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lunes, 14 de noviembre de 2016

CAP. 27 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Andanzas y tropezones de Dikembe Biyombo





De cómo sobrevivir en una ciudad


ilómetros y kilómetros navegables del río Níger ofrecieron la posibilidad de mover en masa aquello que las caravanas tuaregs  conseguían transportar con más esfuerzo y menor volumen. Por ello, tras perder su protagonismo en el transporte comercial, muchos de estos nómadas habían tomado la ciudad. Y su convivencia y sedentarismo posibilitaron una revuelta que terminó en un levantamiento en armas contra el gobierno de Bamako. Pero eso llegaría poco después de que nosotros abandonáramos aquellas tierras. Menos mal. Otra vez nos sonreía la suerte sin que nosotros fuéramos conscientes de ello. Porque de no ser por la diosa Fortuna nunca hubiéramos podido cumplir el sueño de muchos africanos. Ni cubrir, para otros tantos, la necesidad de llegar a un lugar donde sentirse con derecho a la vida, aunque menos del que imaginaban. Y nadie entiende que puedas dejar atrás tus creencias y tu cultura porque, por ejemplo, si yo las hubiera olvidado no sería nadie. Y por muchos derechos que hubiera adquirido, como así me ocurrió al conseguir la nacionalidad española, no me hubiera servido para nada. Y ese es una de los problemas al cruzarse vidas y formas de vivir tan dispares. Los unos se sienten invadidos y con el derecho de imponer costumbres y los otros se sienten rechazados y con el derecho de conservar su patrimonio cultural. Las civilizaciones terminan por mezclarse, todos somos el resultado de un mestizaje, pero para que ocurra esa comunión se necesita tiempo y esfuerzo por parte de todos, de los que están y de los que llegan. ¿O acaso sojuzgar un pueblo es preferible a la libre circulación de individuos? Eh bien, c'est ça, mon ami. Eso, que la Historia nos enseña que cuando el mestizaje se produce, porque el más débil no está dispuesto a desaparecer sin más ante el poder del más fuerte, aparece el sincretismo que puede ser positivo o retrógrado. Si es en el peor sentido crecen los odios y aparecen los extremismos. Y de eso tienen la culpa todos aquellos que no encuentran razones para respetar al recién llegado o al recién encontrado. Nadie tiene obligación de nada y en cambio todos tenemos la responsabilidad de entendernos. Y no creas que solo hablo de tus paisanos y semejantes durante la conquista de América. Ya lo hicieron los romanos y antes los persas, los árabes, los egipcios, etc., etc. La cultura de cualquier país ha nacido por el choque de aquella que trae el invasor y la establecida entre el invadido. Y no solo por las guerras, también por el flujo de personas, bien por el comercio, bien por otros motivos que mezclaron a las gentes, que mezclaron y se toleraron. Ejemplo de ello es Toledo durante el reinado de Alfonso X en su Escuela de Traductores. Rey que no dejó de guerrear contra los árabes, aunque tuviera en esa escuela sabios de esa cultura junto a hebreos. Ese cambio progresivo se frena al consolidarse los estados, las fronteras y las identidades nacionales. Todavía en este tiempo que tú y yo vivimos, el sentimiento nacionalista es tan fuerte que ha provocado guerras y terrorismo en la propia Europa, aunque más llevaderos son los referéndums o la negativa a que se celebren. Y no te voy a decir donde fijar la vista porque bien lo sabes. Ante estas circunstancias no es extraño que cualquier africano sea mirado con recelo en este continente, salvo que se aloje en un hotel de seis estrellas o en una jaima de lujo, ya me entiendes. Y eso aunque sea considerado internacionalmente como un dictador terrorista. Las relaciones humanas son el asunto más complejo que conozco, dificultad que se agrava si está involucrada la política. Y sobre este asunto todos opinamos y no solo los que quieren defender su bienestar. Y más cuando ese nivel se ha conseguido y/o está a punto de perderse. Y me digan lo que me digan, como tú ya has hecho en conversaciones anteriores, yo no me bajo del burro: la libre circulación debería estar reconocida