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miércoles, 29 de junio de 2016

Quilt camisas de Mateo


El quilt camisas sigue creciendo, sin prisa pero sin pausa.

En principio iba a ser para mi, pero se lo enseñé a mi madre y le gustó, así que para ella será.

Este bloque me tiene enamorada, seguro que le vuelvo a repetir.





La culpa la tiene Isabel, cada vez que lo hace/muestra, me entra el gusanillo y no lo puedo remediar, me tengo que poner con él. 

La primera vez que la hice, fue para la trasera de un cojín que me regalé y, curiosamente, también fue a raiz de un post de Isabel.

La técnica exploding block es adictiva, os lo prometo. Y los post de Isabel también.

Y sigo coso que te coso...

martes, 28 de junio de 2016

Kedada en el Retiro II

El martes de la semana pasada, día 21, celebramos la II kedada anual en el Retiro.


Esta vez ha habido muchos problemas, Lola no ha podido ir porque no estaba en Madrid, a Montse le coincidían varias cosas, Elena sólo pudo estar por la mañana, Marta F por la tarde y yo también sólo por la tarde.



Con lo que me gusta llegar la primera e irme la última para que no puedan decir ni pio de mi.



De izquierda a derecha:

Bueno, esta vez, la propuesta de Beatriz, la enredadora oficial, fue un amigo invisible de marca páginas, más una frase de nuestro libro favorito.




Yo tuve que recurrir al plan B), me pilló el toro y no hice el marcapáginas para la ocasión, tiré de uno que ya había hecho, y pensando que ya lo había publicado, ni le hice foto. Se la he cogido prestada a la "agraciada"

En cuanto a la frase, una de Antonio Machado que me encanta:

Hoy es siempre, todavía

El mío le tocó a Marta F, igual que el amigo invisible del año pasado también en el Retiro, que casualidad!!!

Aquí ya le está usando, pero que agradecida es.





A mi me tocó el de Puri, que rebonito es, fijaos:





Como todo lo que hace ella, impecable, la elección de los tejidos, en este caso fieltro de lana, los colores, la ejecución.... bueno, ¿qué se puede decir del trabajo de Puri?


Aquí, con la frase, ella eligió una del Principito:




No se ve bien sino con el corazón.

Lo esencial es invisible a los ojos.

A pesar de que no pude estar el tiempo que me hubiera gustado, ni tampoco pude ver a Elena y a Montse (que fueron en el turno de la mañana), ni a Lola, fue una jornada muy agradable, como todas las que paso con mis "entrañables amigas makers"

Os invito a pasear por los blogs de mis amigas, que seguro vais a pasar un rato divertido, creo que las más trabajadoras, hasta cosieron algo.

Y sigo coso que te coso...

lunes, 27 de junio de 2016

CAP. 7. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Andanzas y tropezones de Dikembe Biyombo



