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lunes, 10 de octubre de 2016

CAP. 22 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Andanzas y tropezones de Dikembe Biyombo






ecuerdo perfectamente aquel día. Cumpli con Dios y con el hombre. Todos los que por mí debían disponer de agua estaban servidos. Otra cosa fue la mujer. A Thais la atendí al día siguiente. El pozo estaba a reventar y volví a casa de Abraham sin sol pero con luz. Y cuando me levanté, pensé que el día anterior había hecho el tonto porque ese mismo día tendría los mismos deberes que el anterior. Así que lo primero que hice fue ir a visitar a la mujer. Quería quitarme esa preocupación. A los pobres que esperaran ese día no les iba a pasar nada por hacer cola una hora más o menos. La única manera de alcanzar el tejado de la choza por fuera era subido en Hamal. No encontré otra solución. Así que de allí fue de donde me caí. Eso sí, por lo menos después de creer haber arreglado la avería. Si no, me hubiera sido imposible seguir. El trompazo se lo llevó mi rodilla derecha y, aunque mentí a Thais  para  no  preocuparla, lo  cierto  es  que  no
pude ocultar que una rodilla estaba más gorda que la otra. Me dijo que volviera cuando acabara con el trabajo, que tendría preparado un emplasto para la hinchazón y el dolor. Después del consabido caldo y las dulces miradas de agradecimiento monté en mi inestable escalera, no sin ciertas dificultades, de tal manera que la pobre hubo de ayudarme. No era capaz ni de apoyar la pierna, ni de subirla por encima del camello. Pero cumplí mis dos encargos a pesar de todo. Aunque he de decir que con la ayuda de mi vecino, maté un gorrino, porque me tuvieron que ayudar en todos los sitios a los que fui. En el pozo cuatro veces, porque tampoco era capaz de bajarme de Hamal. Y como la gente es buena, me colaron las dos veces que fui, ¡cómo me verían! En la iglesia quien me socorrió fue el padre Enrico que cargó conmigo. Era ya mediodía cuando llegué con mi última carga a casa de Abraham y me felicité por ello. Así podría cobrar ese mismo día. Allí, detrás de la casa pedí ayuda a gritos y apareció la cocinera más joven, que supuse era la mujer del reticente absoluto que, por cierto, nadie sabía donde andaba. Allí pregunté por el dueño de la casa y no me hicieron en principio mucho caso, quizas porque tuvieron que hacer el trabajo del ausente. «Yo solo me ocupo de la cocina. Eso es cosa de mi marido». Recurrí a la pena y a los ayes y, entonces, la cocinera me contestó que su marido seguramente andaba con el amo, pero que no sabía. Tanto insistí que se me notó que quería algo. Y fue cuando la otra cocinera, más entrada en años y en kilos, y más perspicaz, me preguntó qué quería. Y yo le conté el acuerdo al que había llegado el día anterior con su señor: Yo traía el agua y él me proporcionaba comida. Después de su queja, «¡Hala, otra boca más!», aclaré que solo eran tres días a la semana y que se trataba de sobras, no de guisar para mí. Pero la contestación de la cocinera titular fue clara y concisa: «Nosotras de eso, como de Epafrás, no sabemos nada». Entreví cierta ironía en su contestación, pero no destinada a mí. Y toqué tanto los cojones a quien no debía que al final la pobre mujer explotó: «Te he dicho, muchacho, que no sabemos nada de eso. Estamos muy ocupadas y, además, nos importa un pimiento. Date con un canto en los dientes porque hayamos bajado la alcallería. ¿Está claro?». Nos ha jodido que estaba claro. No tuve otro remedio que armarme de paciencia y esperar allí, junto a la puerta para no estorbar y de pie porque, aunque vi la poltrona del críado, no se me pasó por la cabeza ni acercarme. Los pinchazos de la rodilla habían subido de intensidad así que tuve que entretenerme y pensar en otra cosa. No encontraba la postura y tampoco tenía muchas opciones. Ese día solo había bebido el caldo de Thais en su tercera cocción y, como no había cenado el día anterior, las