak soplaba la vela del fanal y nos decía: «Vamos, tenemos media hora hasta que vuelvan. Y no me pueden encontrar aquí». Ojos que no ven… Nuestra libertad valía dos cubos de sardinas. Un precio bastante asequible para quien solo tiene sardinas. Aunque otros ya vendieron su reino por un plato de lentejas. Entre la alegría y las prisas remé hasta la playa sin sentirlo. Adama debió seguir a la perfección las indicaciones que recibía del otro remero y nos llevó hasta una caleta junto al faro, al pie del monte Hacho que debe su nombre a este último. «En cuanto piséis tierra, poneros las babuchas y olvidaros de andar descalzos. Llamaríais mucho la atención». El calzado lo llevábamos en los bolsillos de unos pantalones largos a los que tampoco estábamos acostumbrados. Apretaban en la cintura y en los muslos y abrigaban en exceso.  Estorbaban más que la camisa y el chaleco desabrochado. Lo primero que deberíamos hacer al llegar era correr en línea recta y de frente, hasta llegar a un grupo de árboles que no podía llamarse ni boscaje. Allí, si alguien no contactaba con nosotros debíamos buscar una luz pequeña e intermitente. Supongo que esa era la idea que también llevaba en la cabeza mi amigo al pisar la tierra oscura y húmeda. Mobarak hubo de trabajar lo suyo para que pudiéramos saltar de la barca sin mojarnos mucho las perneras de los pantalones. A la luz de la luna, la arena era tan oscura como nuestra piel. Te lo digo porque yo creía que todas las playas eran del mismo color de la que veníamos. Sin sacudirnos la arena nos calzamos las babuchas, pero no pudimos echar a correr de inmediato porque no sé que le pasó a Adama con la chilaba y el calzado que se ponía porque acabó revolcado en la arena como una croqueta. Acertó a calzarse el pie que le faltaba, le ayudé a ponerse en pie y entonces sí corrimos hacia los árboles, sin necesidad, la verdad, porque estaban cerca y por el revolcón anterior. El haz de luz del faro pasaba sobre nosotros cada vez más deprisa, como la pala de un ventilador de techo. Nos metimos debajo de aquel ramaje bajo y pinchudo. Terminamos sentados hombro con hombro, en situación antiparalela y a la búsqueda de aquella luz intermitente. De esa manera teníamos una visión de 360 grados. Al poco escuchamos nuestros nombres, pero de lucecita nada. Era la contraseña para reconocer a nuestro contacto. Nosotros debíamos preguntar por Nadim, y así lo hice yo. Ya sabes que a Adama no le gusta mucho hablar. Pero en vez de un contacto vimos dos siluetas, una de mujer y otra de hombre. Este vestía como nosotros y aquella como Kaima. Nos levantamos y yo me di un coscorrón contra una rama. Anduvimos agachados hasta salir a cielo abierto y Nadim nos dio unas órdenes en francés. «Tú, grandote, atrás, conmigo. Y tú larguirucho, con Adiba. Iréis delante. Si alguien os habla, no contestéis, lo haremos nosotros». Ambos confirmamos con la cabeza y nos pusimos en nuestros lugares. Al girarse la mujer, noté su vientre abultado. Su estado de gestación era muy avanzado o traía trillizos. Adama también se percató y me miró con una sonrisa y un gesto capital. Adiba andaba con cierta dificultad y bamboleo pero lo hacia con paso seguro y firme, como si su estado no la influyera. Pero sí repercutiría sobre nuestra caminata como verás. Después de un buen rato, durante el cual nadie nos molestó y eso que nos cruzamos con más de un uniformado, Adiba rompió aguas. Evidentemente, todos los planes se fueron al garete y la cuadrilla al hospital. En un primer momento fue Nadim quien se echó en los brazos a la parturienta, pero en una pequeña cuesta noté como su estabilidad se deterioraba, sus piernas se doblaban y su ritmo descendía, con el peligro de irse los dos al suelo. Entre