CAPÍTULO 7 
De cómo fui vendido como bestia de carga


espués de unos cuantos días durante los cuales me alimenté la mitad, y en los que visitamos dos oasis, que no sé cómo encontraría aquel tuareg, me pareció oírle decir que ya les quedaba poco, a él y a su mehari, porque a mí apenas me dirigía la palabra si no era para ofenderme o reprenderme. Ese día sí comí, Moussa fue más generoso de lo habitual. Mi hambre me hacía adelantar la mano hacía los higos antes de haber tragado el que masticaba. Cuanto más mastiques menos hambres pasas. Pero en contra de lo que acostumbraba, ni me castigó ni me dio un golpe en los nudillos con el mango del látigo que siempre tenía a mano. Ni siquiera me reprendió porque «Dikembe, un invitado debe ser más prudente y educado». Y tal era su poder de convicción que creí que, en vez de ser un «esclavo imbécil», era un convidado a su mesa, maleducado, pero invitado al fin y al cabo. Así que, dame pan y llámame tonto. Yo seguí con los higos. Era la primera vez que no me ponía trabas ni límites desde que se hizo cargo de mi libertad y de mi manutención, esta por obligación. No me dijo nada en esos momentos el comentario que hizo a propósito de la comida: «Estás muy delgado, y así no habrá quien te quiera». No contesté, pero pensé que Moussa había descubierto el fuego: Si no me daba de comer, ¿cómo iba a estar? Y, además, yo no quería que me quisiera nadie, ya me había querido mi supuesto padre y fíjate como me había ido. «Cuando te lo acabes, te ocupas del mehari, y espero que le trates como te he tratado a ti. Yo voy a orar, así que no me molestes». Y mientras él oraba, yo descargaba su camello, que me lo agradeció con un escupitajo. El camello ya obedecía mis órdenes después de tantos días juntos. Supongo que yo le había caído bien, igual que él a mí. En definitiva, ambos sufríamos al mismo tirano. Por ello, mi trabajo rayaba con el juego pues disfrutaba al ver cómo un animal, el triple de grande que yo, me obedecía. No sé si al animal le hacía gracia que le mandara arrodillarse sin motivo, para luego ordenarle que se irguiera, pero yo me lo pasaba pipa. Entonces no sabía que entre un bruto y la persona que le alimenta se crea un vínculo indestructible, una corriente de comunicación y fidelidad comparable a la de una cría con su madre. Y, desde que salimos de aquella aldea donde me cazó Moussa, quien le había dado alguna golosina había sido yo, el que le había liberado del peso había sido yo y quien le había acariciado y hablado dulcemente era yo. O como hacía en ese momento, que le acercaba a una planta espinosa que solitaria ella rompía el ocre de la arena. No sé si lo hacía por el animal o por alejarme un poco de aquella odiosa persona, pero lo cierto es que, cuando dejábamos atrás a nuestro amo y llevaba de la rienda al mehari el desierto me parecía mío, me sentía el califa. Y te adelanto que ese día llegaría y yo me acordaría de este otro que ahora sufría. A la mañana siguiente, nuestro amo y señor se levantó de buen humor por lo que me reafirmé en la creencia de que había oído e interpretado correctamente, ya estábamos cerca de su casa. O, al menos, intuía que algo iba a pasar. Por lo que, cuando iniciamos camino, estuve más pendiente del horizonte que del culo del animal, y no puse en marcha en ningún momento la operación “polizón”. Pero en vez de descubrir casas de adobe o minaretes de mezquitas, en un momento determinado, en el que Moussa apretó el paso para mi desgracia, vi unas siluetas geométricas y muy bajas que se movían al viento. Eran las tiendas de un campamento tuareg: su hogar.
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Salieron a recibirnos una purrela de críos que, alegres y saltarines, nos acompañaron hasta el interior del círculo de tiendas variopintas, aunque con un estilo común que revelaba una misma técnica. A mí me llamó la atención los ojos que notaba clavados en nosotros y en particular en mí. Sobre una piel morena los ojos claros destacan tanto como una estrella en la noche oscura. Al final los niños nos bloquearon el paso y Moussa les echó unos dátiles que llevaba preparados y nos dejaron seguir camino con grandes alharacas y gritos en una lengua para mí desconocida. Moussa se volvió y les grito: «Deberíais estar al cuidado del ganado en vez de jugando». Me extrañó que usara el francés, aunque también pensé que la reprimenda no tenía intención de regañar sino de demostrar cierta autoridad ante mí. Los niños, en tropel, corrieron hacia el pasillo entre dos tiendas sin dejar de mirarme, y, aunque eran menores que yo, sentí una punzada de nostalgia en el corazón. Y como no dejé de mirarlos yo tampoco mientras avanzábamos, terminé por hocicar contra el rabo del culo más visto en mi vida. No me di cuenta tarde de que habían parado delante de una tienda. Las risas que despertó mi golpe entre los chiquillos y la gente que observaba a Moussa me hicieron sentir gran vergüenza por mi torpeza. No me quedaba otra que disimular el dolor que sentía en la cara. La ceja y el pómulo empezaron a sangrar. Las risas y miradas que la gente mayor y los niños me dedicaban hizo que mi amo se volviera y me dedicara, además de una severa mirada, uno de sus agradables comentarios: «Este es tonto, habrá que deshacerse pronto de él». Después del cual las risas aumentaron porque los críos se alejaron gritando en francés las primeras palabras del comentario: «Este es tonto, este es tonto, este es tonto…». Un hombre que se había acercado a nosotros y que había saludado con un gesto al recién llegado, puso un pero: «Pues como no le engordes un poco, no vas a sacar mucho por él». Tras lo cual Moussa mandó arrodillarse al mehari, se apeó y empezó a abrazar a todo el que se le acercaba. Yo observé que en el umbral de la tienda aparecían ojos a diferentes alturas; los míos, deslumbrados por el sol, que miraban hacia la oscuridad, no veían las siluetas, tan solo los brillos que despedían sus ojos. Moussa desenganchó un fardo de su silla y lo abrió. Después, entregó a cada uno de los fantasmas del interior de la tienda un obsequio. Yo, acuclillado, asistía al reencuentro familiar como un convidado de piedra, o lo que era peor, como el camello que, al menos, rumiaba por enésima vez su última pitanza. Dichoso él. Al besar a Moussa para agradecer el presente recibido, conseguí ver a alguno de los propietarios de los brillantes ojos, casi todas eran figuras femeninas e infantiles. Sus hijas pensé. Entonces recordé que alguna vez, Mbo llegaba a casa como siempre, pero con un regalito que entregaba a cada una de mis hermanas. A mí me regalaba una sonrisa que nunca supe interpretar, aunque siempre he pensado que era una cuestión de sexo. Me quedé muchas veces con las ganas de decir a mi padre que yo también era un niño al que le gustaban las sorpresas. Pero nunca dije ni mu. Mayifa, en cambio, me recordaba de vez en cuando que los guerreros no necesitaban regalos porque se hacían con lo que querían después de vencer en las batallas, tal como habían hecho mi abuelo e Imana, y tal como haría yo en el futuro. Sus palabras no es que satisficieran mis necesidades infantiles, pero sí me hacían soñar con que un día conquistaría una aldea y tomaría como botín todo lo que quisiera. Y para que mis tres supuestas hermanas no pensaran que yo era un envidioso, les regalaría todas las alhajas que arrancaría a las mujeres. Un sopapo me hizo volver al campamento tuareg. «Venga, hombre, descarga. ¿Qué haces ahí parado como un pasmarote? Luego dejas ahí detrás el camello. Pero antes, mete todos los bultos en la tienda. Pero ahí se entra con los pies limpios de arena, que no te lo tenga que repetir. A partir de ahora el castigo no será el hambre, sino el daño que este hará en tu espalda», dijo Moussa al esgrimir su látigo.
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A partir de mi llegada al campamento, rematada por mi ridículo golpe con el culo del camello, quedé abandonado a mi suerte más o menos. Moussa sabía que no me iba a mover de allí, bueno, Moussa y cualquiera que tuviera dos dedos de frente. Por eso ni hubo cadenas, ni grillos, ni ligaduras. ¿Quién iba a enfrentarse a pecho descubierto con el desierto? Eh bien, c'est ça, mon ami. Así pues, temeroso y desconfiado traté de pasar desapercibido. Dejaría pasar el tiempo hasta que mi anécdota con el trasero del camello dejara de ser la comidilla de todo el mundo: «El nuevo esclavo de Moussa es tonto, tonto, tonto». Yo sabía cómo funcionaban esas cosas entre un reducido grupo de personas. También había hecho chacota de algún amigo en circunstancias parecidas. Había que tener paciencia y aguantar, no darse por aludido. La gente se cansaría y me dejaría en paz. Hay tiempo para todo.