tripas rivalizaban con la articulación en ser protagonistas en mi cabeza. Y, encima, los olores que salían de la cocina. Esos aromas, que jugaban entre pucheros y sartenes, insistieron en que debía reponer la energía gastada. Así pues, el dolor de rodilla pasó a un segundo plano. No hay mal que por bien no venga. Olía de maravilla. Como el día anterior, los vahos del pan en el horno prometían el cielo. La boca se me llenó de saliva y, al fondo, distinguí unos ruidos que me imaginé en el pasillo. Sí, era Epafrás. Venía con cara de pocos amigos, algo que no era extraño en él, ya que su semblante pasaba de cariacedo a cariacontecido sin dejar de ser carialzado. Venía con protestas en la boca, mejor dicho, echaba pestes por ella referidas a su señor. Las dos mujeres le hicieron el mismo caso que a mí. Bon, menos aún. Al fin y al cabo, a mí me habían contestado. Se dirigió directo a la puerta, donde yo estaba apoyado. Me rozó al pasar, aunque pasó de mí, y se encaminó a su hamaca. Me alegré de no haberme sentado. Si me hubiera visto allí no sé qué me hubiera pasado. Pero antes de llegar a destino debió darse cuenta de mi presencia y desanduvo sus pasos. Se me acercó y casi me hace un agujero en el pecho con su dedo al golpearme varias veces antes de decir: «Tú, tú tienes la culpa de que mis hijos vayan a dejar de comer». Esas palabras no solo me alcanzaron a mí. La cocinera joven dejó dentro del puchero el cazo con el que removía su contenido, se puso en jarras y preguntó lo ya sabido: «¡Epafrás, qué estás diciendo!». El interpelado, ya en el patio se volvió de nuevo y gritó según se acercaba: «Por culpa de este imbécil voy a quedarme sin trabajo. Tu señor me ha dado una semana para que cambie de actitud. Ahora, ya le he dicho que no pienso cambiar porque venga un ricachón de tres al cuarto y no le guste cómo soy. Que mucha misa y mucho rezo, pero luego “rien de rien(1)”. Que qué pasaba. Y lo que pasa es este aguador de “merde(2)». Y entonces intervino la maritornes gorda: «Si no fueras tan haragán...». Ninguno de la pareja contestó, pero yo aproveché el silencio harto ya de mi espera y me quejé: «Pero yo necesito hablar un momento con Abraham». Cada vez veía más lejos mi plato de comida. Y, ya desde la hamaca, me contestaron: «Lárgate por donde has venido, si no…». Ese “si no” hizo que me encarara con Epafrás, y me acercara a él con mi cojera: «Y si no, ¿qué? A ver, ¿qué?». Mi comida estaba en peligro. Ni se dignó incorporarse. Y se cerró en banda con un “vete al infierno, ladrón de merde”. Y como yo ya había visitado el infierno, al menos una vez, no me fui, me volví, entré en la cocina y le planté a la marimandona: «¡O como, o me llevo el agua. Salvo que el señor me mande lo contrario!», me curé en salud. Aquella voluminosa mujer miró mi rodilla hinchada, dejó la fuente que tenía entre las manos y me hizo un gesto para que me sentara a una mesa más grande que mi hambre. Poco después tenía ante mí un plato humeante con trozos de algo amarillo y huesos con carne que no tardé en atacar con la cuchara de metal que la otra me diera. Me quemé la boca y los labios. Y no tuve más remedio que echarme en la mano lo de la boca y salir corriendo, es un decir, a por uno de mis pellejos. Un “te jodes” acompañó mi trago de agua. Después todo fue bien, menos mi rodilla que, eliminada su adversaria, se hacía otra vez dueña de mi mente. Aquello amarillo eran patatas, ¿sabes? Yo no las había probado en mi vida, y me gustaron mucho, aunque no me extraña, porque tenía más  hambre que el perro de un ciego. Aquello no era hambre, era carpanta. Acabé de comerme todo y el plato quedó vacío y todavía caliente. Dejé en él la cuchara de metal que era tan novedosa para mí como el tubérculo y eructé. Cuando me giré en el banco observé que Epafrás no me había quitado ojo desde que me sentara por segunda vez. Su mirada de odio parecía decirme: ¿Te duele?, pues te aguantas, ladrón de merde. Monté en