las quejas de Adiba por sus dolores y los “maltratos” involuntarios de su marido se la arranqué prácticamente de los brazos sin esfuerzo ni resistencia por ninguno de los dos. Hice un gesto con la cabeza para que siguiéramos y se pusiera él delante para que nos guiara hasta el hospital. Entonces, avanzamos más deprisa. Incluso pude correr cuesta abajo y en llano. Sabía que Adama tomaría mi relevo si hacía falta porque no se separó de mí en todo el camino. Nadim miraba más tiempo hacia atrás que hacia delante. Sufría por ella y por su orgullo, pero el miedo y las prisas acallaban cualquier queja. No tardamos en  ver  un  edificio  grande  dentro de una plaza para
nosotros intimidante.  El temeroso marido nos dejó atrás con una carrera que no pude seguir y se metió por una puerta muy adornada. «Tout va bien?», escuché a mi lado. Lo mismo afirmé yo un poco jadeante: «Tout va bien, mon ami». Y agregué que era mejor que él no entrara en el hospital. Después de abrirme la puerta y sujetarla, Adama dio un paso atrás mientras yo entraba. Me encontré con una enfermera vestida muy raramente (te aclaro que era una monja de la Caridad) al mando de una silla de madera, también muy extraña, con ruedas grandes a los lados. Nadim ayudó a sentar a Adiba y con un movimiento de cabeza me ordenó que me largara de allí. Después se olvidó de mí y comenzó a acariciar y a besar a su mujer según avanzaban por un largo y estrecho pasillo. Me giré y salí en busca de mi amigo. Nuestro papel ya había sido interpretado lo mejor que sabíamos, ahora nos tocaba esperar. Me recibió con un “c’est la vie (1) ” que resumía todo lo acontecido desde nuestra llegada a puerto. Nos retiramos hacia un lugar menos iluminado. Nos sentamos en un bordillo, debajo de un árbol, y pensé en la diferencia entre nacer en Ceuta y en mi país. No sabíamos qué hacer salvo ocultarnos y esperar. La vida tenía absoluta prioridad, como debería ser siempre. Para nuestra sorpresa apareció un futuro y nervioso padre que interpretamos que nos buscaba. Por eso Adama silbó y Nadim se acercó. Estábamos en lo correcto, al menos eso nos confirmó él que incluyó en la aclaración que se temía que iba a ir para rato. No sabía yo que se tardaba tanto en nacer. Pensé que todo era ponerse y pum, ya está, a llorar. Al menos eso era mi creencia. Mayifa me contó como nací yo debajo de aquel árbol, «como los buenos guerreros», y se me quedó esa idea en la cabeza. Menudo guerrero estaba yo hecho. Nunca me había planteado cuanto había tardado yo en nacer. Pero aquel fue un momento adecuado. Luego sabría que cada parto es una historia diferente, como fueron los de tus hijos, sin ir más lejos. Aquel fue nuestro primer día en ver amanecer en tierra española donde ya se ponía todos los días, no como en la España de Felipe II. Aunque todavía se mantenía algún lugar continental fuera de la península bajo su vasallaje, amén de algún que otro islote. De la misma manera aguantaba la presencia de otra potencia más potente en su extremo sur. Y, curiosamente, ese peñón estaba justo enfrente de donde estábamos. Incluso nosotros lo veríamos ese mismo día sin saber que no era tierra española. Vimos entrar a otra pareja en el hospital. Esta llegó en un coche grande. También iban con prisas, él nervioso y ella con la barriga hinchada y abrazada, como queriendo evitar que se le cayera. Los andares de la mujer me recordaron al modo de caminar de los patos. Esa fue toda la distracción que tuvimos durante la larga espera. Lo que estaba claro es que no podíamos movernos de allí. No hubiéramos sabido donde ir. Ni tampoco debíamos hacerlo por nuestra propia seguridad. Teníamos hambre y desayunamos dos galletas dulces cada uno, por amabilidad de Kaima. Esta se