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lunes, 6 de marzo de 2017

CAP. 43 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Andanzas y tropezones de Dikembe Biyombo



mposible resolver la duda en esas condiciones, ¿verdad? Menos mal que ahora somos capaces de ver los grises. Ya nada es absolutamente blanco o negro, salvo para algunos que padecen de discromatopsia mental. No obstante, ante esa simplona dicotomía entre ignorancia y mala información yo siempre elegiría ser un ignorante. Resuelto a mi antojo la duda, volvamos a Tabalbala. Aquella era una ciudad, ¿cómo te diría…? Agrupada, al contrario que yo, que me disperso más que el humo. Con esquinas muy marcadas y los campos bien delimitados. Desde las dunas más altas que la circundaban se podían ver los tapices agrícolas de diferentes verdes. No dejaba de impresionarme tanto verdor en medio de tanto ocre. La ciudad era tranquila, incluso en el zoco se gastaba flema. No asistimos a ninguna bullanga en todo el tiempo que lo pisamos. Se compraba cómodamente porque los parroquianos también eran parsimoniosos. Se notaba que tanto vendedores como compradores no tenían necesidades imperiosas. Si no era esa mañana, sería a la siguiente. Es otra manera de asumir los buenos tiempos y la bonanza económica. Así no se crean burbujas que te alejan del suelo. ¿No crees? Anoche, por curiosidad y para comparar con antaño, busqué Tabalbala en Internet. Si no fuera porque posee un equipo de fútbol ni siquiera aparecería en la Red. Bendito y maldito fútbol. Rememoro la ciudad anodina, si excluimos los verdes parches que tan poco abundan por la zona. Supongo que también ayuda a tener ese recuerdo un comentario de Adama al respecto: «Dikembe, aquí pintamos poco». Entonces le conté mi experiencia de aguador en Salal cuando surtía de agua a más de una casa. Cuando acabé, me lo dijo todo con la mirada: “¿Y qué?”. Tenía razón, no parecía que allí se encontraran dificultades para meter agua en casa o llevarlas a las huertas. Y sacar provecho de ese trabajo parecía poco más que imposible, como lo hubiera sido en Adrar sin ir más lejos. Y comprar algo que no fueran los productos de la tierra o algún animal era imposible. A aquella ciudad, para nosotros empezaban a serlo a partir de cien habitantes, había llegado el papel gracias al Corán. Para que te hagas una idea. Y por no haber, no había una tienda que no fuera un puesto o una manta en los zocos, porque vimos dos. Eso sí, mezquitas vimos más. Tres, si no recuerdo mal. Y sus minaretes eran lo único que rompía la homogeneidad de la ciudad. Salvo los templos, el resto de edificaciones eran de la misma tierra que pisábamos. Y como ya te he dicho, pocas chozas de ramas había. Otra cosa eran sus alrededores. Y es curioso como musulmanes y cristianos, cuando tomaban una ciudad, obraban de la misma manera. Echaban del templo al dios perdedor y se lo alquilaban al suyo hasta que perdieran la plaza. Menos mal que alguna se salvó como la Mezquita-Catedral de Córdoba. Pero en lo anterior hay un detalle positivo: ambas facciones consideraban dignas construcciones para su dios las habitadas por la competencia. Pero, claro, echar abajo Santa Sofía es mucho destruir, aunque como todo llega, también es tiempo de un grupo que se dedica a echar abajo cualquier trozo de historia y prehistoria que recuerde al enemigo. Barbaridades mayores hay, pero borrar la memoria del ser humano se me antoja un error irreparable. Quizá las tres religiones monoteístas, a las que habría que sumar el bahaísmo, nazcan de un mismo tronco y se unan en la figura de Moisés. Todas reconocen su origen hebreo y su papel entre Dios y los hombres. Por ello pienso que unos y otros deberían llevarse mejor y no mezclar política, economía y fe. Aun siendo muy goloso el poder que conlleva el liderazgo