Hamal en cuanto pude y como pude y me alejé de allí. Y como hay que tener amigos hasta en el infierno, me despedí de las dos mujeres con un “merci, madames”. Al tío ni le miré. Me dirigí a casa de Thais. Se sorprendió de verme tan temprano: «¿Ya has hecho todas tus obligaciones, Dikembe?». Le contesté que sí y que ya había comido. La contestación me llegó al alma.: «Es que eres un muchacho muy despierto». En casa de Thais no había ni sillas, ni banquetas, ni cojines. Así que, después de que me ayudara, es un decir, a bajar de Hamal con el riesgo de aplastarla, me senté en el suelo, fuera de la casa, recostado contra su pared de ramas. Me dijo que esperase y marchó. Cerré los ojos con la esperanza de que el dolor se olvidara de mí, pero eso de que ojos que no ven, corazón que no siente, no funcionó. Así que me sujeté con las manos la rodilla. La noté caliente y más grande al palparla y no verla. Y cómo no, el motivo de haberme quedado en Salal apareció ante mí. Fue el único momento en el que me olvidé del dolor, ante aquellos ojos. Pero me sacaron del cielo unos golpes en la pierna  buena.  Abrí  los  ojos.  Era Thais que con un mohín me invitaba a
mirar algo. Vi una hamaca parecida a la Epafrás junto a una caja de madera de esas para fruta. Ambas bajo la sombra de un árbol. La tumbona estaba muy deteriorada y con muchos arreglos, aunque peor estaba la caja. Me ayudó a levantarme y me estorbó para llegar hasta el asiento. Y allí me quedaría hasta el día siguiente, con la pierna sobre el cajón de madera pensando que en cualquier momento cedería. La buena anciana volvió a su casa y salió con el cuenco entre las manos. Sin esfuerzo alguno, su cara casi quedaba a la altura de mi rodilla, me colocó encima y alrededor de la articulación un barro espeso que noté fresco a pesar de que no hacía calor. Durante toda la tarde, no sé las veces que salió a cambiarme el emplasto. Cenamos verduras que habían perdido hasta el color y tenían la misma textura que el ungüento con el que me curaba la rodilla. No paró en toda la noche de cambiármelo. Me quitaba el barro de encima con una piedra o un trozo de rama y me volvía a embadurnar. No creas que no me quejé y no la mandé a descansar pero me contestó: «Los viejos ya no necesitamos dormir. Y tú tienes que trabajar mañana, yo no. Así que ni te muevas». Y hasta creo que veló mi sueño porque cuando desperté, ahí estaba ella, junto a una montañita de barro seco. «Sabrás que tu rodilla esta menos hinchada. Deberías quedarte ahí y no moverte». «Si no me muevo, no como Thais». Y me recordó que mi acuerdo con Abraham  no  era  para  todos  los
días. Y yo la recordé que el acuerdo con Dios sí era diario y que esa mañana no fuera a hacer cola a la iglesia que yo la traería el agua. Y, claro, me dio la callada por respuesta. Y quien calla, otorga, ya lo sabes. Aunque su sonrisa de siempre lo decía todo. Muy a mi pesar, bajé la pierna del cajón, e intenté levantarme y doblarla. Ella, con un leve empujón en mi hombro, consiguió que me volviera a sentar: «No sin desayunar». Mientras se iba a por el desayuno pensé que no podía ser, porque esa noche me había dicho que era lo único que tenía, las verduras recocidas. Pero apareció con dos raíces. Me dio una, se sentó en el cajón y comenzamos a roer, a mirarnos y a sonreír. Y ahora soy consciente de que en esos momentos era feliz, porque, además me sentía muy cerca de mi abuela Mayifa. ¡Cuántas veces habíamos hecho lo mismo cuando yo era un crio! Tocó el momento de irse y mientras me alejaba miré hacía atrás y vi cómo arrastraba la hamaca más alta que ella. Supongo que se la devolvía a su dueño. Estuve por volverme, pero pensé que a ella no le hubiera gustado. Ese día haría dos viajes al pozo y no obtendría recompensa alguna por mi inhabilitación, como el día anterior. Esperé mi turno, que me tardó en llegar, y llené y cargué yo mismo las tinajas. El premio lo llevaba puesto, cada vez me dolía más la pierna y se