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martes, 31 de enero de 2017

Dear Jane

Hoy estamos de suerte, empezamos con un bloque de mis favoritos, mucha pieza, mucha precisión pero nada de curvas.

A-9 Cabin Fever




Si en la foto sale bien, ya os digo yo que pasa el control con nota, porque ya sabéis que la fotografía saca todos, toditos los defectos, hasta donde no los hay.



B-7 World Series



A ver, he mejorado y mucho que es lo que cuenta. 
Los melones bastante decentes, ese centro "casi" espectacular.
¿Que os fijáis en los rombos? eso es tener mala uva. 
Vaaale, pondré más interés... O tomaré unas clases. Creo que hay alguien que se ha ofrecido. Ahí lo dejo.

C-12 Family Reunion



Este bloque se llama algo así como reunión familiar. 


La mía debe estar algo locuela, no hay manera que se queden quietos para la foto.

Como os podéis imaginar no es mía la culpa.

F-8 Church Window


Ya...
Sin palabras que os he dejado.
Yo también lo estoy.
No sigo escribiendo que me emociono.


J-12 Rebecca's Basket



El basket de Rebeca, no está muy allá.
Ha quedado algún piquito en la cesta, creo que porque es de bambú y se sale un palito.
Algo de eso debe ser.

Bueno, como podéis observar sufro y disfruto a partes iguales.

¿A partes iguales? Noooo

Disfruto mucho más que sufro, que la vida no está para sufrir.

Ahora vamos a ver los de Lola que, seguro, están fenomenal, claro que si.

Y sigo coso que te coso...

lunes, 30 de enero de 2017

CAP. 38 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Andanzas y tropezones de Dikembe Biyombo