dentro de esos papeles mojados, aunque no sirvan para nada. ¿O no? Eh bien, c'est ça, mon ami. Quien consiga deshacer ese nudo gordiano sí sería merecedor del Nobel de la Paz y de tener la potestad de borrar de la lista de premiados a alguno de sus predecesores, o a los que no quiera que aparezcan junto a su nombre. Ese jurado creo que también sucumbe a la propaganda de los gobiernos y los bloques militares o lobbys. ¿Cómo se pude premiar por defender la paz a personas que a la luz de los medios la proponen mientras que el gobierno al que pertenecen vende armas a uno de los combatientes o ataca indiscriminadamente a población civil y terroristas? Y esta es mi deuda con Adama: tener opinión, acertada o errónea, por pensar un poquito lo que leo, lo que vivo y lo que oigo. Y es que ya todo me hace pensar, la suerte de un amigo, la desgracia de un enemigo, el verso de un poeta, el estribillo de una canción, el silencio de un ministro, la queja de una oposición o cualquier justificación que me doy. En fin, como te digo, todo. Incluido el llanto de una criatura. Estaré o no equivocado en mis conclusiones, pero son motivo de diálogo y no de enfrentamiento, porque están basados en que no miro para otro lado y que trato de escuchar a las personas que me hablan, directa e indirectamente. Y no me cuesta reconocer que he cambiado de opinión muchas veces y que mis dudas son muchas. Por eso soy tan curioso y sigo motivado y abierto a aprender en contra de mi edad. Eso sí, quizá sea un soberbio al pensar en esos temas que, en apariencia, están tan lejos de un pobre profesor venido del infierno y que debería estar dando las gracias a dios, al dios de los que así piensan, en vez de estar con el pensamiento en asuntos tan peregrinos. Dejémoslo, que me lanzo y no me doy cuenta. Después del bullicio del puerto operativo nos dimos con el anterior. Este abandonado a su suerte y a la nuestra, como si nunca hubiera servido para nada. Ni un cristal de sus múltiples ventanas sobrevivía al abandono y a las pedradas de los chicos y no tan chicos. De hecho, yo intenté sin conseguirlo en tres intentos rematar uno en forma de pico. A Adama se le ocurrió que aquel enorme recinto podría ser un lugar para descansar. Y, por propia iniciativa, se coló en el, para nosotros, colosal edificio. Pero no fue al primero que se le había ocurrido esa idea. No estaba vacío a la espera de que llegáramos nosotros. Desmantelado sí, pero no desierto. Ni mucho menos. Hamal pasó por el hueco de una puerta de la que solo quedaba eso, el vano. Y lo hizo sin dificultad alguna. Allí dentro olía a rancio. A humo y mugre. A pesar de la buena ventilación. Durante el recorrido interior, vimos zonas amuralladas con mantas que colgaban de cuerdas. Mantas que delimitaban hogares. Vimos hogares donde algo se cocía y ancianos sentados en el suelo y recostados en enormes pilares. Cruzamos la planta baja hasta salir al exterior, a la zona de estibación. Y aquello me pareció un jardín metálico abandonado, por un lado rieles levantados dibujaban en y sobre el suelo de hormigón curvas caprichosas, por otro columnas de hierro oxidado. Más allá, unas enormes redes que colgaban de un gancho tan podrido como ellas. Cabrestantes inútiles fundidos ya con sus cables. Y en el agua, aquellos botes y barcas que luchaban por no recoger más agua sucia y no irse a pique. Volvimos al interior y Adama eligió para descansar un loft sin vecinos. Y allí mismo aposenté mis posaderas y sentí el cansancio y el polvo al sentarme en el suelo, contra la pared. Mi amigo tardó más en hacerlo porque necesitaba orinar. Cuando volvió, yo ya había extendido la estera que compartíamos. «Hay que hacerse con comida, Dikembe». Sentí que sus palabras sobraban por lo evidente. Aunque luego recapacité y las interpreté. En realidad lo que se planteaba era cómo íbamos a conseguir alimentos allí tumbados. Y más en una ciudad que nos venía tan grande y que no paraba de sorprendernos. No, no dominábamos la situación. Así que había que encontrar más de una solución. No sabíamos que todo pasaba por un lugar en el que habíamos estado. Y lo peor fue que empezó a