abultaba más, pero no llegaría a la hinchazón primitiva. El primer viaje lo hice por agradecimiento. Aparecí por el tabuco de Thais después de recoger la alcallería de la iglesia. La anciana se sorprendió, pero me entendió. Le dije que avisara al dueño de la hamaca y del cajón, que resultaron ser diferentes, para que cogieran todo el agua que necesitaran, si bien antes rellené su barreño y le regalé uno de mis pellejos. No quería, así que le dije que era para mi consumo, pero que si le faltaba a ella podía gastarla. Eso y mi comentario posterior le convenció más: «Porque, encima, no voy yo a beber de la tuya». Vino acompañada de dos mujeres, una joven con un cubo y otra no tanto provista de tres calabazas. Me impresionó la maña que se dieron las mujeres para no derramar ni una sola gota. Todavía sobró agua y yo dije que era una pena, porque de todas formas tenía que volver al pozo. Entonces la joven preguntó si podía avisar a su madre y la no tan joven si ella podía traer a su hija. Y así ocurrió después de darles las gracias por sus muebles. La joven comentó que su marido estaba que trinaba, pero que ayudar al prójimo era un mandato de Dios y que Él proveía a sus siervos. Yo pensé que aquella agua no era un milagro del Altísimo, sino mi gratitud por su generosidad. Por supuesto las dos llevaban colgadas sendas cruces como la de mi amiga. Y así, con la familia, acabamos el agua del primer viaje. Me encantó ver a las mujeres como portaban los recipientes en sus cabezas. Todas andaban igual, erguidas, con la espalda recta, pero sin dudar en su caminar. Si lo hubiera tenido que hacer yo no se habría salvado ninguna vasija de barro. Al verme sonreír y admirarlas Thais me comentó muy orgullosa: «Antes yo también era capaz de traer del pozo dos cubos y una cántara sin derramar una gota». «Estoy seguro», le contesté. Tras el siguiente viaje y entrega de la mercancía en la iglesia donde el padre Enrico me amonestó por llegar tarde, volví allí donde me agradecían y no me reprochaban nada. Esa tarde y esa noche también las pasé en la enfermería. Mi enfermera también dobló turno y ayunamos juntos. Por supuesto las curas no faltaron, pero no dejé que fuera a casa de sus amigas a por los bártulos. Mi rodilla mejoró un poco más. No he querido insistir para no parecer pesado, pero casi todos mis pensamientos durante aquellos días se los llevaba la dueña de aquellos ojos que no dejaba de ver. Y si algo me hacía estar inquieto durante mi convalecencia era no poder ir en su busca. ¿Y sabes por qué? Pues porque los hombres y las mujeres somos los mismos allí donde nos encontremos. El motivo era la precaución, no llegaba al miedo, porque aquellas tres mujeres, Thais y sus dos amigas benefactoras, tenían algún conocido que se había quedado cojo porque no cuidó una caída. Ya me contarás si en un hospital español alrededor de la cama de un enfermo, alguien no conoce a alguien que acabó mal por la enfermedad que padece el visitado. ¿O no? Eh bien, c'est ça, mon ami. Lo último que quería era arrastrar la pierna de por vida. En mi aldea hubo un niño cojo que se pasaba todo el día solo delante de su cabaña porque no podía seguir nuestras correrías. La única ventaja que tenía es que no corría peligro en la selva. Y aquella noche me quedé dormido, a pesar del hambre, con aquellos ojos que me miraban, pero soñé con que el cojito de mi niñez era yo y no Ntabo. De la primera cura nocturna me acordé, pero de las siguientes no. Yo no sé de donde sacaba las fuerzas Thais. Aquella mujer era pura energía. Quizá fuera por lo chiquitita que era. Y de aquel accidente saqué un nuevo cliente. Con ello me garantizaba unos cuidados, algunos cuencos de caldo, algún lagarto y todo el potencial de un barrio como el de mi amiga. Porque aquella gente que nada tenía todo lo daba. Así que no pienses que les llevaba agua a diario por una actitud altruista. De eso nada, lo hacía por propio interés. Por ejemplo, aquella mañana