espiritual. Tabalbala, Dikembe. Estás en Tabalbala hace cincuenta años lo menos. Cíñete a ese momento, hombre. Bon, Así pues, posibilitados para llenar las alforjas y los pellejos, no dudamos ni discutimos sobre los siguientes pasos a dar. Aun así, nos dimos unos días para echarnos otra vez al desierto. Uno de esos días, Adama se levantó más dicharachero que de costumbre y me hizo una puntualización: «¿Dikembe, te has dado cuenta de que nos entendemos con la gente allí donde vamos?». Así, en frío, parece estar fuera de lugar la afirmativa pregunta de mi amigo. Y es que en Tabalbala, aparte del francés y el árabe mucha gente hablaba otra lengua distinta. Y, en caliente, le di la razón, porque la tenía. Aunque no tenía claro a qué se refería, si al idioma o la empatía con ciertos semejantes. Pero, al pensarlo un poquito, supe que se refería a la lengua francesa. Y contesté como solía hacerlo, sin pensar y sin conocimiento, y con lo primero que se me ocurrió: «Es que en África se habla francés y luego cada zona tiene su propio idioma». Y, claro, contestar así siempre se vuelve en tu contra: «¿Y el árabe?». Me encogí de hombros esta vez, cosa que tenía que haber hecho antes. Y volvió a darme otra lección que todavía no he olvidado: «Deberías hablar con más respeto a la verdad». De ahí mis silencios que tanto te extrañan cuando me pides opinión sobre asuntos que desconozco. Puedo estar contigo o con él sin hablar. No me pone violento estar callado acompañado en el ascensor. En tu caso me basta con sentir tu compañía y tu amistad que saboreo mientras puedo por las prisas que llevas siempre. Si no puedes estar callado junto a una persona, hable esta o no, durante media hora, plantéate tu relación con ella. Es un consejo. Y mira que doy pocos. Vueltas sí, doy muchas. Lo sé, sufro de incontinencia verbal. Perdone el caballero. Cuando he pensado sobre lo que hablo me explayo como un charlatán que promociona un crecepelo. Era nuestro sino: viajar. Si bien pronto acabaría el desierto y entraríamos en un área donde las aldeas se encontraban más cercanas entre sí. Y todas tenían en común una cosa: el retrato en blanco y negro de una persona sonriente con porte noble y un gorro que veríamos en muchas cabezas de ciudadanos. Luego sabríamos que aquel hombre era el rey Hassan II de Marruecos. No supimos cuando cruzamos la frontera. Pero sí notamos el cambio de paisaje que sin ser verde dejaba de ser totalmente ocre. Hamal fue quien más agradeció el cambio de flora. Se daba verdaderos festines con aquellas matas espinosas de las que Adama y yo rehuíamos. También los pozos de agua y algún riachuelo que otro nos alegraban a los tres. Sabíamos que habíamos dejado atrás muchos infiernos, pero no éramos conscientes de los que aún nos quedaban por pasar. Cuando sales de una mala situación siempre esperas que la siguiente sea mejor. Si no nos engañáramos no habría quien siguiera adelante: ¡Venga, que lo peor ya ha pasado, hombre! El tiempo pasado solo lo reconocíamos en el otro. Ese menudo muchacho que me había encontrado en mitad del desierto se había convertido en un larguirucho joven que, si bien no me discutía quien alcanzaba a ver más lejos, no desentonaba a mi lado. Cómo me hubiera gustado disponer de aquel espejo en el que Sinafasi  Benga  me  posibilitó contemplarme por  primera  vez  de