llegarnos un olor a guiso de pescado que, sin reconocerlo, despertó nuestros instintos de supervivencia. Alguien cocinaba la cena sin pensar en los demás. Cuestión, por otro lado, que comparten todos los que cenan. Y los que a veces no lo hacíamos pensábamos solo en nosotros. Así que, estábamos en paz. Y fue ese el único alimento que olimos esa noche. Y menos mal que caímos rendidos. Yo ni me acordé de atarme la jáquima de Hamal al tobillo. Me desperté temprano y cuando noté la ausencia del animal, me dio un vuelco el corazón. Salté como un resorte. Corrí como pollo sin cabeza por los pasillos del gran hotel. Gritaba su nombre y silbaba lo acordado para que se reuniera conmigo. Me llovieron por ello varios objetos que salieron volando hacia mí tras las mantas. Había recorrido todo el edificio, incluso había retirado alguna manta para mirar en el interior de otras habitaciones, pero nada, no había señales de vida del camello. Y empezó a asomarse a mi cabeza la idea de no volver a ver a mi compañero de fatigas, a la vez que me decía que pensara un poquito. “Pero ¿pensar qué, Dikembe?, ¿cómo un camello? ¿Y cómo piensan los camellos, listo? ¡Y yo que sé!”. Y salí como un rayo al exterior, al jardín metálico. Y allí le vi. Mordisqueaba la alta yerba que el río hacía crecer entre las juntas del hormigón. Y tan relajado me quedé que pensé en la fuerza que tiene la vida. Cuestión que hoy me sorprende todavía más. Toda la tensión desapareció. Y por un momento sentí lo dependiente que era de aquel animal, tan fiel como yo mismo. Silbé. Él, con la pachorra que acostumbraba, se acercó a mí. Me hubiera gustado darle un dulce en aquellos momentos. Le gustaban mucho pero dije que le debía uno. Que no se preocupara. Que, de alguna forma, conseguiría uno para él. Pero a él no le preocupaba, más bien le daba igual. Volvimos con mi otro amigo. Ya había despertado. Y, a falta de otra cosa, compartí con él el miedo pasado. «Estaba preocupado por este». Su respuesta fue lacónica. «También lo hubiera estado yo». Sin más, enrollé la estera y, contento, se la cargué al mehari. Salimos del hotel por el mismo punto que habíamos entrado. Íbamos en busca de algo que comer. Por inercia o por desconocimiento, desandamos el camino hecho la tarde anterior. Paralelos al río, pregunté: «¿Pescamos? Yo no sé». «Ni yo». Cuestión zanjada. A otra cosa, mariposa. Solo nos quedaba una: robar. Pero el terreno era desconocido. Dominábamos los poblados pequeños y sus huertas, gracias a las cuales habíamos comido más una vez. Los zocos donde la distracción era posible también era nuestro terreno porque pocos te podían mirar. Pero esos comercios y esos mercados con paredes y techos nos imponían mucho respeto porque de distraer algo,  no 
se  podía escapar. Adama dio una patada a un paraguas roto. Seguimos con la caminata, pero él se volvió, corrió hacia el objeto pateado y lo cogió. Lo examinó y lo sacudió. Intentó abrirlo, pero no pudo. Colocó un par de varillas y volvió a correr hacia mí. Venía con una sonrisa en los labios, como si hubiera conseguido dos platos de aquel guiso de pescado. Claro, no dijo ni pío. Y a mí, tampoco me interesaba saber que se le había ocurrido para estar tan contento. Con hambre andas sin humor. Y pensé que a lo mejor había encontrado una solución que a mí se me negaba, pero ¿un paraguas? ¿Se iría a liar a paraguazos con algún tendero? ¿Se lo iba a vender a un ciego? No, la cuestión era más enrevesada. La idea de Adama estaba basada en la falta de lluvia de la aldea donde naciera. Allí, sobre todo las mujeres, usaban una hoja de palmera o de otra planta a modo de quitasol. Y los dos o tres paraguas que habían llevado las ONG, los vecinos no los utilizaban para eso, sino para recoger agua cuando llovía, porque cuando lo hacía caía a base de bien y a los muchachos les encantaba aguantar bajo los goterones y vaciar el preciado líquido recogido y volver a por más. Era un honor que te lo dejaran hacer, según él. Adama, cuando empezaba a hablar de su tierra, empezaba muy alegre, pero siempre acababa tristón. Evidentemente, todas las familias sacaban todo el arsenal de objetos