desayunamos lagarto asado. Lo había cogido uno de los hijos de la dueña de la hamaca y se lo ofreció a Thais, sin más, por agradecimiento a mí. Y así me integré en una comunidad cristiana en medio de una sociedad musulmana. Los domingos recogía a Thais y, junto con otros vecinos, íbamos a oír misa. Era el único precio que pagaba, aunque ya sabes en qué pensaba yo durante el oficio. Hice tantos viajes al pozo como a aquella plaza. Ya, ya, ya sé que es una exageración, pero permíteme esa licencia, hombre. A veces, el padre Lombardi llamaba aparte a Thais y esta volvía más contenta que iba. Ese día y alguno más hacíamos la compra. Otros días le tocaba a otra vecina que salía también más contenta de la sacristía que entraba. Allí, dentro de la iglesia convivíamos los vecinos que recibíamos y los feligreses que daban. Lo sé porque algún domingo me tocó pasar a mi la cesta de las limosnas entre la gente de los bancos. La segunda vez ya me sabía la zona donde se llenaba y la zona donde se vaciaba. Había alguno que, con ademán de dar, cogía. Yo estaba integrado y contento. Sobre todo el día que el sacerdote me dio las gracias por nutrir de agua a la iglesia, en su más amplio sentido, en público durante la homilía y desde el púlpito. Donde no me quedé con ganas de subirme, pero donde no sentí nada especial al encaramarme a escondidas y eso que me atraía mucho. Yo era su aguador predilecto. Claro, no había otro. Pero aún así sentí cierto orgullo y cierta vergüenza al ser señalado y mirado, aunque la mitad de los allí reunidos ya me conocían. Ese día, mientras esperábamos a que saliera un vecino de Thais, me saludó gente que no conocía. También se acercó Abraham, que me preguntó irónicamente si la iglesia también me daba de comer y de cenar. No esperó repuesta. Se alejó más rápido que se había acercado para reunirse con su familia. El que nunca se acercaría sería Epafrás, al que vi de lejos con la cocinera joven, su mujer, y sus seis hijos. Los conté. Pero poco dura la felicidad en casa del pobre. Y eso que ese día nos esperaba otra buena noticia que haría de ese domingo el día más feliz de mi estancia en Salal. Antes de alejarnos de la iglesia, se acercó el padre Lombardi acompañado por otro hombre bien vestido. Y me dio otra buena noticia: «Te he encontrado otro cliente, Dikembe». Me dijo donde ir y sin esperar más fui allí. La casa era tan grande como la de Abraham, pero no tenía tantos lujos ni servidumbre. Con este hombre no cupo regateo. Me preguntó qué le cobraba al otro vecino. Se lo conté y aceptó sin un pero, aunque puso una condición, por otro lado totalmente lógica: «Debes avisar del día que comas en mi casa que será el mismo que cenes. No me gusta desperdiciar nada, y menos comida». Más contento que unas castañuelas y con la pata a rastras me acerqué a dar la buena nueva a Thais. Se alegró tanto como yo e insistió en seguir con las curas vespertinas y nocturnas. Si bien te he dicho que fue el día más feliz en esa ciudad, también sería el último. Verás. No consentí en que mi enfermera particular pasara otra noche en blanco por un negro. Tampoco quise que el dueño de la hamaca y el niño que se sentaba en el cajón y jugaba con él sufrieran su falta por mi culpa. Así que, cuando se puso el sol, me fui al solar de Abraham. Allí dormí a pierna suelta, más feliz que una perdiz a pesar de las molestias, pocas, en la rodilla. Y cuando iba a comenzar mi día, subido en Hamal, recibí una visita tan inesperada como trascendental. No sé si te he dado mi opinión sobre la envidia. Es muy mala tanto para el envidioso como para el envidiado y si se acompaña de inquina, no te cuento. Epafrás y tres más, supongo amigos, ocuparon el hueco de entrada del corral. No me gustó ni un pelo que estuvieran allí y menos con la actitud que les vi. El sirviente se acercó y me hizo una seña para que descabalgara. Después me dio la noticia de su despido por el «caprichoso Abraham», según sus palabras.  El tono de su  voz  no