Desde luego que hay tiempo para todo. Lo malo es que no seamos capaces de gestionarlo. Nos parece ya normal, aunque reprobable, que un adolescente se siente a comer y siga con el WhatsApp, o que se aísle de la conversación familiar dentro de un coche camino hacia la playa. Y nos parecerá normal que lo hagamos nosotros los adultos en un par de años. Y si no, al tiempo. No estoy en contra de las nuevas tecnologías, al contrario, me parecen fascinantes y alguna hasta brujería. En particular el teléfono móvil, ya superado por el smarphone. En lo que no estoy de acuerdo es que sustituyamos la comunicación con los cercanos por la conexión con los ausentes. Lo nuevo debería robar el tiempo al usado para ver televisión, al sueño si acaso, pero nunca a una conversación entre dos o más personas. Además, el uso de un teclado, aunque virtual, que se usa con los dos pulgares, elimina la posibilidad de una caricia. Y soy de la opinión de que nos tocamos poco. Los que más tocan en la actualidad, por desgracia, lo hacen con intenciones egoístas e inconfesables. Deberíamos sentir vergüenza. Al menos yo me pongo colorado y me violento por ello. Me duele no haber acariciado más a mi madre. Siempre he insistido a mis hijos en ello. Eso sí, aclarado el punto más importante: Tan solo hay que admitir las caricias que uno desea. Vengan de quien vengan. La piel y la voluntad ajenas son tan respetables como las propias, sean del color que sean. En fin, que la emoción básica en un roce, entre dos pieles que consienten, es la compañía, la empatía. Luego pueden aparecer o no las pasiones, pero lo primero es no sentirse solo, ponerse en la piel del otro. Y cuando se es viejo la soledad es la peor pesadilla porque precede a Muerte, como dice Dikembe.