cuerpo entero. De aquel momento era la imagen clara que de mí tenía. Y, desde que estuviera en casa de los Okoye, no es que hubiera llovido poco, que también, es que yo no lo sabía o no lo había visto. Como verás, y como siempre, tus deseos me obligan y me guían. Me pedías que los acontecimientos vividos no ocultaran mis sentimientos y mis pensamientos de aquellos momentos y, como verás, cumplo al pie de la letra. He cambiado mucho, ni para bien, ni para mal. Sí para darme respuestas a preguntas que se me han presentado a lo largo del tiempo tal como cualquier otro ha hecho, supongo. Nos encontramos con un erg cuyo fondo nos sorprendió. Unas montañas negras como nunca habíamos visto. Y, como estábamos hartos de la tierra suelta, nos agradó ver matorrales que salpicaban el camino. Eran algo molestos, pero en principio no nos incomodaron por lo que te he dicho. Seguimos una trocha que subía levemente mientras dejábamos atrás el pequeño semidesierto lleno de matas. Y le tacho de reducido por venir de donde veníamos. No imaginábamos que tras aquellos montes, el Atlas, se encontraba el verdor  de  las plantas y  azul  del  mar.  Un
mar que deberíamos cruzar para alcanzar el paraíso. Entramos en aquel pequeño pueblo, yo diría que abandonado, y que nada tiene que ver con el actual, debido a la masiva curiosidad que hoy despierta el desierto en los ciudadanos de los países desarrollados, tanto como para desear pasear en camello por entre las dunas. Pienso que si nos hubiéramos quedado allí a vivir con Hamal, actualmente tendríamos la mayor flota de animales para surcar aquel erg perfecto para acercarse al desierto sin sufrirlo, porque ese hubiera sido nuestro trabajo. Pero por entonces no eran muchos aquellos que se podían permitir una cabalgada en mehari, aunque de ellos habíamos sacado bastante nosotros en Argelia. Ves, también se puede soñar en tiempo pasado. Esa zona, para ese tipo de turismo, es muy apropiada y han surgido cantidad de hoteles y establecimientos turísticos que ofrecen la misma hospitalidad que nos ofrecieron a nosotros. Como te digo Ouzina era una aldea muy humilde, nada tenía que ver con ninguna de las que habíamos pisado y en las que habíamos ganado hasta dinero. Dinero que, por otro lado, casi manteníamos intacto. No es como ahora, que te duran 50 euros el tiempo que tardas en cambiarlos. Allí, salvo, comida poca oferta había. Por no haber, no había ni tiendas. El dinero, en definitiva, no servía para mucho, solo para marcharte, pero como no tenían, aquellas gentes se quedaban. Y a todo ello le tienes que sumar que ese pueblo era como si no estuviera en el mapa y los medios de comunicación y las infraestructuras brillaban por su ausencia. Pero todo llegaría con el turismo, y de rebote por el esplendor de otra ciudad un poco más al norte. Te hablo de Merzouga, actual centro turístico internacional por excelencia de Marruecos. Ciudad de la que parten las excursiones que te permiten pisar el desierto sin ningún peligro que no sea el ser atropellado por un cuatro por cuatro. No estuvimos mucho tiempo en Ouzima, pero sí el suficiente para congeniar con alguno de sus habitantes, pues a falta de animales de carga, Hamal fue el primero que veían después de mucho tiempo, tuvimos a bien hacer varios viajes al único pozo del que dependían, y yo creo que suministramos agua a todas las casas. Hamal y yo ya nos manejábamos bien con los cántaros. El plástico todavía no había ni asomado siquiera a aquel remoto lugar. Es increíble el avance social que supone una simple carretera. La riqueza de muchas aldeas africanas se medía por cabezas de ganado, y allí solo vimos la cabezota de nuestro camello y otra pequeña de un perro famélico y triste. Te puedes imaginar el nivel. Nada tenía que ver con la elevada edad de sus habitantes. Bon, ahora que me acuerdo, también vimos un burro con más años que mataduras por el mucho tiempo trabajado y que estaba para sopitas y buen vino. Tal y como estoy yo actualmente. En ese momento, y ahora también, me recordó a mi viejo amigo Toujoursoui del que ya te hablé en su momento, al que le duró la libertad lo mismo que a Adama su niñez. Con quien más intimamos fue con el matrimonio dueño del burro que le cuidaban como a un igual. Huelga decir que era una pareja anciana, mejor dicho un trío de