De cómo con emparentar con un sultán



lía a fragancias desconocidas. Y lo curioso es que fuera no me había avisado mi olfato de ello. Unos olores azuzaban el sosiego y otros hasta el hambre. No los he vuelto a oler, te lo aseguro. Mis carceleros se pararon frente a una gran puerta de doble hoja y de madera preciosamente labrada.  Pero un
siseo nos hizo desviar la mirada hacia otra cancela más humilde pero no menos trabajada. Una mano femenina, que salía del vano oscuro, parecía flotar en el aire como una mariposa. El guardián más lejano a esa puerta, hizo un gesto con los ojos al chófer y este se acercó raudo hasta la mano e intentó meter la oreja por donde había desaparecido la mano. No tocó ni el picaporte. Sabía que aquella puerta y su interior le estaban vedados. Pronto estuvo de nuevo con nosotros el recadero y pronto compartió con su compañero la orden recibida en voz baja. «Quiere verle». «Otro capricho», le contestó el otro. Y tras una pausa, el primero añadió: «Está con su madre». Estas fueron palabras mayores para el sirviente. Si intervenía la preferida del opositor a sultán ya no era un capricho más de la niña, sino una orden directa de quien mandaba. Hicieron que me volviera y me encarara con la otra puerta. Acaso por los nervios, ambos llamaron a la vez. Cuando abrieron y apareció la oscuridad, ambos hombretones dijeron un servil “señora” con reverencia incluida y se colocó cada uno a un lado de la puerta, de espaldas a la pared pero sin tocarla. Yo, que no veía una mierda, no supe qué hacer, a pesar de oír el susurro de una voz: «Venez, venez, s’il vous plaît. Venez, garçon(1)». Y entré, a ciegas, pero entré animado por el golpecito que sentí en mi espalda. Lo primero, después de la penumbra fue sentir bajo los pies la confortabilidad de la alfombra que pisé. Una celosía defendía del jardín y de las miradas curiosas aquella fresca habitación. Poco a poco me hice a la poca luz reinante y llegué a distinguir bultos y siluetas. De estas últimas concretamente dos y femeninas. De los otros una mesa redonda baja y unos almohadones alrededor de ella y otros apoyados en la celosía. A mi derecha, desde la silueta más pequeña, escuché otros susurros: «Me llamo Fátima y quien te ha hecho entrar es mi madre, Yasmine. Preferida de mi padre, al que vas a conocer en un momento». Lógicamente giré la cabeza hacía donde surgían las palabras que confirmaban mi sensación de estar ante dos mujeres. Yo, un tanto azarado balbucí al principio unas palabras de saludo que no entendí ni yo, pero luego, por la cantidad de veces repetidas, salieron inteligibles. Y añadí: «Yo, yo me llamo Dikembe y tengo un amigo, Adama y un camello que se llama Hamal». «Todo eso que me cuentas ya lo sé, no es nada nuevo para mí. Como tampoco lo es la mirada que todas las mañanas me dedicas antes de subir al coche que me lleva a la escuela. Tú vas al colegio, Dikembe?». Pensé que yo no dedicaba miradas, ni a ella ni a nadie, pero contesté su pregunta: «He ido poco. Solo me dio tiempo a aprender a leer un poco, pero no sé escribir». Según ella, por mi vestimenta, debía rezar a Alá el Grande. Como aquella aseveración me sonó a condición excluyente, mentí. Mi falaz y cínica afirmación fue seguida de dos suspiros que te debo traducir como dos “menos mal”. A punto estuve de preguntarle si era tan fea como decían en la tienda, pero no me dieron pie ni yo tuve agallas. «Espero que te portes bien y que podamos vernos todas las tardes, después de mis estudios, un ratito, como hoy. Será más grato que trabajar todo el día en una mina». A pesar de su dulzura y juventud, sus palabras me sonaron amenazantes y prescriptivas. Como si quien las hubiera dicho se supiera más poderosa que seductora. Desde luego yo no era capaz de asimilar aquello que vivía desde el encuentro con la pareja de hombres que esperaban fuera. Me sentía como si alguien se hubiera apoderado de mi voluntad y me hubiera introducido en una vida que no era la mía. Si hubiera dispuesto de Adama, la cosa hubiera discurrido de otro modo, estoy seguro. Pero no, no estaba a mi lado, estaba “perfectamente atendido”. Él me hubiera fijado a la realidad. Incluso la mano que me cogió por el codo y me guió hasta la puerta me pareció la de un fantasma. El fogonazo de luz me aturdió y los guardaespaldas hubieron de fungir de lazarillos porque no veía ni tres en un burro al salir de aquella habitación penumbrosa y vedada. Cuando mis ojos volvieron a funcionar me vi otra vez ante la puerta de dos hojas. Esta vez alguien abrió desde dentro y una voz profunda me ordenó entrar. Las paredes de la habitación estaban cubiertas de libros. Me hallaba en una biblioteca como después aprendería. Y me impresionó más que las palabras que acababa de oír de boca del chófer en el umbral de la puerta: «Vamos, muchacho. Tienes el honor de ser recibido por un gran señor». Pero la persona que vi no se correspondía con el personaje descrito. La palabra gran señor suena a nobleza, a majestuoso, a poder, pero aquel señor era más bien pequeñajo, vulgar y endeble. Y más al lado de los dos soldados que parecían dos estatuas, uno a su lado y otro en la puerta. El sultán debía de tener los atributos que yo imaginaba en el alma. Si te digo que me costó trabajo localizarle en aquella gran sala, te puedes imaginar al caballero en cuestión. Y más si te digo que estaba de pie. Yo, al menos, me lo esperaba gordo. Al final le ubiqué al otro extremo de la habitación, de espaldas a mí. Miraba hacia el jardín. Un gran escritorio, le ocultaba prácticamente, salvo su gran turbante blanco. Cuando se volvió y seguí su orden de acercarme, me alegré de no haber hecho la pregunta a su hija sobre su fealdad supuesta. Si aquella doncella había recibido los genes de su padre, ya tenía bastante la pobre. Lo único que podría aducir sería aquello de quien hereda no roba, aunque supongo que no la serviría de consuelo. ¡Qué feo era el presunto sultán! ¡Madre mía! Moreno desteñido con manchas, cejijunto, nariz ganchuda y grande, al contrario que los ojos, que se escondían en dos cuencas profundas y ennegrecidas. Parecía que la nariz estorbaba el hablar de unos labios inexistentes que desaparecían en una barba y bigote salpicados de canas y rala. En fin, que el tío era una pintura negra de Goya que hubiera cabido en una teca. Se volvió y me miró con desdén de arriba abajo, como si el pigmeo fuera yo. Físicamente éramos el contrapunto. «Así que tú eres el muchacho» dijo al acercarse. Y sin decir ni mu, me cayó un cogotazo que molestó más a quien lo dio que a quien lo recibió. Y entendí que debía haber hecho una reverencia ante aquel gran hombre, amo y señor de todo aquello que se refería al palacete y más. Y se lo puse más fácil. Agaché la cabeza y dejé desprotegida la nuca por si se le ocurría darme otro pescozón. Pero no fue el caso porque, no sé el motivo, aquel engreído me aclaró que tanto la mesa como el sillón eran un antiguo botín de guerra, de cuando el poder del Islam llegaba hasta los Pirineos. Debió ser porque aquellos dos muebles no tenían nada de árabes. Luego presumió de haber sido siempre listo de manos y de no haber leído un solo libro de todos aquellos que nos rodeaban, pero que esa repulsa no eliminaba la sensación de calor y bienestar que le producían. Me imaginé al personaje sentado a esa mesa, en su sillón, y vi una hormiga subida en un elefante. Pero no dejé que me traicionara ninguna sonrisa. Supuse que se lo tomaría a mal, y más si el gesto venía de alguien que le doblaba en altura, podía ser su nieto y el más pobre de sus lacayos. «Veo que te han vestido para la ocasión». A partir de aquel momento tuve que aguantar un discurso que no sabía a qué venía. Si ya antes estaba desconcertado, al menos los acontecimientos me habían traído ropas, una joya y calzados. Pero, aparte de agrandarme el hambre, aquel monólogo me iba a servir de bien poco. Veo imposible trasladarte palabra por palabra aquella perorata, pero digamos que incluyó la historia de la familia Hachemí desde el Pleistoceno y que se hizo hincapié en las virtudes de cada uno de los antepasados entre los que eché en falta a madres, hermanas e hijas. Por el contrario sobraron camellos, corderos y cabras. Después sobrevino la historia del Islam novelada, porque era imposible que nadie supiera, a nivel de detalle, cómo se desvestía Mahoma para acostarse o las conversaciones privadas con su madre que ninguno de los dos hicieron públicas y nadie presenció. Recuerda que yo del Islam ya sabía un poquito porque me lo había enseñado Abdal-Rahman. En otro momento me hubiera distraído esa verborrea, pero en aquel momento el hambre me ordenaba abrir la boca y no siempre conseguía desobedecerla. Terminaron por dolerme los laterales de la mandíbula por mantener la boca cerrada. Y aun hube de aguantar otra andanada de palabras referidas a las tierras que se correspondían con sus propiedades. Cuando terminó tenía la certeza de que aquel hombre era el amo del norte de África. También saqué la conclusión que, una de dos, o el sur no le importaba o era transparente para él porque no lo citó ni una vez. Desde luego, a mi país no se refirió. La curiosidad que había nacido en mí a lo largo de aquel día, había muerto de aburrimiento ante las interminables y sosas historias del narigudo aquel. Podía haberle corregido mil veces en cuanto a la vida y los hechos de su profeta, pero algo me decía que no debía hacerlo. Y creo que acerté porque por fin se desveló el motivo por el que me encontraba frente a él. La causa, como ya te habrás imaginado, no era otro que “su almíbar”, como él la llamó. «Quien endulza mis días y mis sueños, si Alá lo permite en su infinita justicia, me dará un nieto y heredero. No como esas mujeres que tan solo han podido darme la mejor fruta del desierto. Mi Fátima, mi bella gacela. Sí, un nieto que educaré como merece su estirpe que será la mía. Esa virgen doncella solo ha puesto una condición a este humilde servidor de Alá: ser ella quien elija al padre de su hijo. Y, sin saberlo, me ha quitado un problema, porque yo entiendo de ganado, de minas, de tierras, de soldadescas, pero de padres… Un hombre de Alá no puede entender de esos temas. Así que mejor que ella, nadie. Ni siquiera su madre que solo conoce un varón y no es de sangre noble como cualquier Hachemita, ni ha sabido darme un hijo, sino una hija, tan bella como la luna pero que nunca llegará a ser un sol. Esa será su tarea y también la tuya, porque ella te ha elegido a ti. Por eso no me importa de donde vengas, ni como te llames, ni adonde vayas. Así que hoy ayunarás para que nada distraiga tu razón y puedas decidir lo que te conviene. Mañana, cuando hayas aceptado este grande ofrecimiento, conocerás y hablarás con la madre de tus hijos». Y sin más, hizo un gesto con la mano llena de anillos y me vi en la obligación de largarme de la biblioteca camino de no sabía donde. Me acordé de la colleja y le hice una reverencia antes de volverme hacia la puerta. No recuerdo como llegué de nuevo a la pequeña habitación. El sirviente se paró ante una puerta distinta de las otras que había visto, me preguntó si me apretaba la sortija, y, sin esperar respuesta, me chupó el dedo y casi me lo arranca. Al final salió la joya mi anular. Al abrir la puerta me encontré con un cuchitril con un ventanuco en lo alto y una estera en lo bajo. Y allí me encerró el sirviente. Desde luego, no hubiera entrado de saber que iba a echar la llave por fuera. Me engañó con unas amables palabras: «Entra, esta será tu habitación en palacio». Yo me esperaba un dormitorio a la altura del padre de un Hachemita y mira lo que me encontré. Junto a la puerta destacaba una cantarilla que no vacié porque me paré a tiempo y caí en que me quedaba, por lo menos, una noche por delante. Una vez deduje que no probaría bocado, se me pasaron las ganas. El cerebro humano es comparable a la publicidad. Ambos son capaces de crear o cercenar necesidades. Lo mismo generan ganas de probar una bebida que no sabes a qué sabe, que te quitan la apetencia de votar en unas elecciones. Y eso quienes mejor lo saben son los dictadores. A mí, como a ningún adolescente ya crecido, me había preocupado jamás el asunto de la paternidad. Y mira tú por donde, llegaba a mi vida uno de esos déspotas y me la imponía. Tenía unas horas para decidirme entre yacer con una muchacha de la que solo conocía los ojos o pudrirme en aquel cuchitril, limpio pero cuartucho al fin y al cabo. ¿A mí que me importaba la familia Hachemita? ¿Y si la tendera tenía razón sobre la gacela y me recordaba al viejo Abdalla? Pensé de todo y me acordé de las palabras de Adama: “El cerco se cierra, amigo”, y le eché de menos, no al cerco, sino al amigo. Cuando uno se siente solo ama con más intensidad, es otra de las jugarretas de nuestra mente por mucho que nos empeñemos en situar en el corazón los sentimientos.
Yo también prefiero ubicar los sentimientos en órganos distintos al cerebro. Quizás porque el querer ser lógico me aparta de aquello que ha demostrado la ciencia. Pero mi romanticismo me empuja a querer con el corazón y a imaginar con la mente, a odiar con toda mi alma y a pensar con la cabeza y no con los pies o con otra extremidad masculina. De la misma manera prefiero expresar mi malestar con alguien en el sentido que “me revuelve las tripas” que no con la expresión “me encrespa”. Y como las metáforas forman parte del juego del idioma pues aprovecho y me entretengo con él. Hay quien gusta de jugar con el peligro, yo, más anodino, prefiero jugar con las palabras. Con ellas solo corres el riesgo de parecer un ignorante o un enterado.