era nada amigable, aunque eso no era nada extraño para mí. Tras ponerme al día, me puso a caldo. Llegó a decirme a gritos que le había robado con malas artes su trabajo y que ahora sus hijos solo podían comer de lo poco que ganaba su mujer. «Y eso a mi amigo no le gusta nada. Ni a nosotros tampoco que un mocoso venga y estropee nuestra vida», añadieron desde la puerta. «Yo no…», iba a contestarles cuando el que había metido baza y los otros dos hicieron amago de acercarse y me callé. Con un movimiento de brazo, Epafrás les paró y me preguntó si acaso le iba a llamar mentiroso. Ante el talante de aquella cuadrilla, recogí velas y le dije que no con la cabeza y añadí de viva voz que sentía su despido, por sus hijos sobre todo. El recogió mi argumento y me lo devolvió como comenzara: «Por qué crees que estoy aquí, putain voleur(3)». Humildemente le respondí que yo poco había hecho en su contra salvo llevar agua a su señor, de lo que malamente vivía. Y que no entendía cómo podía haberle robado su empleo. Otro de los esbirros hizo otro comentario despectivo: «Además de ladrón, tonto». Y otro se sumó y dio ánimos a los demás: «¡Vamos con él». Y lo hicieron. Cuando acabaron conmigo, Epafrás se agachó y me dijo al oído: «Y no se te olvide que la carne de camello es la preferida de mis hijos. O te largas o se van a hartar. Te lo juro. Esto es solo un aviso». Joder, menudo aviso. Yo lo confundí con una paliza, pero como estaba mareado tampoco me lo cuestioné mucho. Desde el suelo y a ras de tierra vi como se alejaban y desaparecían sus pies. Aunque no sé si se esfumaron antes de verlos esfumarse. Volví en mí porque Hamal topaba su cabeza contra mi espalda. El animal no debía de haberse retirado de mi lado y harto de esperarme decidió que ya estaba bien de siestecita. Y pude levantarme gracias a él y agarrado de su jáquima. No noté correr la sangre por mi cara, pero sí la vi en mi camiseta y en mis manos. Estaba ya seca y la cabeza me dolía de lo lindo. Estaba algo más que aturdido y agarrado a mi camello me llegué hasta la esquina del tejadillo. Y allí me dejé caer. Soñé muchas cosas pero solo me acordé al despertar de los pinchos morunos que había olido en los zocos. Y, desde luego, no sentí el hambre que sentía entonces. Con un poco de agua me ensucié más la cara de polvo y sangre, pero me sirvió para ver el asunto más claro. Miré a Hamal y supe qué tenía que hacer, eso sí, en contra de la voluntad de mi abuela Mayifa que me gritaba desde algún lado de mi cabeza que los guerreros nunca se rendían. “Pero sí toman aliento”, pensé yo. Con esa discusión y con un fuerte dolor de cabeza y grandes esfuerzos, conseguí quitarle las aguaderas a Hamal y vestirle con mi silla de montar. Y, aunque el miedo no es buen consejero, renuncié a buscar a la dueña de aquellos ojos que siempre me acompañarían para mi alegría. Huí como el cobarde que soy. Eso sí, al día siguiente, con nocturnidad y alevosía, después de que mi mente tuviera tiempo de darse cuenta de que a mi ser no le faltaba ningún trozo, y esos que extrañaba, empezaran a dolerme. Sí me sentí todo el día amputado de otro cuerpo, de un todo variopinto que tenía en común una fe que, curiosamente, yo no compartía. Acaso por ello su Dios me castigaba con el destierro. Abandoné Salal con lágrimas en los ojos, lloro que se mezcló con la sangre seca y el polvo de una tierra donde había llegado a sentir la felicidad junto a Thais. El llanto y el batiburrillo de mi cara nublaban mi visión y me restregaba con el antebrazo algo que nunca podría limpiarme: mi perfidia para con esa gente. Aun así, mantuve la esperanza de seguir teniéndola. Había llegado a Salal por el odio que aquellos asesinos habían despertado en mí y salía de esa ciudad por el odio que yo había despertado en otro. Hasta entonces, a pesar de haber conocido a otros salvajes, no aislé ese sentimiento. Creo que durante mi estancia allí había cambiado física y