añosos. Eso sí, Ouzima tenía mezquita, pero se mantenía sola y nadie llamaba a la oración, no hacía falta. En casa de Iyad y Rasima, que así se llamaba el matrimonio, vimos de cerca ese retrato del que te he hablado anteriormente y supimos de quien era. También supimos de Merzouga y su secreto por ellos. Comimos dos veces en su casa y cenamos una. Tuvimos que hacerlo como agradecimiento a nuestro servicio de aguadores y por lo que luego te relataré. Ah, y también pasamos la noche en su casa. Nos ofrecieron las camas de sus hijos pero las rechazamos con toda cortesía porque estábamos acostumbrados a dormir en el suelo. Y así lo hicimos en el comedor, junto al fuego sobre una alfombra más pisada que la dignidad de un migrante. Vivían de un pequeño huerto de calabazas que Iyad, después de recolectar y vaciar, secaba al sol. La pulpa se la comían y era su alimento principal. Después él mercadeaba con ellas en Merzouga o se las dejaba al hijo que allí vivía. Pero cada vez menos porque Rasima no quería quedarse sola. Según su marido se quejaba de lo viejos que estaban él y su burro, y que tardaban el doble en volver. El grave problema que tenían las cantimploras de calabaza de este anciano es que no tenían tapón. Pero, no sé si fue a Adama o a mí, se nos ocurrió que aquello tenía remedio, por eso nos quedamos más de un día. Tras una sugerencia, fuimos con Iyad y sus herramientas hasta el pie de un árbol que él conocía. Según nuestro anfitrión era el único en todo el entorno. Adama y yo lo echamos abajo, sin saber el mal que hacíamos por el bien del matrimonio. Hamal se encargó de llevarlo hasta la puerta de la casa. Con aquella madera no solo se calentarían, también harían los tapones de las calabazas. Como curiosidad te contaré que no oímos hablar una palabra a Rasima. Cuando nos fuimos tampoco salió a despedirnos. No se lo tuvimos en cuenta, porque su marido nos contó, durante los varios viajes que hicimos para transportar el árbol, que habían despedido a tres hijos y que solo volvió uno, porque los otros dos murieron gracias a la guerra y al señor de la foto. Igual que los niños, las madres son madres en cualquier parte del mundo, aunque, por supuesto, esta generalización tiene muchas excepciones, como todas. Y así nos marchamos hacia el norte, con el encargo de entregar a su hijo una calabaza con su tapón correspondiente. Enseguida nos encontramos con otra aldea, todavía más pequeña que la dejada atrás, Taouz. Ni nos paramos. En la siguiente, también cercana, sí. Se trataba de Khamlia. En ella nos sorprendió el color de sus habitantes. Ni Adama ni yo desentonábamos, y Hamal tampoco, claro. Curiosamente la piel de aquellas personas era más del tono del café solo que con leche. A saber el motivo. Acaso porque fueran descendientes de esclavos. Es la razón más habitual cuando te encuentras en abundancia gente como nosotros allí donde no debería haber por razones naturales. ¿No crees? Eh bien, c'est ça, mon ami. Otra cuestión que diferencia este pueblo en mi memoria es la música tan particular y distintiva que allí oímos. Y mira que yo tengo el oído duro. Y, por descontado, el baile al que acompañaba. Al cruzar el pueblo la escuchamos desde diferentes puntos. Y con toda naturalidad, la gente se ponía a bailar en la calle, a pesar de la pobreza que no se escondía en ningún sitio, salvo en las tierras de cultivo que rodeaban Khamlia. Pero esto suele ocurrir en los pueblos donde existen los terratenientes. Allí quien trabaja y quien se enriquecen, nada tienen que ver. ¿No has oído nunca el comentario ese de que “estos con cantar, bailar y follar tienen suficiente”? Eh bien, c'est ça, mon ami. Nadie tiene suficiente con ello, aunque sea deseable. Estuvimos el tiempo que tardamos en cruzarla y un poco más que dedicamos a ver bailar a un grupo de jóvenes de