No recuerdo el motivo de esta nota. La tomé la primera vez que leí esta carta. Puede ser simplemente consecuencia de un estado de ánimo puntual. No lo sé. El caso es que he decido editarla por respeto a mí mismo y a los sentimientos que los pensamientos de Dikembe despiertan en mí.
La noche fue más larga de lo normal, aunque amaneciera antes. Íbamos hacia el verano. No dudé sobre si lo ocurrido había sido una pesadilla. Aquel habitáculo, encalado y sobrio, era tan real como mi apetito, que de nuevo volvía con mayor fuerza. Eché una mirada a la cantarilla y, aun sabiéndola vacía, me acerqué y volqué su contenido en mi boca. Una gota cayó en mi lengua y me di por satisfecho. Es curioso lo poco que alimenta el agua y lo imprescindible que es para la vida. Y justo cuando me recostaba otra vez contra la pared, se abrió la puerta y un brazo entró en mi dormitorio y dejó otra jarra similar a la que se llevó, junto con una escudilla con cuscús viudo y escaso. No me dio tiempo ni a dar las gracias, aunque no era esa mi intención. Me abalancé sobre la sémola cocida y di cuenta de ella de golpe. Después de un sorbo de agua, me sentí mejor. Aunque la exigua comida estaba tan fresca como el agua, me sentó bien. Al final reconocí que mi situación no era tan mala, estaba vivo y además disponía de agua y había almorzado, cosa que no había ocurrido todos lo días de mi vida. Eso sin contar con lo guapo que me habían vestido. Aunque echara de menos tanto a Adama como a Hamal. Había dado por supuesto que, al oír el roce de la llave en la cerradura, estaba cerrada. Probé a abrirla, pero confirmé lo evidente. Pero, según Adama, no hay que dar nada por cierto hasta que lo compruebas. La lógica y la verdad no tienen que ir por fuerza de la mano, como el hambre y la sed. El sentido común falla muchas veces. Como la puerta no tenía un agujero ni una grieta por donde mirar, salvo la cerradura por donde no se veía nada, no tuve que representar mi mahometismo. Ya tenía bastantes problemas como para que aquella gente descubriera que era un infiel. Aunque, a lo mejor, si a aquel que escudillaba la historia le hubiera confesado mi condición de bautizado, me hubiera descartado como padre de su nieto, a pesar del capricho de aquel almíbar consentido. Bueno, por lo menos aquella habitación estaba limpia y aireada. Oí ruidos tras la puerta y ante mí apareció el sirviente con la daga en la faja. «Ven conmigo  y  no preguntes». Y, a través de otros pasillos y es-
tancias, me llevó a la misma habitación donde había hablado con la bella gacela y con su madre. Nos cruzamos con varios soldados que iban a lo suyo. Uno de ellos me dio un buen golpe con la culata del arma que llevaba. Esta vez había más luz en el cuarto, pero del animalillo no vi ni un cuerno. Estaba la madre sola. Al ver su cara por primera vez dudé de mis malos pensamientos y di una oportunidad a la genética. La muchacha podía ser guapa porque Yasmine también lo era. Pero la opinión de una tendera es siempre una buena opinión y has de tenerla en cuenta. Por boca de la madre me enteré del motivo por el que estaba allí: «Tiene que verte antes de ir al colegio, por eso estás aquí, Dikembe». Pero el caso es que yo no vi a Fátima y no pude aclarar mis dudas. Y por la misma boca me enteré que mi futura esposa tenía prohibido aparecer ante mí hasta que su padre no diera vía libre a nuestra relación. «Así que mejor harás en parecer el mejor hijo. La opción de la mina te advierto que es peor». Y fue recordar la amenaza solapada de su hija y estas palabras el motivo por el que quise saber más. Pero tan solo amplié mis conocimientos en que «mi señor es el hombre más orgulloso que conozco». Y no sé porqué dejé a un lado mi curiosidad. Y me recogí en mi miedo. Desde luego lo último que quería era volver a ser esclavo a la vez que minero. Intenté camelarme a la doña para ver si sacaba algo de provecho como un puñado de dátiles, pero fue imposible. Volví a mi celda tal como había salido: prácticamente en ayunas y con más temores. Recién encerrado volvió a oírse la cerradura. Esta vez entró el chófer excitado y nervioso. «Ya te estás quitando eso, que llevo prisa». Si no se hubiera tirado de la solapa de la chaqueta cruzada, no hubiera sabido a qué se refería, pero adiviné que aludía a la ropa «¿Y la sortija, qué has hecho con ella?». «Me la arrancó anoche el otro». Al parecer no le gustó nada mi respuesta porque me dio un cachete y me recordó que las sandalias y el turbante también. Lo único que no me pudo quitar fue la cobardía y el canguelo que me cogía todo el cuerpo, porque de haber querido le hubiera podido dar una paliza y largarme porque no llevaba la pistola. Pero ni caí en ello, ni mi disposición era la apropiada. Así que allí me quedé, en paños menores y con más miedo que vergüenza. Pero cual fue mi sorpresa que, cerca del medio día, se abrió la puerta y apareció un anciano, al que seguía un soldado, con las mismas prendas que me habían quitado pero más limpias y sin arrugas. El viejo me ayudó con el turbante y una vez satisfecho desapareció y volvió a cerrarse la puerta. Y pensé que el del arma montaba guardia delante de mi puerta. No recriminé en esta ocasión mi inacción. Aunque el anciano no tenía ni media hostia, el de la puerta no andaba corto de recursos letales. Y al rato abrió este individuo la puerta y me hizo una seña para que le siguiera. Por parecer otra vez un príncipe, aunque sin anillo, intuí que esta vez era el espurio sultán quien me reclamaba. Y acerté. Aquel hombre exigía una contestación a su propuesta antes de que su niña volviera de la escuela. Yo pensé, por el contrario, que estaba claro que tenía que contestar antes de comer. «Bueno, ya has tenido tiempo suficiente como para pensártelo. ¿Qué has decidido?» Contesté que había descartado ser minero. Contestación que le llenó de alegría y a mí me llevó a conocer a toda la familia que vivía en palacio. Por lo que después de conocer a todas sus mujeres, a las hijas de estas, y a las madres de aquellas, ya estaba arrepentido de haber confirmado mi disposición de semental. Y más cuando Yasmine comentó «Pobrecitas, todas estas pequeñas son huérfanas de padre. Menos mal que son nietas de mi señor». De entre todos los familiares del hipotético sultán no había ni uno varón. Aquello encendió una luz roja en mi cabeza que me hizo pensar más en mi vida que en mi hambre. Hubiera dado igual mi decisión, el padre del nieto del sultán acabaría mal. Me sedntí el
macho de una mantis religiosa. Después de la improvisada recepción en mi honor no me devolvieron a la celda como yo esperaba. Me sentaron ante una mesa larga llena de manjares dulces, salados, conocidos y desconocidos, frutos secos, frutos de sartén jarras de zumos, miel y leche. En aquellos momentos no sentí la responsabilidad de estar comprometido con Fátima, ni con nadie, y tampoco noté en el estómago el poco cuscús que había ingerido. Bebí más leche que comí. Ya sabía por aquel entonces que después de tener algún tiempo las tripas vacías hay que comer con prudencia y, si se puede, ingerir los alimentos en estado líquido a temperatura ambiente. Por el contrario no pude resistirme al Kesra(2). Me gustaba demasiado y sabía que llenaba las tripas.  A medio atracón
de leche y pan, pensé en llenarme los bolsillos del caftán de frutos secos, pero aquel otro optimista que anda por mi cabeza me preguntó: “¿Para qué?, si vas a ser el yerno de un sultán. ¿No lo ves?”. A pesar de su opinión ganó el pesimista y nueces, anacardos, avellanas y demás terminaron en mis bolsillos. Eso sí, actué disimuladamente, como solía hacer cuando robaba, aunque aquello era a prevención de faltas futuras. Este tipo de frutos duran tiempo en cualquier sitio y alimentan mucho, como supongo que sabes por la moda que impera en tu cultura, contraria a nuestros hábitos. No sé qué demostráis con vuestra delgadez, nosotros al menos presumimos de carnosidad porque implica abundancia y riqueza. Y, desde luego, la mayoría de vosotros no lo hace por motivos de salud, igual que nosotros cuando estamos delgados tampoco lo hacemos por ese motivo. Eso lo compartimos. ¿O no? Eh bien, c'est ça, mon ami. El caso es que debí de decir en voz alta la palabra “sultán” porque el camarero que atendía la mesa y me servía la leche me corrigió: «El amo todavía no lo es. Si lo fuera no habría tanto soldado armado por aquí». No me callé. Yo tenía ya más rango social que él y le contesté: «Yo sé lo que me digo». Al ver la facilidad de palabra de aquel sirviente, aproveché para tirarle de la lengua sobre el asunto que me preocupaba al pasar a último lugar el de la comida: «¿Qué sabes de los yernos de tu amo?». Nada, me contestó. «Yo solo piso las cocinas, esta es la primera vez que monto y atiendo una mesa. Por eso estoy tan contento». “Y parlanchín”, pensé yo. «Y de su hija Fátima, ¿qué me cuentas?». Pero por sus palabras no supe más que aquello que ya sabía: antojadiza y lamerona. Pero después, se agachó y se acercó a mí sin mover los pies, bajó la voz, se tapó media boca con la mano hueca y me dijo: «Los sirvientes que la asisten y las viejas cocineras dicen que es muy fea, que es igual que su padre si fuera gordo. Pero yo no la he visto». «Así que no me puedes confirmar nada, ¿no? ¿No será que no quieres? Piensa que en breve seré de la familia Hachemí». «No, se lo juro amo, no. Lo único que sé es que le gusta mucho el dulce. Al menos todo lo que se le prepara de comida lleva miel y azúcar». Bon, algo nuevo me contó el mozo aquel: que Fátima era gorda. Pero eso en mi cultura es un piropo, no una humillación como recién te he contado. Le pregunté su nombre al levantarme de la silla y me contestó que «Ahmed, hijo de Fares». Y en aquel momento me sentí mal. Yo no podía decir de mí lo mismo, y no porque no me llamara Ahmed, sino porque no sabía el nombre de mi jodido y desconocido padre. Tardé mucho tiempo en no sentirme inferior a todo el que tenía enfrente y citaba a su padre, como me ocurrió con este sirviente. Siempre me deslizaba por la pendiente de la inferioridad, al contrario de aquellos que se van arriba por ser blancos ante un negro. Aunque para ellos otra cosa sería verse como un blanco entre negros. Esta seguridad que ves en mí y que, a veces, criticas, la he adquirido durante mi formación y no solo en la universitaria. Es muy diferente pisar el campus con todo tu cabello sano y en flor que hoyarlo con canas. En ese momento, tu futuro se ha convertido en presente y las tonterías han quedo en el pasado. A pesar del ágape pantagruélico simplemente por decir un “sí, quiero”, acabé en la misma celda en la que estaba cuando lo pensaba. Estaba claro que el engreído sultán, del que nunca supe el nombre, no se fiaba de su mantis religioso. Con mi consentimiento no había conseguido mi libertad, pero algo había logrado. ¿No crees? Eh bien, c'est ça, mon ami. Me había hartado a comer y beber y tenía los bolsillos llenos de frutos secos. Era un iluso al pensar que me iban a dejar suelto por el palacete. Y para sus intereses hacían bien, porque de no estar allí encerrado, estaría buscando a Adama y a Hamal para largarnos de allí lo más rápido posible. O, vete tú a saber, si lo hubiera hecho al revés, primero poner tierra de por medio y luego buscar a mis amigos. Porque no sé qué futuro me daba más miedo, si el de los difuntos yernos del sultán o el mío con Fátima. Para alejarme de los temores quise recordar cuantas veces se había abierto aquella maldita y cerrada puerta que veía. Me entretuve un rato, hasta que la conciencia pesimista me dijo “qué más da, Dikembe. Estás encerrado y punto”. Y me contesté en voz alta: «Pero tengo nueces». Y mira tú, me apetecen ahora. Y como compré el sábado en el mercadillo, pues es lo que voy a cenar hoy. Así que te dejo porque no se pueden comer nueces sin pelar y escribir a la vez. Y entenderás que elija las nueces. Supongo. Un saludo,