De allí donde un hombre que ni me habló se llevara a mi amigo el camello, planté mi propio campamento que consistía en mi persona sobre una pequeña duna, detrás de la tienda de Moussa. Allí me sentí indiferente a lo que ocurría a mi alrededor, ni siquiera observado a pesar que de vez en cuando venía algún niño a recordarme lo tonto que era. Pero Moussa ya no me vigilaba, no estaba encima de mí reprendiéndome continuamente. Me tumbe boca abajo detrás de su tienda. Intenté no pensar en nada y me puse a hacer hoyitos en la arena caliente, formas que luego borraba con la palma de la mano. Los aromas que me habían llegado a la hora de la comida me habían alterado los jugos gástricos y expulsé varios eructos. Pero con el sol ya en declive, me llegaron otros más fuertes. El vientecillo me trajo el olor de la carne de cabra puesta sobre las brasas y mi estómago comenzó a protestar con un suave dolor. Ya sabía que después aparecerían los calambres, para luego no sentir ni hambre. En esas andaba, cuando por un hueco en el lateral de la tienda, destinado a la ventilación, vi aparecer una cabeza con su correspondiente cara. Los ojos rasgados de una niña me miraba con curiosidad y descaro. Reposé mi cara en la arena y no retiré la mirada de aquellos luceros que tampoco se apartaban de los míos. Fue una conversación silenciosa, íntima, porque no la compartíamos uno con el otro. Y llegó un momento en el que solo fui consciente de esos ojos. Ni siquiera el dolor de estómago  me distraía. Después de un buen rato de charla gestual, llegué a pensar que aquella cabeza pertenecía a una estatua. Cuando toda luz desapareció dejé de ver a mi interlocutora, pero yo no dejé de mirar hacia donde debía estar. Más que por el cansancio, la debilidad me trasladó a un estado de somnolencia que mitigaba el hambre. Desde que viera a esa niña, no había cambiado de postura. El frío me despertó y entonces me hice un ovillo. Pensé que el olor a cabra asada era un recuerdo, que mis sentidos me jugaban una mala pasada, pero al ir a restregarme los brazos, topé con algo que antes no andaba por allí. No podía ser una piedra. Palpé delante de mis narices y noté una textura grasienta. Me llevé la mano a la nariz y olí. La luna no me ayudaba mucho, apenas una sonrisa tenía que iluminar todo el basto desierto. Sin ninguna duda y sin ninguna repugnancia agarré lo palpado y le hinqué el diente. A pesar de que el alimento no estaba caliente, todos mis sentidos respondieron al unísono. Hasta se me olvidó el frío. Mi estómago recibía como una bendición lo que casi no masticaba. Con una mano metía en la boca un pedazo y con la otra buscaba otro. Así, hasta que no encontré más que el cuenco. El último trozo cayó en la arena, pero después de soplarlo y restregarlo con la mano acabó donde los otros. La dignidad es como el asco, desaparece ante cualquier necesidad perentoria. Y como nuestros cuerpos son fiel reflejo de nosotros mismos eché en falta el oro líquido del desierto. No, no es el petróleo, mon ami, es el agua. Y como no veía un pimiento, volví a buscar a tientas a mi rededor. Estaba seguro, si alguien me había llevado comida, tenía que haberme llevado agua. Por seguir mi lógica encontré una pequeña calabaza. Yo tenía razón. El alma caritativa había pensado en todo. Bebí lo justo sin desperdiciar ni una gota. Incluso estaba fresquita, por lo que supuse que me habían dejado aquello hacía ya un buen rato. El agua en el desierto solo esta fresca al alba. Y ese pensamiento me llevó al frío y a la posibilidad de que también me hubieran dejado algo con qué abrigarme. Reanudé mi búsqueda. Y tuve recompensa. Mis manos toparon con un tejido áspero que a mi me pareció seda. Y antes de envolverme en aquello, pasó por mi cabeza que el benefactor se la había jugado por mí. No debía dejar huella que le involucrara. Exploré con mis manos mi entorno. Reuní todos los huesos limpios de carne en el cuenco. Hice un agujero en la arena y lo enterré. Después le tocó a la calabaza. Con la manta lo haría al despertarme. Hacerlo en ese momento hubiera sido de tontos. Confié en que nadie me viera antes de despabilar. Me acosté sobre mis tesoros y me quedé dormido con aquellos ojos en la mente. Nunca lo supe, pero estoy seguro que la dueña de aquella carita que asomara entre las sombras y mi protector eran la misma persona. Me desperté bañado por el sol. Mis párpados ya no podían detener la luz. Me restregué los ojos y los abrí lentamente. Me pareció ver otra vez aquella figura colosal de camello y hombre vistos desde el ras de suelo. Pero no, era demasiado ancho lo que veía. Aquella acumulación de pieles y esteras devino en la tienda de Moussa. Noté que la manta, burdamente tejida me estorbaba y recordé lo prudente que debía ser. La enterré con prisas. Me levanté y oí las quejas lejanas del ganado que, atado a una larga cuerda, que iba de un poste a una palmera, despertaba como yo, pero en compañía, un animal al lado del otro. “Al menos no estoy atado”, pensé. Ellos pedían su desayuno, ya que, aparte de camellos, había algún burro que otro, amén de caballos con su típica cola erguida de la raza árabe tan apreciada en el mundo. En cambio, también me fije en las vacas y los bueyes que deambulaban sueltos por el campamento. Aquello me llamó la atención. Les seguí con la mirada y todos los animales sueltos tomaron el mismo camino. Estaba claro, buscaban lo que yo, alimento. Pero ellos sabían dónde encontrarlo. Los tuaregs saben donde asentar sus emplazamientos. No son tontos. Junto a un pozo o a un oasis, eso estaba claro, y además debía haber pasto para los animales. El Sahel es muy grande y esta gente lleva en sus genes el conocimiento de su hidrografía. Es trasmitida por una cultura inveterada y berebere, incluso anterior a su nombre. Ellos no reconocen como propio, ya que cuando alguien les bautizó como tuaregs, era la primera vez que oían también aquella palabra que no forma parte del tamasheq, su idioma. Por el contrario sí se reconocen como los del velo en la cabeza (kel tagelmust) a lo que añaden su lugar de origen para autonombrarse. Así nos encontramos con la tribu Kel Ajjer a la que pertenecía Moussa, cuyo lugar de origen era la actual Libia. Por supuesto en la que yo me encontraba era una parte de ella, ya que su estructura social es compleja y está atomizada por todo el Sahel. Yo me enteraría después de todo eso. Pero te lo adelanto por si te aclara algo de mi relato. Con el sol llegó mi fascinación por el colorido que se desprendía de aquellas gentes y sus tiendas. Volví a tumbarme y a disfrutar de la paz y la tranquilidad de aquel campamento erigido vaya usted a saber donde. Hice un montoncito de tierra sobre la que estaba y conté los pasos, como me había enseñado mi hermana Delande, hasta el extremo derecho de la tienda de Moussa. Los memoricé. Luego volví junto al pequeño montículo y conté los que me separaban del extremo izquierdo. También los memoricé. Así sabría dónde había enterrado mis enseres. Vi a mi amo salir de su tienda y dirigirse a otra, y tras asomarse, irse acompañado por otro hombre azul, que ocupaba sus hombros con sendos odres. Se dirigían hacia la reata de animales amarrados. Después, a medio camino, se les