las había dado a él a escondidas sin saber la mujer que era como dármelas a mí. Aquello me demostró una vez más las preferencias de aquella buena señora, predilección que no me importó nunca. Las galletas estaban un poco perjudicadas porque Adama las llevaba en un bolsillo de los pantalones. Pero nos comimos hasta las migas con pelusa que sacó de él. A media mañana salió por fin Nadim. Nos explicó que su mujer todavía no había dado a luz y que se iba acercar a casa a recoger unas cosas que necesitaba Adiba. Tuvimos que andar un buen tramo hasta el barrio de Benzú. Yo creo que cruzamos Ceuta de punta a punta. Nosotros habíamos desembarcado en la parte sur y este barrio está ubicado al norte. Como Nadim andaba nervioso y con prisas, y Adama y yo no queríamos perdernos, tardamos menos que canta un gallo en llegar a su casa. Eso sí, echamos el bofe. Y allí nos dejó, en una casa humilde y baja, al cuidado de su suegra. No nos entendíamos con la mujer ni por señas, porque la pobre veía menos que un político la realidad. Menos mal que antes de dejar marchar al dueño, Adama se atrevió a decirle que teníamos hambre. Nadim contestó con una seña dirigida a un puchero que parecía adornar el fogón. Al quedarnos solos con la anciana echamos un vistazo dentro de la marmita: estaba a medio llenar con un guiso. No supimos como calentar aquello, ni conseguimos hacernos entender. Así pues, nos comimos las patatas con arroz a temperatura ambiente. No calentamos el estómago, pero al menos, lo llenamos. Otra anécdota que recuerdo de aquella futura abuela es que tampoco debía andar muy bien del oído. Como pudo, a tientas, encendió un aparato, que resultaría ser de radio, que presidía la pequeña cocina. La voz atronadora de un hombre llenó hasta el último rincón de esa casa y, supongo, la de los vecinos también. Hubiera podido ser una oportunidad para distraernos, pero no entendíamos nada de nada. Tan solo cuando el locutor se callaba y sonaba una canción, nos parecía soportable aquel ruido insufrible. Pero para sufrimiento el de Nadim. Su hijo parecía no querer formar parte de las huestes humanas, y razones tenía para mantenerse en el seno materno. Parecía intuir que allí donde iba a nacer no le ofrecían las suficientes garantías. Y con el conocimiento de que no podía sacar billete de vuelta, no usaba siquiera el de ida. Así que, mientras su madre aguantaba lo indecible, el padre tenía que repartir su tiempo entre el trabajo, el hospital y su casa, donde se desahogaba tanto con su suegra como con nosotros. No sé como los dos cuerpos de aquel matrimonio aguantaron. Y menos mal que había familia detrás. Familiares que se sorprendieron de vernos instalados en casa del sobrino y primo. Más que nada por tener que aumentar las raciones de comida que llevaban para suegra y yerno. La casa se nos caía encima. Si hubiera sido posible, habríamos perdido el buen color de cara que da la vida al aire libre. Pero éramos y somos de piel más negra que el futuro de la humanidad. Y llegó el día en el que el bebé hizo su aparición. Y en su hogar, todo fue alegría y felicidad. Sobre todo para Adiba, que pasó de los dolores al insomnio. Nunca me había fijado en la nimiedad del ser humano, en su indefensión al nacer. Y me pareció que aquel bebé estaba más desvalido y vulnerable que otros que nacían en África. Pero esa apreciación era errónea. Para nada. En cuanto a naturaleza, quizás. En cuanto a recursos, por escasos que estos eran en su caso, desde luego que no. Al menos su madre tenía leche en las mamas y su padre un enchufe con un militar de rango. Después nos enteraríamos de que la buena asistencia sanitaria recibida por Adiba se debía a la larga mano del jefe de Nadim, un teniente coronel con