(1VG) [↑][Volver] Entra, entra, por favor. Entra, muchacho (francés).
(2VG) [↑][Volver] Pan argelino, posiblemente el más antiguo del mundo, hecho a base de sémola.

Imagen 1. Foto bajada de www.doordesigns.us
Imagen 2. Foto bajada de lizyes12.blogspot.com.es
Imagen 3. Foto bajada de www.dimensionvegana.com
Imagen 4. Foto bajada de karabanchel.com

sábado, 28 de enero de 2017

Quilt as you go fusion "Lagartera"

No, no me he vuelto loca.

No más loca de lo habitual.

En el título, os advierto que le falta la bailarina rubia del washap.

A ver, primero enseño:

Perdón, que así no se ve!!

Ahora:


Ya, que lo habéis visto en el video.

Pero en el video lo veis muy rápido y, además, os quería contar que ya lo he regalado, y que la persona que lo tiene me dijo que la técnica se pasaba a llamar: "quilt as you go fusion"

La verdad es que me puse tan contenta.

Pero, ¿donde queda el lagarteranismo? ¿Sustituido por fusion?

Yo no soy de Lagartera, pero los "casi" paisanos de mi padre, seguro que se ofenden.


Como no son bautizos reglamentarios, seguro que seguimos buscando el nombre apropiado.

Y sigo coso que te coso...

jueves, 26 de enero de 2017

Cesta impermeabilizada

Hoy la entrada va de cestas, pero no de una cesta cualquiera, no os vayáis a creer...

Es especial por tres razones:

1) Porque está hecha con tela plastificada
2) Porque me encanta el equilibrio que le dan las medidas
3) Porque era para una persona especial y ya la tiene



Ocupa poco espacio pero tiene mucha capacidad, os lo garantizo, yo son las que tengo en las estanterías del cuarto de baño y me encantan.

La tela del exterior, plastificada, lleva lunares blancos.

El forro en azul con lunares blancos más chiquititos.

Las dimensiones son:

Ancho: 21 cm.
Alto:    15 cm.
Cuadraditos para el culete: 3,5 cm.

El tutorial, para que no tengáis que buscarlo, ya lo hago yo, no os preocupéis. Aquí está.

Y sigo coso que te coso...

martes, 24 de enero de 2017

El primer quilt para mi cama

Hace más de tres años que Papá Patchwork, me trajo una regalo en forma de Layer cake, el primero y único a esta fecha.

La colección era Vin du Jour, y la verdad es que no puede ser más bonito.

Quince días más tarde ya estaba metiendo mano a la telas, según podemos ver en este post.


Pero así ha permanecido en reposo hasta junio del año pasado que empecé a añadir otras telas y os lo enseñé aquí.


Estoy más que satisfecha con la combinación, sólo la mitad son las causantes de haber empezado este quilt y, francamente, las nuevas quedan perfectamente incorporadas.


Bueno, vamos a acercarnos un poco.


Es enorme, ya lo he estrenado y me encanta.

Para la trasera, me trajo mi amiga Concha una colcha india, al final tuve que añadir un poquito, pero no queda mal, esa es una de las grandezas del patchwork.



Estoy encantadísima con mi nuevo quilt.

Que suerte tenemos, podemos estrenar quilt muy a menudo, casi cuando queramos.