unió otro que parecía llevar una escudilla grande con algo dentro que no distinguí. Seguí su movimiento con la mano a modo de visera pues el sol ya molestaba los ojos. Cuando el trío llegó junto a los camellos, Moussa sacó una cuerda de no sé donde y ató la pata de un animal que tenía junto a él una cría. A la camella no pareció gustarle mucho que le doblaran la pata y se la ataran, pero eran tres contra una, además sujeta a la gran soga como todas las bestias, tenía su movimiento limitado. Acto seguido, Moussa agarró a la cría y la arrimó a la madre, mientras otro metía la cabeza del retoño entre sus piernas traseras, pero sin dejarle alcanzar la mama. El de la escudilla, con su cadera, inmovilizó al pequeño contra su madre. Moussa y el del pellejo comenzaron lo que ellos llaman tazek, es decir, el ordeño de la engañada camella a cuatro manos, aunque debería decir a seis, ¿no? Una vez lleno de leche el recipiente, vertieron el líquido dentro del odre conh ayuda de un embudo. La operación se repitió hasta estar los dos odres a reventar. El resto de leche que quedó en la escudilla no se desaprovechó. Bebieron los tres hasta acabar con la última gota de akh. Eso lo hizo Moussa, que elevó sobre su boca el recipiente y le dejó escurrir del todo. Aquella gente, desde luego, no desperdiciaba nada. Yo nunca había probado la leche de camella, pero se me hizo la boca  agua.
© Neneo 
Acto seguido, dejaron que la cría sacara lo que pudiera de su explotada madre, mientras mi amo liberaba su pata. Entonces la madre dejó de protestar. Eso sí, me sorprendió que se necesitaran tres hombres para ordeñar una camella. Les seguí con la vista en su retorno al campamento, pero se cruzaron con aquella panda de críos que jugaban y dejé de observar a los adultos. Me di cuenta de que iban a su aire. Nadie les regañaba por armar alboroto, ni nadie les pedía cuentas de lo que hacían. Otros críos cruzaron la zona central del campamento. Primero se juntaron y después el gran grupo se deshizo en unos siete individuos. Cada cual tomó la dirección de su tienda, supuse. Luego sabría que los niños tuaregs se crían libremente a partir de los siete años. Antes de esa edad están bajo la supervisión de su madre y no se alejan de la tienda. Los mayores solo van a la tienda familiar cuando tienen hambre o necesitan algo. Las mujeres son más cultas que los hombres y son las dueñas de las tiendas. De hecho matrimonio, mujer y tienda son sinónimos en su idioma: ehé. Por ejemplo, si una tuareg se “harta” del marido, le echa de la tienda y sanseacabó, puede buscarse otro en la ahal, tienda destinada a ligar, como dirías tú. Cada crío acabó delante de una tienda y yo diría que ya les esperaba su madre con un cuenco de leche. Todos bebieron y ninguno habló. Eso sí, todos se limpiaron los morros con el antebrazo, como hacía yo también. Y otra vez la boca se me llenó de saliva. Me dije que no tenía derecho a quejarme, pues la noche anterior había comido carne después de muchos días. Me golpeaba la tripa distraído con el ir y venir de los chicos hasta que vi a Moussa salir de la esquina izquierda de su hogar. Giró y tomó mi dirección. Llevaba en su mano un cuenco y parecía andar con desgana. No supe qué actitud tomar mientras se acercaba. No había llegado a mi altura y ya me hablaba: «Toma, esto es akh, el alimento más preciado de mi pueblo. Y da las gracias a mi hija Tafsut que se ha empeñado. Dice que estás muy delgaducho. Y tiene razón”. No era la primera vez que le oía decir eso, pero me tentaba el cuenco que me ofrecía. Al ver el interior de la escudilla pensé que con tal ración sería difícil que engordara, pero menos daba una piedra. Me lo bebí de un trago, y a pesar de su escasez hice demostración de mi hartazgo con un sonido gutural muy cercano al eructo, y, al recordar lo que le había visto hacer, elevé por encima de mi cabeza el cuenco, miré al cielo, cerré los ojos y dejé caer en mi boca dos o tres gotas de leche. Esto pareció agradarle y me animé a imitar a los críos, con lo que me limpié la boca con el antebrazo. Y me atreví a hablar: «¡Qué rica! Gracias». Antes de irse me ordenó no moverme de allí y no hablar con nadie. Cuando despareció, le contesté: «Y con quién voy a hablar, no te fastidia». Al poco volvió con la misma escudilla. Esta vez no se acercó hasta mí. Se paró más cerca de su tienda que de su esclavo y dejó en el suelo el cuenco. Pude ver al empinarme que contenía más leche. Parecía que me la había ganado con mi educación. Entendí que debía ser yo el que se acercara. Adelanté la mano como si le preguntará si podía hacerlo. Afirmó con la cabeza. Me acerqué y me arrodillé. Antes de coger la segunda ración, le miré desde abajo y él volvió a confirmar con la cabeza. Y repetí la actuación anterior. Le tendí el recipiente más limpio que una patena y, por gestos, me indicó que la dejara en el suelo. «Eso es lo máximo que te puedes acercar al campamento. No lo olvides, Dikembe. Esto ya no es un juego. Es un negocio. Mi negocio —hizo hincapié en el posesivo—. Tu trabajo a partir de ahora será descansar y comer. Ya no vendré más hasta que no te lleve a vender en el mercado próximo. Te atenderá mi esclavo Souleymane que vendrá a hacerte un toldillo para que no te ases al sol, y te traerá una estera. No quiero que hagas nada que te haga sudar. Él te traerá de comer y de beber, y te retirará lo que dejes. Y no hables con nadie. ¿Has entendido todo?». Le contesté como lo había hecho él, con la cabeza, pero yo la dejé gacha sin levantarme. Con un gesto de los dedos me mandó hacia atrás. Lo vi porque no levantó la mano. Y la verdad es que no le vería más hasta que volvimos a viajar juntos. Tras aquella conversación tomé conciencia de que me había convertido en un objeto, en un bien con el que Moussa iba a comerciar. Y lo asumí. Entré en el papel que no había elegido y que sí me habían impuesto. Fíjate, te digo una cosa, si, cuando nos conocimos, Moussa me hubiera pedido que le sirviera a cambio de un plato de comida, hubiera aceptado de buena gana. Pero así no, así no estaba dispuesto a servir a nadie. Claro, con una sonrisa en la boca quiero decir. Porque iba a servir a algún amo. Eso lo tenía clarinete, como dicen tus hijos. ¿Sabes?, me encanta conversar con ellos. Hablan el idioma de la calle, ese que conocí y aprendí cuando llegué aquí. También me están enseñando la forma de comunicarme por correo electrónico. Siguen el camino más corto, es decir, no existen haches ni uves, ni la palabra ‘por’ ni ‘más’, la ’q’ se usa para escribir ‘que’… En fin, que es la ley del mínimo esfuerzo, tal como aplican los tuaregs. ¿No es irónico? Y me parece bien. Los jóvenes creen que han inventado un lenguaje nuevo, y no deja de ser un tipo de taquigrafía. Los editores del Siglo de Oro se inventaron otra para ahorrar papel, aunque los jóvenes de ahora quieran ahorrar pulsaciones y tiempo. Son como tú. El tiempo es oro, aunque yo crea que el oro es la tranquilidad. Por eso, al retirarme de Moussa, conté los pasos que me separaban del cuenco. No fuera a ser que alguien se lo llevara y perdiera la referencia. Tal era el miedo, que me cogía todo el cuerpo. El miedo es como el saber, no ocupa lugar. Así que puedes almacenar todo