mentalmente. Cada vez estaba más cerca de convertirme en un hombre. No intuía, en cambio, si iba ser un hombre de bien o una persona que jamás perdonaría. Antes de volver a sumergirme en el Sahel hice mi última visita a aquel pozo cuyo camino se sabía de memoria Hamal. Y llené el odre. Allí también había encontrado a gente con la que hablar durante las esperas. Y tampoco me despedí de nadie. Mentí sobre la falta de cántaros que llenar. Me iba de visita a ver a un familiar. Necesitaba lavarme y quería llevarle agua como presente, ya que otro regalo no podía hacerle. Nadie se extrañó. El agua en aquellos lugares es la mejor ofrenda. Con el cuento de lavarme, esperé a que todos los conocidos se fueran y cuando no me sentí reconocido inicié mi huida y me alejé de Salal. Esa vez intuía que mi viaje iba a ser más largo y menos penoso, no me preguntes el motivo. Sería por mi tristeza o por mi vergüenza al escapar con el rabo entre las patas. No lo sé. El alimento no le faltaría a Hamal ni a mí el agua. Había aprendido que cuanto más al sur bajaba, más verde, pero más me alejaba del sueño de Katuku que, sin ser consciente de ello, me corroía la voluntad. Más difícil lo iba a tener. No obstante, mis conocimientos de bienes raíces que no son los que tú piensas, me vinieron muy bien. Recordarás que en mi la aldea donde me crié yo era un campeón en esos menesteres. Era yo quien encontraba más tubérculos para dárselos a roer a los viejos. Las bayas y los bulbos no tenían secreto para mí aunque estos se encontraran debajo de la tierra, como suelen. Además, por el Sahel nada tiene que ver su época seca con la húmeda. Ya te imaginarás que esta última es mejor y más fértil. Muchacho, el agua es la vida, aunque también las menos veces represente la muerte. En la nueva soledad tomé conciencia de que entre los míos era un privilegiado. Tenía camello con su silla y todo, dos mantas y un odre. Ah, y un puñado de monedas. Pocos de los de mi clase poseían más que la ropa que vestían y mucha era regalada. Y gracias a esos bienes conseguiría cambiar mi futuro. Benditos mis bienes que mis males remedian. Ese es el concepto de posesión que comparto. Pero respecto a la pobreza yo no tengo ningún mérito. Lo más que he conseguido, porque así lo he querido, ha sido cubrir mis necesidades. Tú no puedes imaginar como se siente una persona al no poder usar a diario un cuarto de aseo. Yo lo he sabido tarde, cuando lo he tenido. Y si tú no te lo puedes imaginar, porque según tú, compartías con otra familia un retrete en tu infancia, imagínate tus hijos que han compartido un cuarto baño alicatado hasta el techo y hasta con bidé con un hermano o hermana. Por eso les llama tanto la atención la cuestión escatológica de mi niñez y juventud. Todos son preguntas sobre si teníamos papel higiénico, donde hacíamos nuestras necesidades, si las mujeres usaban tampones o qué. En fin, preguntas de adolescente, por otro lado lógicas, para quien puede limpiarse el culo con toallitas húmedas con aloe vera. No les critico a ellos, que quede claro, sino que escribo su postura en contraposición a esa otra realidad que ellos, gracias a ti y otras circunstancias, nunca han vivido. Por algún motivo, que hoy sí tengo claro, no entraba en los pueblos con los que me encontré en aquella etapa. Por una vez no temía que me reconocieran, sino que era yo quien rechazaba esa sociedad que me daba un poco para quitarme más. Hubiera renunciado a todo por quedarme en Salal. Esa era la mentira que me repetía para hacerla verdad. No hay peor ciego que el que no quiere ver. Había dejado atrás mi infancia, mi primer amor, eso sí, platónico, un trabajo boyante y el amparo que representó y representa Thais para mí aún hoy en día. Era un embuste porque había huido por no ver a Hamal convertido en ingrediente de un guiso y a mí en comida para los gusanos. Sé que fue un pacto con el diablo a cambio de su vida y la mía. Pero todos somos un poco Fausto(4).