El año pasado acabé 6 quilts, este año espero tener, más o menos, la misma cosecha.

O más!!!

Y sigo coso que te coso...

lunes, 23 de enero de 2017

CAP. 37 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Andanzas y tropezones de Dikembe Biyombo



De cómo encontré otros ojos



l trayecto hasta Tawrirt o Taourit iba a ser largo. Tanto como esa carretera a la que había dejado paso la pista de arena que bordeábamos desde encontrarla. Ni a Hamal, ni a nosotros, cuando le dábamos descanso, nos gustaba pisar esa superficie negra y rugosa que se nos pegaba a los pies. Preferíamos la arena, suelta o apisonada. Aunque valorábamos la información que gracias a ella nos llegaba. Sabíamos por los carteles que la carretera acabaría dentro de una ciudad. Yo creo que fue nuestra etapa más aburrida, a pesar de no tener qué comer, salvo alguna que otra raíz que encontraba aquí o allá. Harto ya de pasar hambre y contra la voluntad de Adama, al oír acercarse un motor, metí a Hamal en la carretera, me planté en medio con las piernas abiertas y empecé a cruzar y descruzar los brazos extendidos por encima de mi cabeza. La bronca del camionero me la llevé, pero después de que parara. Sin quitar a Hamal del medio como pretendía el gritón, y por encima de sus palabrotas, le conté que nos habían robado y que solo nos habían dejado el agua. La cara que puso no fue de credulidad. Y menos cuando, después de preguntar con retintín si nos habían dejado algo de valor, a parte del camello, le contesté que algo de dinero teníamos. Por una vez que decía la verdad, no me creían. Pero aquel hombre era un negociante y olió ganancias. Cambió de gesto y me explicó que habíamos tenido suerte porque se dirigía al zoco de Tamanrasset a vender los mejores dátiles de la región. Y con eso me dio pie para iniciar la compra que él ya había vislumbrado de antemano y que coincidía con mis intenciones al pararle. Puse por las nubes la fama de los dátiles de Tawrirt por su dulzor, su pequeña semilla y su carne apretada y esta vez, aunque le mentí, sí me creyó. Sin darme cuenta había subido el precio de su fruta. Pero mientras que él conocía mis pretensiones, yo no sabía nada de las suyas. «¿Entonces, cuántas canastas quieres, muchacho? Son solo de medio cántaro (1) cada una». En ese instante, se acercó Adama y me dijo: «Ni se te ocurra, no puede faltar mucho». Pero yo tenía más hambre que ganas de razonar, y contesté al negociante que solo una. Cuando vi la cantidad de dátiles que componían un cántaro pensé en la advertencia de Adama, me retracté y le pedí que nos vendiera menos. Pero él se hizo fuerte y se refugió en que su labor era de mayorista, que no vendía al detall. Y para convencerme de su postura llegó a ofrecerme toda la carga por un buen precio porque se ahorraba el porte. Fue Adama quien contestó muy poco educadamente: «¿Y por dónde nos los metemos, por el culo?». Adama sabía que si ese hombre salía de Tamanrasset para vender sus dátiles, no nos darían mucho por los 
que nos sobraran allí mismo. Y me ajusté a la menor cantidad posible. De diferente humor y ganas cargamos el saco en Hamal, pagamos los frutos a precio de oro y el satisfecho camionero siguió camino. Lo primero que oí después de que el motor se amortiguara por la lejanía fue un “eres tonto, Dikembe”. Me llené la boca de dátiles y le contesté con ella llena, por eso no sé si me entendió, ya que tampoco contestó: «Tonto es aquel que se muere de hambre por ser consecuente». Ya sabes el dicho aquel de que el junco nunca se quiebra, su resiliencia se basa en la flexibilidad. Lo que yo no estaba dispuesto era ni a buscar, ni a comer más raíces duras y ahogadizas. Pero estaba de acuerdo con mi amigo en una cosa: la compra daba para llegar a cualquier parte de África andando. No, no íbamos a pasar necesidad, salvo que el cabezón de Adama se negara a comer dátiles, cosa que no hizo. Pero no se los comió con las ganas y la alegría con que me los zampé yo. Ser cada lunes y cada martes consecuente te acerca, si no corriges el miércoles, a la rigidez. La virtud está en un término medio, aunque yo no tengo claro esa medida. No le faltaba razón al trujamán de dátiles en defender la calidad de su fruta, dulce y jugosa, por eso no me explicaba la cara de amargado que tenía mi compañero aun después de probar el primer fruto. Le pregunté, para hacerle hablar y encocorarle, si no le había gustado. «Lo que no me gusta es meterme la lengua en el culo, listo». Y bastante me dijo. Los dos sabíamos que por hambre se es capaz de hacer cualquier cosa, si es que puedes y, si no, te mueres que también es hacer algo. El día a día de aquellos a los que se niega el pan y la sal así lo atestigua. Cuando el mundo conoció, ya hace tiempo, la cantidad de niños, y no tan niños, que morían de inanición a diario en África, a poco se queda sin resuello. Hoy, que ya lo sabemos todos, no exigimos a quienes debiéramos que pongan freno a esa barbarie. Y eso que, normalmente, los elegimos nosotros. Será porque nuestras conciencias están construidas con la variable primordial de valoración por cercanía o por identidad nacional. Vaya usted a saber. Al menos ese es el cariz que se observa desde esta mi atalaya a la que solo te dejo subir a ti y a Adama. Pero él acertaba en aquel momento en el que me tildó de tonto, porque se confirmó y así lo reconocí. Eran demasiados frutos para que no se estropearan bajo el sol de justicia que nos caía. Estaba claro que el camionero no iba a entregar un pedido, sino a venderlos si podía. Otra vez me habían engañado como a los tontos de Carabaña, aunque no hubiera cañas ni cañerías de por medio (2) . Siempre engañamos mejor a quienes se fían de nosotros, lo difícil es engañar a los otros. ¡Qué razón tenía Adama, qué tonto y confiado era yo! Y fue entonces cuando decidí que solamente iba a confiar en él. Y la verdad, mi círculo en este sentido se ha ampliado muy poquito desde entonces. Recién tomada la decisión me costó más mantenerla, pero en cuanto recordaba que por fiarme de Moussa había perdido mi libertad, aumentaban mis recelos. En la vida te encuentras con todo tipo de gente, eso lo sabemos todos. Y por costumbre y simplicidad las adjetivamos de buenas o malas. A mí me ha costado mucho desestimar esa simpleza, este maniqueísmo que de otra forma me hubiera podido llevar a la radical idea de eliminar a los malos. Y no creas que esa convicción es tan rara. ¿o no? Eh bien, c'est ça, mon ami. Que hay mucho “salvador” por ahí suelto elegido con votos “Trump-a” (léase trampa), si me permites el chiste dejándome llevar por la actualidad. Llegamos a Tawrirt, hartos de  dátiles, con más  de  los
que habíamos comido y con la mitad de ellos echados a perder por la temperatura. Y que encima rezumaban del saco. Y como en mi juventud nunca quise dar mi brazo a torcer, por eso muchas veces me lo han torcido, me dediqué a separar los dátiles malos de los menos malos y de los podridos, que también los había. Los primeros y los últimos se los di a Hamal que no puso ni un pero. Y así se lo dije a Adama que me dejó por imposible. Como ya te habré dicho, él era eminentemente práctico, la antítesis de otros, que como yo, sueñan que el mundo se puede mejorar. La inteligencia puede definirse como la capacidad de entender nuestro entorno, todo aquello que nos rodea, tal como hace la propia naturaleza. Y, a veces, nuestros sueños ocultan la realidad.
Los sueños ocultan la realidad. Menuda sentencia se marca aquí Dikembe. A mí me ha dado qué pensar y he llegado a la conclusión de que tiene muchos números para dibujar una verdad que a muchos nos afecta. Por ahí anda una frase de Oscar Wilde que asocio con esta otra de nuestro protagonista: “Cuidado con lo que deseas porque se puede convertir en realidad”, aunque la primera es más rotunda y no deja salida. Recupero todo mi tiempo de brega y lo traslado al papel junto a los sueños que me movían mientras luchaba. Y, efectivamente, la realidad que leo desde donde estoy ahora, nada tiene que ver con la que veía en aquellos momentos. Ni siquiera los motivos de aquella lucha se salvan. No, no es cierto que lo hiciera por mis hijos. No. Lo hacía porque yo quería. Y ni siquiera por darles lo mejor. Te puedes tirar a un torrente a salvar a tu hija de ahogarse, pero nadie se tira a la calle todos los días de su vida laboral para conseguir lo mejor para ella. No. Y quien lo afirme miente. Y creo que es a eso a lo que se refiere Dikembe. Pero no tiene nada que ver con la satisfacción de haber salido a flote, hasta ahora. Así que a ello me agarro para no reconocerme un hipócrita. Pero a mi favor he de reconocerme que jamás les he pasado una factura. Y si fue así, lo siento, les pido disculpas.
Como es natural, una vez solucionado, aunque no del todo, el expediente dátiles, nos dedicamos a echar un vistazo a las calles de aquel pueblo para ponernos en situación. Notamos a la gente nerviosa y reticente, como si esperaran que algo pasara. Posteriormente buscaríamos el mejor escenario para nuestras representaciones. la khasba de aquella ciudad me impresionó sobremanera. Indagaríamos por separado. Si bien no estábamos de morros, tampoco se podía decir que estuviéramos a partir un dátil, como los vecinos que andaban como huidizos unos de otros. Por supuesto, Adama se fue solo y yo con Hamal. La primera tarde, mientras yo valoraba los motivos de nuestra pequeña rencilla al pie de un árbol, él se dedicó a buscar un lugar donde asegurar una buena noche. Encontró una pared al fondo de un pequeño callejón oscuro y sin salida. Por la parte superior el lugar estaba defendido por una tupida red de ramas a diferentes alturas que pertenecían a más de un árbol, todos hojecidos y frondosos. Al hojear de continuo los árboles, la hojarasca se acumulaba sobre la tierra, ante todo, en los dos rincones por acción del viento. Pues bien, aquella no sería habitación para una sola noche. Fue nuestro hogar en Tawrirt. Y lo fue por barata y umbría, no por limpia. Si bien, la tarde del segundo día la dedicamos a adecentarla un poco y, con ayuda de Hamal, vaciamos el almacén orgánico. De allí saldríamos todas las mañanas temprano para volver cuando el sol calentaba más, y también algunas tardes, en cuyo caso volvíamos antes de ponerse el sol por la lección aprendida en Tamanrasset y porque, cuando se cerraba la noche, no veíamos ni tres en un burro. Y como no queríamos llamar la atención nos aguantamos sin una vela siquiera. Tampoco nos hacía falta, porque cenábamos temprano, y nos dormíamos a la vez que el sol. Adama, en cuestión alimentaria, confiaba en mí, a pesar del incidente de los dátiles. Como te digo, salíamos temprano del rincón, él subía por la calle y yo bajaba por otra estrecha que desembocaba, en mi dirección, en otra más ancha, con farolas de luz y todo, que pocas veces veía lucir. Por la avenida discurría cierto tráfico de vehículos de todo tipo y también incluyo a los militares que eran muchos. Todos los días, me topaba con una escena que, al poco tiempo, tendría repercusiones en nuestras vidas. Se trataba, a mi entender, de un rito en el que una joven era acompañada por otras mujeres mayores, todas con el rostro cubierto, hasta que la acompañada se introducía en un automóvil negro y grande. Además de  un  sirvien