capaces de retener agua. Pero lo que privaba a los chicos era hacerlo con los paraguas. Y pasó a explicarme qué tenía que hacer yo dentro del comercio a la hora del robo. Tan solo tenía que pedir muchas cosas al dependiente, de una en una, e ir dejándolas sobre el mostrador, lo más cerca posible a mí y a un lado. A la vez debía distraer al tendero, hacer que se volviera para que desapareciéramos de sus ojos durante un instante. Él, Adama, haría el resto. A la hora de pagar debía hacerlo con las siete monedas que guardaba aunque creía que no iban a servir de nada. Pero sí, eran mi salvoconducto dentro de su plan. Yo sabía que me iban a decir que ese dinero no valía nada allí(1). Por eso no terminaba de entender  la  maniobra.
Por supuesto, no debíamos entrar juntos. Este punto era importante para mi seguridad. También me puntualizó que para el caso era necesario que el comerciante se diera cuenta de que el camello era mío. Eso le transmitiría una confianza que encubriría mis verdaderas intenciones. Pocos pobres son dueños de un camello, eso era verdad. Ante eso le pedí que se fijara en mi indumentaria: «¿A quien crees que voy a engañar así vestido?» Me contestó que eso tenía fácil arreglo. Que si no me había fijado en la cantidad de ropa que había tendida o puesta al sol para secar. Al buen entendedor pocas palabras bastan. Y eso sí lo entendí, perfectamente. «Y, ahora, te toca a ti pensar, Dikembe». Y lo tuve que hacer, pensar y actuar. Y de nuevo Hamal me inspiró. Arrancaría de las cuerdas, subido en el camello y a la carrera, la ropa que antes elegiría. Y así lo hicimos mientras él me esperaba escondido, pero sin perder detalle. Seleccioné mi nueva indumentaria, me alejé un poco, monté a Hamal y le di la orden de correr a medio gas. Tampoco era cuestión de que me pasara de largo. Para mí el robo duró más de la cuenta, pero Adama me comparó con el rayo cuando nos juntamos de nuevo a la entrada del puente, donde habíamos quedado previamente. No esperaba mi amigo que le regalara a él otra túnica. Me había hecho con ella camino del puente, así como con un par turbantes. Pero si su  chilaba tenía un problema de tamaño, le venía un poco ancha y corta, la mía estaba todavía húmeda, aunque no me sentaba mal. Pero me la quité porque no era nada agradable estar dentro de una prenda mojada. Cuando me preguntó si no tenía hambre, hice de tripas corazón y me la volví a poner. Aunque después tuvo unas palabras muy amables sobre mi comportamiento sobre el camello y lo guapo que se me veía. De nuevo mis juegos con el  mehari  nos 
servían para algo. El juego es imprescindible. Un niño que no juega no aprende, aunque sea el primero de clase. «Vamos», me dijo después de vestirnos como personas, él más cómodo que yo. Elegimos una tienda que parecía grande desde fuera. Tenía las puertas abiertas de par en par. Estaba ubicada en la esquina de una plaza en la que desembocaban varias calles. Antes habíamos fijado otra vez el lugar de encuentro que no era otro que el edificio donde habíamos pasado la noche. Allí, si todo salía bien, nos comeríamos el botín conseguido. Recuerdo aquello que te expliqué sobre la dignidad y cómo la moralidad de los hechos debe ajustarse a la situación del que es juzgado y no solo desde la perspectiva del que juzga.
Y hablando de moral. Me alegro de haber dejado a un lado el tema de la política. Entre otras cosas porque era un asunto demasiado recurrente, que roba protagonismo a otros, que me interesan más. Sé que soy un animal político, pero, en ciertas ocasiones me hubiera gustado quedarme solo en animal. Ahora, en este nuevo intento, acaso lo consiga. Como me ocurrió en su momento con Dios e Iglesia —cualquiera que Éste y aquella sean— puede que haya confundido los términos. En este caso políticos y democracia. Pero, y entiéndaseme bien, ambos se me quedan pequeños. Y no estoy hablando solapadamente de lo que no quiero, no. Eso lo tengo claro. Hablo de mis sentimientos, de mi manera de percibir y concebir el mundo. Aquel que soy capaz de imaginar, porque los otros, por mucha tele y cine que vea, por mucho libro que lea, siempre me llegarán de la mano de la lejanía. Los hay que están peor, muchos, como estos dos muchachos. Jamás pienso en aquellos que están mejor, quizá porque yo me siento parte de estos últimos. Y no por tener, sino por no faltar. No me falta nada de lo que necesito. Tampoco es conformismo, ya que no me resigno a ser lo que soy, porque quiero ser —y no tener— más.