nuestra edad. Y seguimos camino. Según Iyad, el siguiente pueblo era ya Merzouga. El viejo tardaba ocho horas en ir y siete en volver, por eso pensamos que nosotros, al salir después de comer, llegaríamos el mismo día. Pero no fue así, nos debimos de entretener más de la cuenta con el espectáculo de danza o Hamal envejecía. La ciudad de Merzouga merece un punto y aparte. Tal como nos comentó el calabacero, después de Taouz, al seguir hacia el norte y a unos cuatro kilómetros, nos dimos con esta ciudad. Nada más vislumbrarla, tanto Adama como yo, sorprendidos, no hicimos más que intentar aguzar la vista para ver
más y mejor.  No dábamos por cierto aquello que surgía poco a poco al final de la pista que nos conducía a tan peculiar población. Los destellos que el sol sacaba en el horizonte la lógica nos los negaba. Los dos reconocimos como agua la superficie donde la luz estallaba y nos hacía guiñar los ojos. ¿Agua, mucha, en mitad de la nada? No podía ser. Ese tenía que ser el secreto que escondía y del que nos había hablado Iyad, pero había otro. Hizo bien en no decírnoslo. La impresión fue mayúscula y maravillosa. Pero no apretamos el paso. Aunque jóvenes, nos teníamos bien aprendidas las normas del desierto. Según nos acercábamos más y más, aparecía ante nuestros ojos una estructura que jamás habíamos visto, una construcción humana tan impresionante y tan homogénea como colosal. Un adarve precioso y trabajado contenía y mantenía la ciudad a salvo de cualquier ataque, incluso de los propios de la naturaleza local. Y su reflejo en el agua aumentaba la impresión de fortaleza. No sabría decirte qué me  impresionó  más,
si las murallas o el lago.En un momento determinado todo me pareció de oro, incluso el espejo donde se difuminaba el perfil de la fortificación. Y en ese momento se levantó un viento travesío que lo emborronó todo. Y entonces sí nos apremiamos. Este recuerdo y otro que tengo de un amanecer de mayo frente a la Alhambra se parecen mucho. Una cosa es ver unos templos en las aldeas y otra ver la antigua mezquita de Santa Sofía. ¿No crees? Nos quedamos sin habla, aunque eso a Adama no le costaba trabajo. Aquellos muros y aquellas torres, cuantos más cercanos más impresionaban. Encaramos la estructura al rodear el agua y sin dejar de mirar la gran fortificación y la puerta que se abría ante nosotros y otros que también entraban. Una caravana de camellos abandonaba en aquel momento la ciudad por esa misma arcada. Si el exterior era imponente, el interior no desmerecía en absoluto. Al entrar fue como si te succionaran el alma, aunque las nuestras tan impresionables como tiernas, no eran difíciles de secuestrar. No es que las calles fueran un hervidero, pero sí había mucha actividad. Eran estrechas en busca de sombra y hacían ver todo lo allí concurrido más voluminoso. Miraba hacia atrás, a Hamal, y le veía tan grande como un  dragón. Nos cruzamos con un camellero y sus camellos, y por no saber nosotros manejarnos en aquellas estrecheces, causamos un pequeño tapón. En ese ínterin, Hamal pareció hacer migas con otro de sus congéneres. No me extrañó porque el pobre llevaba sin ver un semejante muchas jornadas. Como casi todas las vías, la que andábamos moría en una plaza. Y en ella vimos la antigua alcazaba que se había convertido en otro barrio más de la ciudad. Allí preguntamos por las señas que nos había facilitado Iyad para encontrarnos con su hijo. Este nos recibió en una casa humilde y tras los saludos de rigor, tan importantes para los musulmanes, nos preguntó sobre sus padres. Aclarada su buena salud y situación, le contamos la mejora en los productos que su padre manufacturaba. Después de ver la muestra que le llevábamos, nos preguntó sin ambages por nuestro interés en el asunto. Le dejamos claro que no teníamos ninguno y que pretendíamos