mando en plaza. Por ello nos convencimos del riesgo que aquella familia corría al tratar con unos inmigrantes para aumentar las posibilidades del recién nacido, debido también al militar, mejor dicho, a la manera que este tenía de explotar a sus trabajadores. Y aquel riesgo, todavía no estaba monetizado porque no habíamos tratado el asunto del cambio de dólares a pesetas. Y no deja de ser curioso que aquel problema estuviera dentro del ámbito financiero del cambio de divisas. Cuando vimos más tranquilo y descansado a Nadim le expusimos nuestra realidad. Nos volvió a prohibir salir solos a la calle. Y solos quería decir sin Adiba o sin él. También nos advirtió sobre el hecho de que nadie nos oyera hablar ni en francés, en árabe no importaba. Teníamos que aprender algunas palabras en español y esperar la oportunidad para dar el salto cuanto antes, porque él tenía ya mucho que perder. En cuanto a las 5000 pesetas por barba, nos teníamos que fiar de él. El domingo se acercaría a cambiar los dólares y saldríamos de dudas. Nos contó que junto al puerto se situaban los que manejaban el mercado negro de divisas. Intentaría sacar lo más posible. Quedamos en que yo le acompañaría, pues «hablo árabe». Parecíamos dos leones enjaulados. Habíamos pasado de una vida silvestre y activa al aire libre a otra absolutamente sedentaria y recogida entre cuatro paredes y un ruido infernal. Todos los días, antes de irnos a dormir, Nadim nos daba clases de español para que supiéramos al menos saludar. Y si hubiera tenido capacidad para ello me hubiera dado cuenta de la facilidad que yo tenía para los idiomas. No hacía falta que el ceutí me repitiera el “hola” y el “adiós” para que yo los reprodujera sin ningún acento. Podría haberme dado cuenta cuando Abd al-Rahman me enseñó el árabe, pero en aquel momento no tenía con quien compararme. Adama no perdía el acento ni callado. Aun hoy lo conserva. Quizá perjudiqué a mi amigo porque Nadim seguía mi ritmo de aprendizaje, no el suyo, y cada vez se retrasaba más. De hecho, quien al final terminaría por enseñar español a Adama sería yo. Claro, que así lo aprendió. Llegó el domingo en cuestión y, a media mañana, salimos hacia el puerto. Varios individuos de aspecto musulmán parecían esperar que se les acercara alguien. Es muy difícil ver a un musulmán parado en la calle solo y callado. Aparte de la vestimenta y la pose, todos tenían algo en común: un zurrón colgaba de su cuello, cuya correa les cruzaba el pecho. A su vez todos tenían dentro de él un brazo hasta el codo y un semblante de precaución. Esas eran las señales para reconocer a un agente de cambio y bolsa callejero. Al primero que nos acercamos lo abordó Nadim en español. Le entregó los dos rulos de dólares y después de contarlos dentro del talego con una mano cantó una cantidad que me tradujo Nadim. Según él no daba para pagarle las 10000 pesetas a él. Así que recuperamos nuestro dinero y antes de guardarlo subieron la oferta, pero, aun así, el importe era insuficiente. Me di cuenta que al estar separados por el idioma perdíamos fuerza en nuestra postura. Así que al siguiente, le entré yo en árabe. Después de un rato de tira y afloja, Nadim me informó disimuladamente que ya cubríamos la deuda. Y cerré el trato. Los dólares no volví a verlos, y los billetes de peseta tampoco. Bon, miento, después de contarlos Nadim, me dio unos pocos. Según volvíamos a su casa me acordé de Hamal para darle una vez más las gracias. Nunca dudé de que estuviera bien cuidado. Estaba seguro de que Belkassem volcaría sobre él todo el cariño que hubiera querido volcar en mí. Esa certeza o ese deseo y los chalecos salvavidas que compramos me sirvieron para volver a mi guarida más que contento. Claro, también