te que era quien abría la comitiva. En la escena que se repetía a diario, solo actuaba un hombre, porque el otro, el chófer con gorra y pistola al cinto, se la vería después, esperaba sentado ante el volante, mientras el otro abría y sujetaba la puerta para que la joven subiera. Después de cerrar muy despacio la puerta, el sirviente daba un golpe en lo alto del vehículo y este arrancaba, sin hacer ruido, y se alejaba. Y allí nos dejaba a todos, mujeres, sirviente y yo, envueltos en una nube de humo y polvo ante la puerta abierta por donde volvía a desaparecer el séquito. Yo, siempre curioso, echaba un ojo dentro de aquella propiedad con la excusa de apañar algo en la silla de Hamal. La inspección duraba poco porque el sirviente cerraba las dos hojas de la puerta enseguida. Pero me daba tiempo a admirar el cuidado jardín y la fachada del resplandeciente palacete donde destacaban los arabescos y lacerías. Y algún día también vi soldados con sus correspondientes armas que paseaban por entre los setos. No le hubiera dado a estos episodios más que la importancia que le damos a un hecho fortuito y casual, salvo porque, justo antes de subirse al coche, la joven se asomaba por encima de su velo, y de la puerta negra con cristal tintado, y me miraba fugazmente para luego desaparecer tragada por aquella ballena negra y reluciente. Ni los ojos ni la mirada se parecían a aquellos otros que me turbaran durante una eternidad, según la medida del tiempo que yo aplicaba entonces. Las nuevas miradas me resultaron anodinas y caprichosas, o así juzgué a la joven, a pesar de todo el boato. Y me duraba en la cabeza menos tiempo que utilizaba para fisgonear, y así hasta el día siguiente en el que se repetía el episodio. No se lo comenté a Adama porque no consideré que fuera digno de comentario. Él, por su lado, cuando volvía de sus pesquisas, tampoco me contaba nada, por lo que deducía que no había encontrado el lugar adecuado para nuestras representaciones. Por ello seguimos con la búsqueda todas las mañanas. Sí le comenté que no veía en aquella ciudad tanto trasiego de extranjeros como en Tamanrasset. Me pareció ver conformidad en su cara y me reafirmé en la idea de que allí iba a ser difícil trabajar con Hamal. Poco más hablamos ese día y los anteriores. Por las tardes seguía con mi costumbre de jugar con Hamal. De todas formas, hacía demasiado calor para andar por las calles. Pero para jugar nunca hay impedimentos, salvo si hay mayores. Durante esos días observé que el camello estaba menos motivado, le tenía que repetir las cosas para que me hiciera caso, aunque yo notaba que me entendía. No me lo explicaba, pero hoy sí. Hamal, como todos, se hacía mayor, no viejo, no me entiendas mal. Pero ya las ganas de jugar no eran como las de antes. Él maduraba el doble de rápido que yo. Los camellos suelen vivir entorno a los cuarenta años más o menos. Y ya sabes, con la edad se suelen perder las ganas de jugar, que no es otra cosa que probar a vivir sin riesgos. Por ello, el juego debería ser objeto de más respeto, tanto o más que la educación reglada y callejera. Yo jugué poco para lo que me hubiera gustado. Pero lo suficiente como para aprender a encontrar bajo tierra esas raíces y tubérculos que en más de una ocasión me curaron las puñaladas del hambre y me dieron fuerza para dar un paso más. Y cualquier camino se anda así, no te olvides, paso a paso. Para mí el hoy ha sido siempre más importante que el mañana. Aunque eso ya lo sabes tú, ¿no? El tiempo parecía pasar despacio, pero nos dimos cuenta de que llevábamos en Tawrirt cerca de un mes, según Adama. Un día, que al salir de la callejuela, miré hacia arriba, me pareció ver a la joven del coche en una de las ventanas superiores de un torreón del palacete que daba a nuestro callejón. Me llevó a pensar que si no la veía fuera de su casa, la veía dentro y sonreí. El azar hace que, a veces, los hechos parezcan premeditados. Hoy creo que así era, al menos el momento elegido para subir al automóvil. Cuando rodeé el muro que resguardaba el edificio, comprobé, por la vestimenta y las joyas que la muchacha de la ventana era la misma que salía envelada por la puerta principal. Tanto la mirada como su huida al yo verla, se volvieron a repetir una vez más. Después de unos días en los que no cabe destacar nada, salvo que al salir del callejón cogí la costumbre de mirar hacia esa ventana en la que veía fugazmente una figura que suponía era de la joven de marras que a continuación aparecía en la calle, me miraba y desaparecía dentro del coche. Y, claro, terminé por comentárselo a mi amigo. «Ándate con ojo, Dikembe, alguien que no debiera se ha fijado en ti. Y huelo algo raro en el ambiente». En este caso no di valor alguno al comentario de Adama porque para mí todo aquello era una casualidad. ¿Quién se iba a fijar en mí? En todo caso en Hamal. Lo que tengo claro es que jamás he conocido el enfoque femenino de la vida. Y en aquellos momentos menos. ¿Menos? No. Igual que ahora. Y eso no quiere decir que no lo acepte. Y esto no debes confundirlo con un juicio de valor encubierto. La única persona que me hubiera convencido de que una mujer me podía hacer caso hubiera sido mi abuela Mayifa. Pero ella ya no me podía dedicar piropos enigmáticos del tipo: «Si tu abuelo hubiera tenido tu cuerpo, hubiéramos tenido más nietos». Pero claro, cuando me requebraba así la pobre yo no me enteraba. Pero si ella hubiera querido que lo entendiera, seguro que así hubiera sido. Muchas veces pienso en ella y me planteo, si cuando se manifestaba de esta guisa no lo hacía para que yo me enterara, sino que hablaba a algún otro u otra.  Bon, el caso fue que una tarde, cuando Hamal y yo jugábamos en las afueras de la ciudad, se me acercaron dos hombres muy correctos y limpiamente vestidos. Al llegar a la altura de la sombra del árbol que me cobijaba, reconocí a uno de ellos como el sirviente que abría la puerta del coche y cerraba las de la mansión. Al otro le ubiqué dentro del vehículo por la gorra que usaba así como un traje y unas botas de caña alta que yo nunca había visto antes. Me llamó la atención que ambos iban armados, uno con una daga dentro de la faja y el otro con una cartuchera al cinto. Me saludaron en francés, aludiendo a Alá, y me preguntaron quien era yo. Podía haber dicho: “¿Y a ustedes qué les importa?”, pero como parecían venir en son de paz, aunque armados, y se habían expresado con tanta educación, me salió el Dikembe mentiroso y sagaz, y tuve la idea de bautizarme otra vez, pero esta con un nombre elegido por mí y sin agua bendita: «Mi nombre es Mobutu Mudinga y no soy de esta tierra». El suave, pero largo interrogatorio, terminó por cansarme, aunque a mi amigo le vino de perlas porque le vi resguardarse del sol bajo otro árbol y, allí sentado, esperaba que yo terminara de hablar con aquellos humanos a los que contestaba con una mentira detrás de otra. Y es que no sabía cómo acabar la conversación. Eran tan educados y amables que no veía el momento de cortar. Me preguntaron sobre todo, y todo referido a mí, a mis creencias y a mi intimidad. Inclusive cosas que no entendí y así se lo hice saber. Así que acabé siendo musulmán, hijo de un mercader, huérfano y dueño de un camello que me esperaba para volver a casa. Esto fue lo único cierto que dije. «Así que me tengo que ir». Y me despedí cordialmente, monté a Hamal y me largué de allí tan rápido como pude. Al entrar por el callejón ya le contaba con gritos a Adama aquel encuentro vespertino. Me obligó a volver al principio porque no sabía de lo que hablaba al no oír mis primeras