el que te den. Más el que tú generes. Como había hecho un hoyo en la arena con el talón al ser llamado por mi amo, supe donde pararme. Debajo tenía mi tesoro y mi secreto, no lo olvides. Y, en efecto, a media mañana apareció por mi cercano destierro un hombre. Mi piel ya no era capaz de absorber más radiación y el sudor me chorreaba. Mi pelo era un buen abrigo, no somos como los camellos que se deshacen en verano de la lana que les crece para el invierno. Ya había agotado mis reservas enterradas de agua. Aquel hombre vestía como Moussa, pero lucía menos y llevaba el turbante de color blanco, así como el velo que su amo usaba de color negro. Venía cargado con unos palos, una lona, una estera de juncos enrolladas debajo del brazo y en la mano un zaque. Cuando estuvo junto a mí, se colgó el odre del cuello y se dedicó a clavar los palos. Y, mira tú qué mala suerte. La larga estraca chocó contra algo. Me miró extrañado, cavó un poco con las manos y sacó un cuenco. Volvió a mirarme, pero yo, esta vez, desvié la vista hacia el otro lado y no vi su gesto. Cuando me volví ya tenía mi refugio hecho. Hasta me había colocado en el suelo una estera, a la sombra. Le di las gracias en voz baja. No quería iniciar una conversación. Me di cuenta de que él tampoco. No contestó, pero se sacó el odre del cuello y me lo entregó. Fue cuando vi la tristeza en sus ojos. El esclavo, que nunca podría decir su nombre, Souleymane, porque le habían arrancado la lengua, hurgó entre su gastada túnica, heredada, y sacó un paquete envuelto en piel de cabra. No tardé en ver su contenido. Eran dátiles y se me hizo la boca agua. No se había dado la vuelta el otro y yo ya masticaba uno. Se alejó con paso cansino pero seguro. Me metí debajo de aquel toldo a disfrutar con tranquilidad del almuerzo y de la sombra. No me comí todos los frutos. Solo la mitad. Los acompañé de un trago de agua. Estaba tibia, pero me dio igual. Así pasé unos días. No sé cuantos. Enganchado a una rutina y complacencia engañosas. Comiendo dátiles, carne hervida en leche y manteca, y bebiendo su caldo, y sobre todo, leche, mucha leche. Has de tener en cuenta que los tuareg, mientras haya leche no consumen agua. Ni siquiera para lavarse. En aquella época yo compartía sus ideas de no malgastar el preciado líquido en otra cosa que no fuera beber. Así que al disponer de leche fresca, que no fría, ¿quien necesitaba agua? Así, una mañana, después de muchas lunas, vi venir a Souleymane. En esta ocasión, en vez de alimentos, traía en las manos unas tiras de cuero. Salí del  cobertizo donde no cabía de pie, y le esperé un tanto intrigado. Aquello era un cambio muy notorio en la rutina. Y mi estómago se quejó. Me hizo una seña para que me volviera, y tan quebrada estaba mi voluntad que obedecí sin más. Tampoco protesté cuando me echó los brazos hacia atrás y me colocó una muñeca sobre otra. A continuación me maniató. Yo lo único que experimentaba era extrañeza, aunque te parezca mentira. Noté su gran mano sobre mi antebrazo desnudo y tiró de mí para que me girara. Quedamos enfrentados. Me rodeó el cuello con otra tira de piel, antes hizo un nudo corredizo que me ajustó como veo que te ajustas tú la corbata. Después echó a andar hacia el campamento. «¿Dónde me llevas?», pregunté. Entonces se paró. Se acercó mucho a mí, abrió la boca y supe el motivo por el que no hablaba y que ya te he contado. A cinco centímetros, una boca sin lengua es asquerosa. Pero el asco se mudó en miedo al retirarse Souleymane, cerrar la boca, apretar los labios y ponerse el dedo índice verticalmente sobre ellos. Era la amenaza más convincente que me habían hecho jamás. Aunque también me lo podía haber tomado como un consejo, bien es verdad. Tras la advertencia, se giró y reanudó su andar. Yo había quedado impactado. Y por ello, después del tirón que dio de mi corbata, besé la arena. Se volvió, me miró con paciencia y todo volvió a la normalidad, si se entiende como normal que un ser humano conduzca a otro como si ese otro fuera un animal. Y menos mal, porque los tuaregs taladran las narices de sus camellos. Por el agujero conseguido pasan una cinta, como las que yo lucia, y así le conducían mejor. Ya me dirás si no era para tener miedo. Piensa en mis narinas y no olvides que soy negro. Bon, dejémonos de bromas porque aquel momento no era como para partirse el culo de risa, y vuelvo a usar la jerga juvenil de tus hijos y sus amigos, esa que tanto me gusta. Al hacerse visible la explanada del campamento pude ver varios camellos ensillados y enjaezados. También que tras ellos, unidos por una cuerda que se alargaba desde la silla de montar hasta sus gargantas, unos negros, como yo, esperan pacientemente. Desde luego no era capaz de gestionar lo que mis ojos veían y era tan evidente: nos iban a vender. Ese mes de ganduleo en el que solo había comido, bebido y dormido, y también un poco aburrido, habían narcotizado mis entendederas. Mi voluntad seguía descansando a la espera de que otros tomaran las decisiones por mí. Me había aborregado del todo bajo aquella lona. Esa vida regalada, que nunca había tenido, me había hecho olvidar que había sido tratado como un gorrino al que se debe cebar para luego vender mejor. Y menos mal que esa gente no conoce las hormonas, que si no… Eso sí, de no estar describiendo aquella época en esta, jamás habría hecho esa comparación tan porcina, por la sencilla razón de que por allí no se veían muchas piaras de cerdos. Según era unido a la silla de montar de mi amo Moussa con una cuerda que colgaba de su camello, apareció por el hueco de la entrada de su tienda una figura de niña en cuyo rostro reconocí aquellos ojos que viera un anochecer. Era Tafsut que miraba como si buscara a alguien. Cuando encontró a quien pretendía, Souleymane, le miró suplicante y levantó una tela que llevaba en la mano. A un gesto del esclavo, la cría corrió, pero no hacia él, sino hacía mí. Me agaché, y según venía musité un “merci, chére petite amie (1) . Extendió el pequeño fardo, me lo colgó del cuello y en un susurro y con lengua de trapo me dijo: «Il s'appelle Souleymane. Il est muet et très bon»(2) , y se metió en su casa como una polvorilla. El regalo resultó ser un velo astroso y descolorido, pero limpio, sin que sepa decirte su color. Al verlo, mi engordador particular se vino hasta mí, hizo dos torces con el foulard en mi cuello y después un par de nudos flojos y me lo colocó a modo de socollar. Terminó por colocármelo bajo la cuerda que me rodeaba el pescuezo a modo de collera. Tras lo cual comprobó que la atadura entre las dos cuerdas, la de mi cuello y la que me unía al camello, era segura y, antes de desaparecer, también escuchó mi gratitud. Volví a buscar esos preciosos y limpios ojos en las penumbras del interior de la tienda, pero no los encontré. Aun así, después de comprobar la complicidad entre el buen esclavo y su buena amita, dibujé otro “merci” en mis labios sin dejar de mirar el interior de su hogar. Quedé solo ante el camello. Otra vez ante aquel conocido culo de animal del que ya te seguiré contando, mon ami. De momento esto es todo, que ya es bastante, pero falta todavía mucho para llegar hasta el día de nuestro encuentro. Un abrazo.