Supongo que Adama no me veía muy convencido, por lo que me animó a la acción tras un pequeño empujón. Con cierta incomodidad, tanto física como espiritual, crucé la calle en dirección a aquella oscuridad donde debía actuar. Según tiraba de Hamal y me acercaba a aquel rectángulo oscuro y lleno de moscas, este se convertía en un cuadro estático salvo por el movimiento de los insectos y de una silueta humana. Ya visualizado perfectamente el interior de la tienda, dejé a Hamal frente a la puerta y desde ella pregunté: «¿Corre peligro el camello si lo de jo aquí?». El comerciante contestó que no, pero que le retirara un poco porque estorbaba el acceso de otros clientes. Así le dejé a un lado, ya sabían que tenía un camello, y entré. Saludé y me acerqué al mostrador. El tendero se enrolló como suelen hacerlo cuando están de buen humor. Y en esas entró Adama paraguas en ristre. Pedí un par de buenos puñados de higos y después dátiles. Cuando el hombre se volvió para cogerlos, mi compinche se acercó al mostrador, me empujó con el hombro mientras hacía que se depeñaran algunos frutos por delante del mostrrador. Por supuesto, cayeron dentro del paraguas cerrado. Aún sin volverse le comenté al frutero: «Mejor me los pone de la caja de arriba, parecen más jugosos», con lo que di tiempo a mi amigo a volver donde estaba, algo alejado del mostrador. Y yo, que ya me había dado cuenta del plan de mi amigo, moví hacia mí los higos  y los dátiles restantes para dejar sitio a mi derecha a los siguientes frutos. Esa escena se repitió, más o menos igual, tres veces. Cuando Adama creyó oportuno, preguntó sin acercarse si tenían babuchas y el dependiente contestó, haciéndose el gracioso, que no, que las babuchas no nacen en los árboles. Con lo que mi cómplice se despidió y se fue. Terminada la supuesta compra, y todavía con una sonrisa en la cara por su ocurrencia, el tendero preguntó si no tenía capacho. Le dije que sí que tenía unas alforjas en el camello. Me maldije por no haberlas cogido, pero no salí a por ellas. Le pregunté cuanto le debía. No sé qué usó, ni qué hizo sobre el mostrador de madera para hacerme la cuenta, pero cantó una cantidad. Y yo, sin contar las monedas se las entregué. Las miró, me miró y como yo espera las rechazó: «Este dinero no te sirve aquí, muchacho». «Pues de allí de donde vengo no han puesto  problema alguno». Y añadí que el dinero siempre era dinero. «Pues en esta tienda solo sirven las monedas de este país y estos son los otros francos, no los nuestros».  Con mucha educación me apené por no poder llevarme la compra y me disculpé por haberle molestado, a lo que agregué que informaría a mi familia, recién llegada a la ciudad, sobre el asunto del dinero. Me despedí y le dije que volvería. Y allí le dejé al pobre, con todo el mostrador lleno de fruta, aunque pensé que le habíamos hecho un favor: no iba a trabajar tanto como cuando las puso ahí, porque eran menos de las que él había sacado de las cajas, aunque entre tanto fruto no se notaba, la verdad. Monté a Hamal de forma que me viera, le volví a saludar con una mano y me dirigí hacia el punto de encuentro con la boca llena de saliva. La fruta no tenía mala pinta, desde luego. Y, es una forma de hablar, recé para que Adama hubiera cogido lo suficiente para quitarnos el hambre, porque yo, entre la actuación hecha y el miedo pasado, no me había fijado en cuantas piezas habían caído dentro del paraguas. Adama me esperaba en nuestro rincón en cuclillas y sonriente. La manipulación nerviosa del paraguas en sus manos revelaba la impaciencia. Sin decirnos una palabra acometimos el botín para apaciguar el hambre. Cuando me di cuenta de que si seguíamos éramos capaces de acabar con todos los frutos, dejé de comer y sujeté el brazo de Adama que se hacía con