seguir nuestro camino. «¿Hacia dónde vais?». Le contesté que nuestra idea era llegar a un lugar donde vivir, no ya mejor, sino simplemente con dignidad. Lo entendió a la perfección pues él también se lo había planteado alguna vez. Pero que, casado como estaba y con dos hijos pequeños, no se podía permitir el lujo de largarse a la aventura. También hizo mención al sufrimiento de su madre que, de alguna manera, también le fijaba en Merzouga porque haberse quedado en su aldea natal hubiera significado hambre para todos. Con lo poco que sacaban de las calabazas y de su hacer de pastor subsistían al menos porque sus padres necesitaban muy poco como sabríamos si habíamos convivido con ellos. También nos dijo que de tener nuestra edad y no ataduras, nos acompañaría. Me llamó la atención que tachara de tontería la solución del tapón de la calabaza: «Vaya bobada ¡Cómo no se nos había ocurrido a nosotros antes!». En ese momento no lo entendí porque entonces tenía el encefalograma más plano que Trump, pero después, al comentárselo a Adama, me hizo entender el tono en el que lo había dicho. Me extrañó que mi amigo metiera baza en la conversación hasta que entendí sus pretensiones. Le habló a Said de la carta que oímos todas las noches durante una temporada. Y él, al hilo de este comentario, nos contó que, en su momento, él se había interesado por pasar a territorio español pero que, por unos preciosos ojos morunos, las circunstancias de su vida cambiaron drásticamente. Luego vino el primer chaval «y eso». Así que, después de los años, había perdido los contactos, salvo el de un amigo que vivía en Aoufous que quizá podría ayudarnos todavía, aunque hacía tiempo que no sabía de él: «Todos tenemos ocupaciones y preocupaciones». Nos agradecimos mutuamente las informaciones intercambiadas. Cuando salimos de casa de Said, Adama me dio una conferencia sobre algo que yo entendería en el futuro pero que en aquel momento no supe a qué venía: «La naturaleza, a veces, nos la juega. Nuestra necesidad de perpetuar la especie destroza muchas libertades y sustituye muchos sueños, Dikembe. Recuérdame que no me enamore».
Estoy de acuerdo con Adama. Hay que estar muy loca (enamorada) para creerte que ese hombre te va a durar “encoñado” toda una vida. Y lo digo con la perspectiva del tiempo y también trato de derrumbar el mito de la maternidad frente a la paternidad. Si bien es imposible medirlas, también es cierto que el papel de la madre está sobrevalorado con respecto al rol de padre. Yo lo soy, y aunque no he parido a mis hijos, cuando fui consciente de lo que representaban para mí aquellas carnes con ojos, la química funcionó, y no he dejado de ser padre ni un segundo desde entonces. Cada uno cuenta la feria como le va. Y esto que escribo no es una petulancia porque simplemente es una defensa del papel de un hombre dentro de una familia. Sí, ahora, en el principio del fin, me he propuesto defender mi individualidad. Puede ser que no haya sabido gestionar mi papel de padre respecto al individuo que también soy. Y, como todos solemos hacer, me pregunto: ¿Qué hubiera pasado de haber hecho yo lo que quería? Pero, aunque en principio no va a cambiar nada, si se me permite perdonarme y corregir todos mis errores que pienso he cometido, sueño con una vida a mi medida, mientras recuerdo con cariño todas mis anécdotas como padre. Lo cortés no quita lo valiente, ni ello quiere decir que me arrepienta del camino escogido en su momento. O que ahora, al saber las repercusiones de aquellas decisiones, tomara otras. Por ello no me siento más ni menos que ninguna madre. En este sentido, reto a quien me lo discuta que pregunte a quienes mejor lo saben: mis hijos. ¡Ojo! Y si tuviera que situarme para la foto entre machistas y feministas, posaría con estas últimas, que nadie se equivoque. 