Vuelvo a coincidir con Dikembe. Muchos, más de los que creemos, nos hemos convertido en el personaje de esa obra clásica de la literatura. O nos han convertido, que de todo habrá, no digo yo que no. Porque, ¿quién de nosotros no hubiera aceptado el trato de alargar nuestra vida en treinta años, por ejemplo, aun a sabiendas de que fuera a costa de la de otra persona desconocida, a cambio de nuestra alma? Al fin y al cabo, ¿qué es el alma humana? ¿No trocamos el tiempo ajeno por nuestro bienestar o nuestra seguridad? También nos vale la calidad para el pacto, no solo la cantidad. La medicina, la ciencia occidental, ha conseguido que aquellos que disponen de suficientes medios materiales, se alejen de la mortalidad, mientras los demás disponen nada más que de su propia vida y, a veces, ni eso. Pero las sequías inducidas por la mano del hombre en las zonas que no pueden contaminar la atmósfera, excepto por los pedos de sus dos vacas y de los suyos propios, reducen cada vez más sus esperanzas de vida. Tienen que pasar escasos segundos desde la muerte de un niño para que se produzca otra. Y nosotros mientras, a tirar comida, venga a tirar residuos tóxicos a los ríos, a lanzar nubes de toxinas a los cuatro vientos. Pero algunos Fausto ni siquiera pueden disfrutar de ese tiempo robado o de esa calidad de vida que Mefistófeles les suministra. No, porque la mayor parte de él, la dedican a defender y no a disfrutar. También hay tontos entre los occidentales. Y eso, el que tiene suerte. Y lo dice uno que se arrepintió tarde de haber firmado el concierto mefistofélico, pero que renegó de él y ahora no puede ir ni al cielo, ni al infierno, ni al purgatorio porque lo clausuró Benedicto XVI. También hay que ser imbécil, ¿no? 
 

La dirección de mi viaje se había convertido en una línea tangente de pueblos y aldeas. Solo los rozaba, como si una fuerza centrífuga emanara de ellos a pesar del hambre. Pero no quiero dejarte a medias las impresiones sobre mi adolescencia, que la pasé como todo bicho viviente que ha llegado a mi edad. Lo siento, José María, tengo asuntos que atender. Esta vez no se me olvida donde dejé el hilo, no tengo que apuntarlo, pues esa etapa la recuerdo muy lucidamente. Un saludo de tu amigo,









(1VG) [↑][Volver] Nada de nada, francés.
(2VG) [↑][Volver] Mierda, en francés. Tanto esta como la anterior expresión, “rien de rien”, son más fuertes y categóricas en el idioma galo que en español, acaso por eso las escribe Dikembe en su lengua materna.
(3VG) [↑][Volver] Jodido ladrón, maldito ladrón, en francés.
(4VG) [↑][Volver] Fausto. Personaje que da nombre a una obra dramática de Johann Wolfgang von Goethe.


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6 comentarios :

  1. Pues si que le dio fuerte el amor a Dikembe.
    Nueva ruta, nuevos problemas. Que sean más suaves.
    Me da un no se qué, que no se haya despedido de nadie.
    Hasta el lunes J.C.

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  2. Le duró poco a Dikembe su nuevo estatus de aguador... Siempre tiene que haber uno que le fastidie las ilusiones pero bueno, son experiencias que espero le sirvan para afrontar nuevas situaciones y salir airoso de ellas.
    Hasta el próximo. Un abrazo.

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    1. Con una semana de retardo y porque me has avisado, jaja. Te explico, pero no me disculpo porque no tiene disculpa. Ando con el final de la historia que me está costando más que que las anteriores. Además, corrijo y paso al ordenador capítulos para que no me pille el toro a la hora de editarlos los lunes. Eso sumado a la muerte de mis neuronas que llevan el camino de mi ex-melena y la rutina diaria me han llevado a omitir la alegría que me provoca cualquier comentario de mi relato. Y no os podéis imaginar cuanto. Yo también estoy mal acostumbrado. Y además, si has observado cada vez hay menos comentarios. Acaso porque el temas que trato es duro y antipático. No lo sé. Gracias, Ligia. No tengo arreglo. JC.

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  3. Y yo que tenía la esperanza del reencuentro con esos ojos que tanta fuerza le dieron a Dikembe, que pena que se haya tenido que ir sin despedirse, sobre todo de Thais. A ver la nueva andanza que le espera, espero no vuelva a los tropezones continuados =)
    Besitos

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    1. La esperanza es lo último que se pierde, jaja. Gracias, Amanda, mientras ande Dikemnbe, tenemos tema. Un beso, JC.

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