uno de los pocos higos que quedaban. Le miré a los ojos y con la otra mano le pedí que parara. En un principio, su mirada pareció sorprendida para, al comprenderme, surgir apenada. Le solté y sin más se puso a recoger los frutos extendidos sobre la estera. Yo cogí las alforjas de Hamal y metimos allí nuestra cena. A la vez cogí el odre de agua y le ofrecí de beber a mi amigo, y luego lo hice yo. «Buena idea, chaval. Felicidades y gracias», le dije para olvidar mis precauciones. «Tú has estado muy bien». Su reconocimiento me hizo sentir orgulloso, igual que cuando Mayifa presumía de mí ante cualquiera, incluso ante mi propia familia. Como verás, seguía siendo un niño en algunos aspectos aunque infringía la ley como un adulto. Nunca pensé hasta mucho después en quien sufría por mis fechorías. Ellos no tenían culpa alguna por yo tener hambre y, en cambio, lo pagaban con su trabajo. Es un dilema ante el cual nunca he podido elegir. Aun hoy creo que robaría si me encontrara en la misma situación de indefensión. Y, por otro lado, no me gustaría que alguien robara parte de mi trabajo. No obstante, tú sabes que no tengo nada mío, aunque esté mal que yo lo diga. Pero sé a quien se lo digo, ¿verdad? Creo que todo el mundo juzgará de manera distinta un robo por hambre que otro para consumir lujos. No quiero buscar disculpas para lo mal hecho porque aquel agricultor no tenía porqué ser engañado y robado de la forma que lo fue por dos granujas de tres al cuarto. Un momento… Es que pintaba mal el boli. Como verás lo he cambiado, pero no he encontrado uno azul, así que perdona por el cambio de color. También te digo que no me arrepiento del mal que hice para sobrevivir. Al fin y al cabo, salvo un accidente que te contaré en su momento, volvería a hacer lo mismo si se repitieran las circunstancias. A lo mejor aquel que se quedó sin chilaba no tenía otra, pero yo tampoco. Lo haría una y mil veces porque nunca infringí daño físico a nadie. Porque el accidente del que debo hablarte fue eso, un lamentable incidente que ni siquiera propicié yo. Y tampoco lo robado era vital para su dueño, aunque para mí sí lo era. Sé que si todos los necesitados tomaran de quien le sobra lo ajeno para no pasar hambre, frío o sed esto sería un caos, pero jamás una injusticia. De hecho las leyes fiscales pretenden lo mismo, ¿no?, el reparto de la riqueza. Pero con un matiz, yo no hablo de riqueza, sino de necesidad. No me gusta mucho hablar de este dilema, ni pensar en él, porque siento como las riendas de mi razón pierden su fuerza a favor del dictamen de mi corazón. Y la visceralidad te lleva a los extremos, a alejarte de los demás y usar orejeras. ¿No crees? Eh bien, c'est ça, mon ami. Dejémoslo y regresemos a Gao. Habíamos solucionado el problema de ese día, pero los dos sabíamos que el sol saldría de nuevo. Y si esa primera vez nos habíamos salido con la nuestra, o mejor dicho, con lo ajeno, no representaba garantía para el futuro. Tanto va el cántaro a la fuente, que al final se rompe. Había que encontrar otra manera para conseguir comida. Pero, salvo ladrillos de adobe, yo no sabía hacer otra cosa. Bon, sí, encontrar raíces. Estábamos contentos por el reciente triunfo, pero también veíamos nubarrones en el horizonte. Y, a decir verdad, habíamos aterrizado en un ambiente que nos era muy ajeno. Una ciudad no tenía nada que ver con una aldea. Nos había sido fácil encontrar techo, pero otra cosa muy distinta era el alimento. Eso era más fácil de conseguir entre huertos. Y como ya habíamos visto, teníamos competencia que nos llevaba mucha ventaja. Seguramente en Gao habría más golfos como nosotros, pero que se las sabían todas. No podíamos imaginar que se pudiera robar dentro de los coches o en os autobuses, donde la gente deja cosas de valor con toda tranquilidad. Y, además, no queríamos que nos persiguieran otra vez como en Agadez. No teníamos contactos ni conocimientos, ambos necesarios para manejarse en una urbe como aquella. Como mucho, teníamos la capacidad de la imitación. Por eso volvimos junto a aquel museo, sin saber que había otros lugares donde también se conglomeraban