Ahora pienso que Adama podía tener razón. Uno de los motores de cualquier sociedad, humana o no, es el “amor” y todo lo que conlleva: la especie por encima del individuo. Al fin y al cabo es una forma de comunismo. Ni qué decir tiene que Adama no se enamoró nunca. Y de mis amoríos ya estás al corriente. Cuando yo llegué a este país, a ninguna muchacha en edad de merecer se le tenía permitido ennoviarse con un negro salvaje y africano como yo, aunque en nada me pareciera a esa guardia personal que se trajo el Caudillo de Marruecos y de los que se cuentan tantas barbaridades y salvajadas como las que yo viví en mi tierra, más o menos. Soldadesca que ayudó a imponer en España un régimen absolutista y paternalista que yo sufrí como un “negrito” o como muestra del salvajismo comunista o ateo, que no sé qué era peor en aquellos tiempos. Y, aunque yo me aprovechara de la primera percepción, la de pobre negrito, también sufrí tanto como muchos otros perdedores. Aun hoy todavía, hay personas que creen que son más que yo, sin ser yo más que ellos. Es la consecuencia que se podría sacar de una posición de presunta supremacía blanca, si a simple vista descartamos el físico. Aunque yo creo que mi mejor músculo o aquel que más he desarrollado ha sido el cerebro. Mi mente ha sido capaz de entender que cualquier ser humano debe percibirse como tal. Aquello que adjetiva a un hombre o a una mujer son sus actos. No hay que olvidar que cualquier desastre social se basa en un posicionamiento extremo de los individuos que componen esa sociedad. No voy a ponerte ejemplos porque la lista sería interminable. Creerse el ombligo del mundo es una postura incómoda y termina afectando tanto a la salud física y emocional del que se mira y de los que le rodean. No dirás que esta no la he acabado en alto, ¿eh? Yo diría que sobre un cerro de Úbeda, ¿verdad? Dejo para la siguiente la salida de Merzouga. Un saludo,









Imagen 1. Foto bajada de blogs.mediapart.fr
Imagen 2. Foto bajada de www.bmwmotos.com
Imagen 3. Foto bajada de es.wikipedia.org
Imagen 4. Foto bajada de www.jellyfields.com ©Cristina Martos

6 comentarios :

  1. Impresionante la última imagen de Merzouga. Yo también estoy de acuerdo con Adama y sus reflexiones sobre el "amor". Hasta la próxima, J.C. y abrazos.

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    1. Claro, ¿cómo no iba a estarlo yo también, no? Muchas gracias, Ligia. Un abrazo. JC.

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  2. Lo que me maravilla es la memoria que tiene para recordar punto por punto, si hubiese tenido un diario no retendría tantas cosas.
    Preciosas vistas.
    Hasta el lunes J.C.

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    1. Él sí tiene memoria, yo, en cambio, tengo que ir atrás carta por carta para acordarme de seguir el hilo, ja, ja. Sí, las fotografías, sobre todo la última, es una maravilla, igual que el lugar. Hasta el lunes, Varinia. JC.

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  3. Pues yo no quiero estar de acuerdo con Adama =)
    Preciosas imágenes JC
    Besitos

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    1. Ni tienes porqué.Eso es lo grande de compartir, que cada uno puede pensar y desear lo que quiera. Alguien aprenderá algo. Gracias, Amanda. Un beso, JC.

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