palabras. Cuando acabé dijo: «El cerco se cierra, amigo». No es que pensara que se había vuelto loco al oír su resumida opinión sobre todo lo contado, pero como entendí qué me quería decir pensé lo más fácil y a mano: que él vivía en su mundo y yo en el mío. Y aunque esto último sea cierto hoy todavía, lo primero era y es erróneo porque Adama vivía y vive en  todos los mundos que le interesan. Él sabe más de mí que yo mismo, pero se lo calla. Una tarde con él te hubiera valido por todos los ratos que tú y yo hemos pasado juntos. Aunque incluyamos todas las cartas que yo fuera capaz de escribirte. Claro que otra cosa es que en esa tarde Adama abriera la boca para decir algo. Y la ironía que uso no es una broma. Lo cierto es que, a raíz del comentario tan arcano de mi amigo, empecé a fijarme más. Eso sí, me di cuenta de que desde cualquier punto de la ciudad se distinguían los dos minaretes que se elevaban hacia el cielo dentro de aquellos jardines que, entre otras personas, debía disfrutar aquella joven. De eso me enteré en la frutería porque pregunté por la casa. Me contaron más chismes de la caprichosa niña y del orgulloso padre que algo tenía que ver con minas y yacimientos. Pero aquellos encuentros siguieron, aunque siempre ocurría lo mismo. No, miento, porque el sirviente de las puertas al verme me saludaba con una inclinación de cabeza y la mano puesta en la daga. El chófer no podía ver, salvo que mirara por el retrovisor, pero eso lo sé hoy. Podría haber variado el camino de salida del rincón y girar hacia el otro lado, pero no tengo ni idea del motivo por el que no lo hacía. No era consciente de aquello que alimentaba. Y no es que me gustara la escena o no pudiera vivir sin que ocurriera, pero ahora creo que me atraía por el morbo de poder ver la cara de aquella joven en un descuido. Adama y yo nos habíamos repartido la ciudad a conquistar y eso que no sabíamos que estaba en disputa. Él se ocupaba del norte y yo de la zona pobre. Ya me había acostumbrado a girar a la izquierda, como siempre, al salir del callejón. Interés no tenía, era rutina. Ah, también me contó el tendero que la tal Fátima era más fea que Picio, para que me entiendas, pero eso sí, era la niña de los ojos del padre con ínfulas de emir. Convertí también en costumbre repetir a Adama, cuando volvía a casa, el nuevo cotilleo que me habían contado el tendero. Los más largos venían generalmente de la frutera a la que reñía el marido por cómo y que contaba, pero ella decía que no eran palabras suyas, sino de las clientas a las que despachaba y que a los soldados esas tonterías les resbalaban. No hace falta decir que mis cotilleos con Adama no encontraban respuesta alguna y que, aparentemente, le importaban poco, si bien yo intuía que algo le preocupaba. Pensaba que era, como en otras ocasiones, por la falta de trabajo, es decir, de ingresos. Nunca pensé que el objeto de su preocupación fuera yo, y menos por los motivos que él ya adivinaba, aparte de que el ambiente belicoso tampoco se le escapaba. Total, que una tarde, cuando volvíamos de jugar relativamente temprano, me abordaron otra vez aquellos dos hombres justo en la esquina del callejón, entre las dos casas. Es decir, entre el palacete y nuestro rincón. De nuevo los saludos corteses y galanos. Esta vez fueron directamente al grano y me preguntaron si tenía ropa adecuada para asistir a una cena de gala. No tuve que contestarles. Mi gesto de sorpresa y desconcierto hablaron por mí. Entonces el sirviente tomó las riendas de la situación mientras el otro se hacía con las de Hamal y le metía en el callejón. «Tu amigo se hará cargo del camello. Acompáñanos», sugirió agarrándome suavemente del brazo. Me pillaron con la guardia baja, pero me dejé de preocupar al decirme: «Bien, pues lo primero es elegir un buen vestuario. ¿No querrá aparecer por palacio vestido de tal guisa? A la princesa Fátima no le gustaría». Esa fue la primera referencia al origen del asunto, pero un adolescente tan atolondrado como yo, no caería ni siquiera cuando Adama trató de explicarme todo el asunto que, en realidad, se resumía en: Niña antojadiza y rica, conoce a chico pobre y de buen ver, se encapricha de él y trata de hacerse con un marido. Aunque el asunto no acabaría así, ni sería tan sencillo porque, evidentemente, y como mínimo, las emociones del posible consorte también contaban. Llegamos los tres a una tienda atiborrada de ropas colgadas y con un olor particular. Allí, mis dos acompañantes me entregaron a un viejo que se empeñaba en que levantara los hombros y la barbilla. Se ponía detrás de mi con una cinta en la mano y me apretaba primero un hombro y luego otro: «Buen cuerpo tienes, hijo. Vaya anchuras». Después estiraba la cinta entre la axila y la muñeca mientras me decía: «Quieto, quieto. No te muevas muchacho». Hoy sé que fue el único día que me tomaron medidas. Toda la ropa que me han regalado, que he robado o he comprado ha sido de prêt-à-porter. Abandoné el comercio disfrazado de príncipe consorte de los pies, con babuchas, hasta la cabeza, con turbante. Más bonito que un San Luis, como decís aquí. Al menos es lo que me devolvía aquel espejo de cuerpo entero ante el que me preguntó el sastre aquel si era de mi gusto. Como sabía que me iba a dar igual decir sí que no, afirmé. Aquel que vi ante mí era más grandote que la imagen que recordaba cuando fui el Señor de la Piedra gracias a Sinafasi Benga. Pero los ojos y la mirada eran los mismos. Me duró poco el disfraz porque lo siguiente fue visitar unos baños públicos donde mis acompañantes eligieron para mí el aseo más completo, que incluía servicio de peluquería y todo. Y eso fue lo primero que me quitaron allí, el pelo. Después el polvo y la mugre que se había fusionado con mi piel. Descubrí que tenía rojas las rodillas después de que aquel servicial lavador se empeñara en darles forma con una piedra arenosa. Me quitaron también parte de las uñas, tanto de las manos como de los pies. Eso fue lo que más me gusto. No mientras cortaban, sino después. Me sentí liberado de un peso. Sentí una agradable sensación que recuerdo perfectamente. Cuando salimos a la calle el sol y mis tripas me dijeron que era hora de cenar. Les dije a mis acompañantes que ya llegaba tarde a comprar la cena para mi amigo porque nosotros cenábamos muy temprano. Ante mi sorpresa me informaron que Adama estaba perfectamente atendido. Que no me preocupara. Y me despreocupé. El buen trato y el sentimiento de inferioridad permiten que caigas en manos que usan la superioridad para su provecho. Aunque este no fuera el caso, porque aquel día Adama cenaría caliente para su sorpresa y su recelo, como luego me contaría. Para él siempre había un motivo para todo. Era newtoniano, causa-efecto. Al ejercer una fuerza A se produce una reacción B, por lo general dañina. Desde luego, aquella gente lo tenía todo pensado y estaba más que informada. Conocía nuestras costumbres al dedillo. Y yo pensando que quien conocía las de aquella joven era yo. Es curiosa la insuficiencia de nuestra percepción de la realidad. No solo nos engaña nuestra mente, sino nosotros mismos. Cuando nos acontece una adversidad nos preguntamos el motivo por el que nos ocurre a nosotros. Pero cuando el acontecimiento es grato a nadie se le ocurre pensar porqué le ha tocado a él. A lo más que llega es a imaginar que tras esa dicha se encadenarán varios infortunios porque tanta suerte no puedes tener. A nosotros mi hora de cenar nos debió pillar en otro comercio especializado en oro y plata donde tenían un gran surtido de joyas y otros trabajos de orfebrería.