turistas. Extranjeros ávidos de ser distraídos por siglos de historia para poder fotografiarse ante ellos y, después, presumir ante familiares y amigos y decir que aquello era otro mundo, otra cultura. Cuestión que, por otro lado, ya todos sabían. Y, ojo, no me entiendas mal, viajar es una de las actividades humanas que deberíamos disfrutar todos, y más a menudo. Aunque todavía encuentras por ahí a gente que se siente muy superior al llegar y ver su destino. ¿Dónde crees tú que se vive mejor, en el norte o en el sur? Muchos son los que miran y pocos los que se fijan o aprenden, mon ami. Y aprender tiene la misma raíz en español que aprehender, que también es asir, coger. Pocos vuelven con las maletas llenas de aprehensiones y muchos repletas de aprensiones. Y tanto Adama como yo, por necesidad, teníamos que aprender y aprehender. La otra opción no la contemplábamos. Suficientemente tan retirados, como para ver toda la escena, como cercanos, para no perder detalle, nos apostamos separados frente al edificio cuyas puertas de cristal parecían abrirse solas. Era la hora de máxima aglomeración porque si exagero te diría que no cabía un alfiler en la plaza, aunque sea mentira. Los autobuses taponaban las calles, mientras que los visitantes bajaban sin ninguna prisa de ellos, ajenos a todas las molestias que causaban a la vecindad. Se desparramaban y se fundían con los otros viajeros que hacían lo mismo. Hasta que el guía les indicaba donde ir y qué mirar, como si ellos no tuvieran curiosidad ni voluntad. Y entonces se ponían a fotografiarse unos a otros con el marco incomparable que ellos eran los primeros en visitar. Desde aquella nuestra perspectiva no se diferenciaban mucho de las cabradas que teníamos tan vistas, salvo por la cantidad de conversaciones cruzadas que mantenían los viajeros entre ellos y que no nos parecían balidos, sino un galimatías. Esa mañana, aprendí entre otras cosas, que el ser humano, baja todas las guardias cuando se convierte en componente amorfo de una masa. Se siente seguro dentro del grupo, lo que es normal, porque muchos animales buscan en el número su defensa, como las cebras, los ñus o los peces. Pero en esas condiciones los humanos nos encontramos más indefensos que los animales, porque renunciamos a pensar, nos dejamos arrastrar, incluso somos capaces de sentirnos superiores a cualquier otro individuo de nuestra especie sin motivo alguno. Y lo peor de todo es que somos susceptibles de ser guiados sin que nos demos cuenta. Y eso era lo que aprovechaba nuestra competencia como ya habíamos visto en Agadez. Niños que seguían siendo niños y jugaban en las dunas. Allí, en Gao, funcionaba la misma estratagema que en Agadez porque el sentimiento de superioridad se hacía patente en la pena con la que miraban los turistas a los que se acercaban los críos para pedirles algo, incluso un “babel gan(2)” como ellos decían. Y ya te he contado la técnica de buscar al más débil, apartarlo de la manada y echarse encima de él, como hacen los depredadores en sus cacerías. Pero estos ladronzuelos llegaban más lejos. Excepto aquel que se llevaba la presa nadie corría. Se quedaba para generar más confusión. Indicaban a las víctimas por donde se había ido el bolso o la mochila. Pero, claro, cada uno indicaba una dirección distinta. Y los preguntados por los guías describían la camiseta de todos los colores del arco iris. Las pocas veces que aparecía la policía, no ponían mucho empeño en su labor, porque entendían a aquellos delincuentes menores, con lo que llegamos otra vez al asunto de la moral. La autoridad no veía con malos ojos que aquellos niños, para vivir, vaciaran algún monedero de aquellos extranjeros tan  “ricos” como orgullosos.  Porque  en  Gao 
también había chavolas, como en toda gran ciudad que se precie. Y en el mismo lugar: el más bajo de la ciudad, por aquello de las crecidas y avenidas. Y, claro, los que vivían en casas sólidas y zonas altas también tenían dividido el sentimiento. Como yo ahora, que por el sueño no sé si seguir contigo o irme a dormir. Y como sabes que soy un dormilón no te sorprenderá mi elección. Saludos,