P.D: Cuando sepas la fecha de tu vuelta me la comunicas.








(1) [↑][Volver] Gracias, amiguita.
(2) [↑][Volver] Se llama Souleymane. Es mudo y muy bueno.


domingo, 26 de junio de 2016

Arreglando un vaquero

Hace más de un año, que se dice pronto, me dio mi hermano un vaquero para reparar.


El pantalón estaba así en su parte trasera:



La verdad es que no sabía como meterle mano.


Pensé en dárselo a mi madre, que es la reina de las reparaciones, pero para una cosa que me pedía mi hermano....

Ayer por la tarde fue el día apropiado, harta de limpiar el polvo y mover libros y demás enseres descolocados para acuchillar el suelo, me dije ésta es la mía.

Voy a coser un ratito, pero debe ser algún UFO, dicho y hecho.

Lo ví claro, el acolchado libre es uno de mis pendientes, pues practicaré con el vaquero. Reforcé el interior con una tela, puse el pie, escondí los dientes (los de la máquina que los míos, de momento, no son de esconder), y me puse manos a la obra.

El resultado, creo que fue bastante decente.


Ahora espero que los disfrute, tanto como yo he disfrutado con el arreglo.

Bueno, ni que decir tiene que ya puesta, hice alguna cosilla más, pero os la contaré otro día.

Y sigo coso que te coso...

sábado, 25 de junio de 2016

The maker's Quilt (VI)

Muy buenas, tenía que haber publicado ayer, lo sé y no tengo disculpa, pero como más vale tarde que nunca ahí vamos.


Este mes el bloque le tocaba a Beatriz, y eligió el tema "faros". 



Buff, me dije, mira que es "rarita", pero bueno, habrá que ponerse a ello.



Me sorprendió encontrar tantos, la verdad es que no me lo esperaba.



Para colmo, Beatriz había pedido el fondo en claro y yo lo veía un poco oscuro.



A ver, que negro del todo no, pero yo estaba en modo noche, así que le pedí permiso y ella, que es muy generosa, me lo dió.



Así que mi faro os lo enseño en una noche de cielo estrellado.



La foto, para bien o para mal, tampoco es mía, ni de mi fotógrafo particular, la he tenido que tomar prestada del blog de Beatriz.

Aunque supongo que ya habéis visto todos los faros en el blog de Beatriz, por si queda alguien rezagado, aquí los podéis encontrar.