Allí, mientras esperaba sentado que eligieran mis ya casi amigos, me sirvieron un té y me ofrecieron unos dulces que no rechacé. Después del cuarto pastel, no sabía qué hacer con los dedos pringosos hasta que un niño me acercó un lavamanos y un lienzo de tela para secarme. Tras volver para retirar el cuenco y la toallita, también se llevó el plato de golosinas que yo me hubiera acabado, si me hubieran dejado, claro. Primero eligieron para mí unas sandalias con adornos de plata. Sustituyeron las babuchas y me  las calzaron. Me hicieron levantar y andar con ellas. Ni me preguntaron. Hubiera expresado mi alegría por otros zapatos nuevos, pero estaba claro que mi opinión no contaba para nada.
«Estas son para pisar palacio, así que cámbiatelas». Después vistieron mi dedo anular derecho con un anillo de oro que al joyero le costó meter en mi dedo. Y del que me quejé de camino al palacio. Me apretaba. «Pues haber elegido mejor». Ante tal respuesta me quedé mudo y parado y ellos apretaron el paso. Imagino que por jorobar, porque prisa no me había parecido que tuviéramos. Llegamos al palacete por la callejuela paralela a nuestro rincón. Tras abrir una negra y pequeña puerta y decir el sirviente una frase que no venía a cuento, penetramos en un silencio y frescor que no reinaban fuera. Si bien, la puerta de hierro tropezó con un soldado que al punto se retiró para dejarnos pasar. No sería el único que veríamos antes de entrar en palacio. Los setos, perfectamente arreglados, delimitaban un camino recto de gravilla que seguimos en fila india. Por supuesto yo iba en segundo lugar. Noté que el porte de ambos había cambiado al pisar aquel jardín. Me parecieron más serviciales. Yo no hacía más que mirarme el anillo que me molestaba y veía los destellos que el oro emitía contra la luz de la luna. Y tropecé. «¿Te has lastimado?», escuché. Y me extrañó. Si hubiéramos estado en la calle me hubieran llamado tonto por trastabillarme. Giramos noventa grados a la derecha y pasamos bajo un arco de ladrillos. Allí el ruido del agua al caer hizo que mi curiosidad cambiara de objetivo. Así pude apreciar unas cuantas fuentes y acequias que adornaban aquel oasis en el centro de la ciudad. Nos paramos frente a un venero y allí cumplimos con las abluciones de nuestros pies, como si fuéramos a pisar una mezquita. A mí me dieron las sandalias y me sugirieron calzármelas. Así lo hice mientras un soldado cruzaba por delante y me miraba con curiosidad. Les entregué las babuchas. Allí sentado en un pollo de piedra, con el roce de la piel fina en los pies y el canto de las fuentes en mis oídos me sentí como en el paraíso. Eso sí, duró poco. «Señor, deberíamos entrar ya». Y entramos. Si fuera se permitían los murmullos del agua, dentro del palacete debía estar prohibido hacer cualquier ruido porque el silencio era total. Avanzamos por habitaciones abiertas al jardín y con muy pocos muebles y grandes alfombras. Noté que en ellas reinaba el aroma de las flores que había visto fuera. Aquel ambiente no era el que se respiraba en nuestro callejón, y eso que éramos vecinos. Y como es tan largo y curioso el recuerdo de aquellos momentos, te lo relataré en la siguiente. No esperes nada especial, como las aventuras de un buscón llamado don Pablos, pero el lance tiene miga, te lo aseguro. Un saludo,








(1VG) [↑][Volver] Cántaro. Medida de peso argelina que equivale aproximadamente a 46 kilos. Fuente: Tesoro del Comercio, tomo VII, publicado bajo los auspicios de La Real Junta de Comercio de Cataluña. Imprenta de Juan Aliveres y Gabarró, 1837. Consultada en books.google.es.
(2VG) [↑][Volver] Dikembe se refiere aquí al dicho: ‘A los tontos de Carabaña se les engaña con una caña’ y que se usa en muchos lugares de España, siendo Carabaña un pueblo de la Comunidad de Madrid, que yo sepa. Es una expresión que se usó mucho entre los chavales y chavalas, allá por los 60 del siglo pasado. Si te interesa saber el origen, entra aquí


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