(

1VG) [↑][Volver] Entre 1961 y 1984 Malí cambio el franco CFA, que comparte con otros 7 países centroafricanos,  por su propio franco.
(2VG) [↑][Volver] De “bubble goom” chicle, en inglés.


Imagen 1 y 3. Fotos bajada de losviajesdeali.com © Alicia Ortego
Imagen 2. Foto bajada de lrodmol.blogspot.com.es
Imagen 3. Foto bajada de www.larepubliquedespyrenees.fr © Joël Saget


8 comentarios :

  1. Estos chicos, lo que habrán tenido que aprender a disimular... lo malo es que hay algunos que lo cogen de costumbre y viven así toda la vida... del cuento. Espero que no sea el caso de Dikembe. Hasta la próxima, abrazos.

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    1. No, estos chicos son de otra pasta, jaja. Gracias, Ligia. Un beso, JC

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  2. Dicen, que la necesidad agudiza el ingenio. Nada más cierto.
    Aunque sea poco, van comiendo. Que bien la lealtad de Hamal.
    Hasta el lunes J.C.

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    1. Yo he llegado a imaginar al camello como un peluche, en vez de como un animalote, jaja. Gracias, Varinia. Y hasta el lunes. JC

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  3. El eterno enfrentamiento: riqueza y pobreza.
    Puedo imaginar a Dikembe la primera vez que ve algo nuevo sea máquina, tren o cualquier otro adelanto. Una persona, niño o adulto, trasladada al mundo llamado desarrollado todo le parece mágico, Jauja, la tierra prometida, el oasis soñado. Apretar un botón que hace apagarse o encender una luz, abrir o cerrar una rosca de donde mana agua a placer o ver y oír personas diminutas dentro de un cajón, les parece pura magia o brujería. Y no es igual que lo sepas o te lo cuenten, porque no puedes imaginar, sin saber.
    Esto me viene a la memoria la de un niño que ya sabía lo que era España, las islas y el mar. Pero cuando fue de vacaciones con su familia a la playa. Fue la primera vez que vio el mar y exclamó:
    Halaaaaaa, cuánta aguaaaa.
    Sé de primera mano, niños que no saben absolutamente nada de adelantos o desarrollo,
    en cambio saben lo que es un arma y cómo se utiliza, peor aún, piensan que pelear es un deber, y quieren ser igual que su guerrillero progenitor. Y eso por desgracia es real, auténticamente real.
    Menos mal que nuestro protagonista no tiene nada de belicoso ya ha sido suficiente huir de las armas y no tratar con ellas. Puede considerarse un superviviente con suerte.
    Una TRAMA TREmenda JC. Igual que los pensamientos y reflexiones de Dikembe y los tuyos propios.
    Seguiremos buscando una mejor vida en esos viajes. Besos.

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    1. Añadir algo sería reiteración. Gracias, Nita. Un beso, JC.

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  4. Pobre chicos, menos mal que les ayuda el instinto de supervivencia, aunque no se sientan orgullosos de ello, espero que pronto encontraran la manera de tener comida.
    Besitos

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