ayudó el dinero que llevaba en el bolsillo. Quería compartir con Adama la alegría que sentía. Y decirle que ya había entendido aquello que me dijera en Gao sobre el dinero: «también se puede comprar». Después del encierro que sufríamos necesitábamos una buena noticia, al menos, para poder seguir adelante y no volvernos majaretas, entre otras cosas, como ya te he dicho, por el  volumen de la radio, consecuencia de que la recién abuela estaba como una  tapia. Y menos mal que ahora solo se oía cuando el benjamín de la casa no dormía: «Madre, quite usted la radio, que he acostado a Samir». Y como ocurría muy a menudo la sordera de la abuela era más llevadera. Samirera el único que frenaba aquel tronar. Aprendimos a jugar a cartas. Nos enseñó Adiba entre toma y toma de su hijo. Ella era consciente de nuestro encierro y aburrimiento. Pero no sería baldía nuestra condena. En ese mes y medio me dio tiempo a hablar el suficiente español para hacerme entender y admiración de nuestro maestro. Y otro aspecto que no era menos importante, podía seguir las conversaciones entre madre e hija que siempre se producían en español y a gritos. Veía la fascinación de Adama en sus miradas y se convertía en un acicate para mí. Y así, tan mal preparados, decidimos dar el salto final. El día de la partida, Nadim nos dio varios consejos y una navaja que no hacía más que abrir y cerrar mientras hablaba. Entre los primeros dijo que huyéramos de los uniformes verdes y grises. Aunque eso se lo podía haber ahorrado. Bon, no. Los hombres de gris no sabíamos que fueran peligrosos. Otra sugerencia fue que evitáramos las vías asfaltadas y grandes. Era más seguro andar por caminos de tierra y de noche. Allí, donde queríamos llegar, Madrid, estaba a 600 kilómetros aproximadamente de donde nos dejarían. No nos convenía coger el tren. El trayecto era más conveniente hacerlo a pie. Cuestión que no nos preocupó en absoluto. Es más, estábamos con deseos de andar. Otra posibilidad era tomar un autobús. Al tren solían subir guardias civiles, de verde, o policías, de gris, para hacer inspecciones oculares. Pero era muy difícil que pararan un autobús de noche para inspeccionarle. Eso sí, si el vehículo hacía alguna parada, nos exhortaba a no bajar. Según él este sería el mejor medio de transporte: en autobús y en recorrido nocturno. Él nos acompañaría a puerto, subiría a La Paloma para echar un vistazo y, si no veía nada sospechoso, sacaría los billetes y subiríamos nosotros. Nos dejaría antes de que el barco iniciara su travesía. A partir de ahí, dependeríamos de nosotros. La Paloma era el barco que hacía el trayecto entre Ceuta, Tánger y Algeciras todos los días. El navío, de la compañía Transmediterránea, llevaba el nombre de Ciudad de Ceuta, pero todos lo llamaban La Paloma. No
había otra forma de llegar a la península o a Ceuta, salvo que quisieras y pudieras pasar por varias aduanas. En aquel barco solo cruzabas una, pues Ceuta era un puerto franco. Tan franco como yo porque te voy a dejar con la miel en los labios. Quiero contarte de un tirón nuestra llegada a la península y ya tengo la mano cansada de escribir, así que, será en la próxima.













(1VG) [↑][Volver] Así es la vida (francés). Anteriormente (“Tout va bien?”) ¿Todo va bien?


Imagen 1. Foto bajada de relatoskayakeros.blogspot.com.es (original en color). Retocada.
Imagen 2. Foto bajada de fabian.balearweb.net (original en color, modificada).
Imagen 3. Foto bajada de ceutaenimagenes.blogspot.com.es ©Foto Juan Alonso (original en color).
Imagen 4. Foto bajada de elcruasandeaudrey.blogspot.com.es. ©Foto del libro: 150 años de fotografía en Ceuta” de Francisco Sánchez.
Imagen 5. Foto bajada de www.facebook.com/yotambiensoydeceuta.