Y sigo coso que te coso...

lunes, 20 de junio de 2016

CAP. 6. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Andanzas y tropezones de Dikembe Biyombo



CAPÍTULO 6 
De cómo llego a ser esclavo

o no concebía la manera de escapar de aquella situación. Aquel mar ocre que me rodeaba, color que inundaba el horizonte, allá hacia donde mirase, no impedía que viera mi vida en blanco y negro. Vivir o morir. Robar o morir. Comer o morir. Como ves el negro dominaba. Hasta que aquel día del que te hablo, un rayo atravesó esa tiniebla. Ese relámpago tenía nombre: Katuku. Pero, ¿cómo lo había conseguido él? Bien es verdad que en la aldea donde vivíamos no estábamos rodeados de aquella naturaleza feroz. De hecho, mi familia y yo habíamos viajado dos veces, de norte a sur y de sur a norte, pero donde ahora me encontraba, aunque mejor sería decir donde no me encontraba, llegar era factible, pero salir era imposible. Recordaba que la última etapa hasta llegar allí había sido calamitosa. Llegamos deshidratados y con un hambre de mil demonios. Si el poblado hubiera estado cien dunas más allá no lo habríamos pisado. Y encima, que yo recordara, nadie había llegado desde entonces. Y tampoco nadie se había ido, por su propio pie, claro. Pero, hete aquí que ese día apareció un nómada de los tuareg que, gracias a su mehari(1) podía hacer cualquiera de las rutas comerciales, tan transitadas en otros tiempos y que tanto dinero y conocimientos movieron de un lugar a otro. Este superviviente de aquellas azalahi(2) se dedicaba a lo mismo que sus mayores, a comerciar con especias, sal, joyas —no debes olvidar que estos hombres del desierto son grandes orfebres— y con todo tipo de productos. Así se ganaba la vida, y bien que se la ganaba porque no reparaba en amabilidad y engaños para realizar un buen trueque, para él claro. Aunque lo que más agradecía era un cambalache en el que sin entregar nada y sin  trocador enfrente, obtuviera el objeto deseado, como le ocurriría conmigo. Moussa era un targi(3) árabe que iba por libre en todos los sentidos. Aunque te pueda parecer mentira de un árabe que rezaba solo tres veces al día, no cinco. Sus orígenes se lo permitían. A él y a todos los de su etnia hasta que los terroristas islámicos les envenenaron las ideas. A partir de ahí, algunos tuaregs renunciaron a su civilización ancestral donde la mujer es más respetada que el hombre, cuestión que en la sharia(4) se entiende al revés. Este sempiterno viajero, precisamente por serlo, hablaba además de su lengua materna, el árabe, un sin fin de idiomas propios de los caminos que recorría, además del francés. Y por ello pudimos entendernos. Yo me había alejado del mercado, centro neurálgico de la aldea. Sentado en un montículo de arena observaba pasar el viento del desierto. Ni le oí ni le vi llegar montado en su camello con una voluminosa carga. Supongo que a él le agradó que la primera persona que veía en cierto tiempo fuera un muchacho. Después de los saludos de rigor, tan importantes en la cultura que no podía esconder, ya sabes, los hombres azules del desierto, se presentó como Moussa Mazmud y me preguntó si yo era nuevo allí. Me sorprendí y después le dije mi nombre. «Dikembe, vengo cada cierto tiempo a esta aldea y nunca te había visto. Et je suis très observateur, garçon». Estuve por contestarle que yo vivía en esa aldea y era la primera vez que veía llegar a alguien, pero no quise parecer grosero y cambié el tono. Le contesté que llevaba mucho tiempo en esa aldea, así que no era tan nuevo, a lo que añadí todos mis males. Moussa sabía escuchar, sabes. Tanto como hablar. Le conté mi vida desde que la recordaba, nuestra salida de la aldea masacrada, los dos viajes y la muerte de toda mi familia. Acabé con la paliza recibida recientemente y con la diarrea. No me guardé nada, aunque la palabra ‘merde’ no le gustó nada oírla, se lo noté en la cara. Rebatió mi idea del tiempo advirtiéndome que para un niño el tiempo invertido en cualquier asunto siempre es mucho, menos en jugar. Y para que yo lo entendiera me puso un ejemplo muy sencillo que comprendí a la perfección y que, después de tantos años, todavía anda fresco en mi memoria: «Para ti, que debes de tener doce años, uno significa mucho, pero para un viejo de ochenta, uno no es nada, a pesar de ser la diferencia entre la vida y la muerte». Según hablaba dibujaba con el mango de su látigo hoyuelos en la arena, signos que duraron lo mismo que la explicación, porque el aire del desierto corría a ras de suelo e igualaba la faz de la tierra. Sin más, se levantó, se había sentado a mi lado después de descabalgar, se acercó a su montura, enredó entre sus fardos y volvió a sentarse con una bolsa de cuero en una mano y una calabaza en la otra. Después de sentarse otra vez, me preguntó si tenía hambre y yo le miré a los ojos que parecían hipnotizarme. No necesitó más para darse cuenta de que yo me comía las manos. «Entonces hoy no almuerzo solo». Tras lo cual me dio otra alegría al comunicarme que como ya no había necesidad de ahorrar alimentos, nos daríamos un festín hasta acabar con todo lo que traía. Hasta con el agua. Recuerda que el agua es el bien más preciado en el desierto, por eso no es una exageración ni una broma, aunque te suene a ello que alguien lo gaste. El grifo es una necesidad genial. Me aclaró que no todos los días comía con tanta holgura, como comprobaría yo para mi desgracia en poco tiempo. No todo lo que empieza bien acaba bien, mon ami.






Mientras sea el hambre, el miedo a morir, el origen de nuestras decisiones, será difícil que las consecuencias de las mismas sean provechosas y efectivas para quien las toma. Pero eso no lo sabía Dikembe, claro. Como a cualquier preadolescente todavía no le había llegado el momento. Esa materia no forma parte de lo que te enseñan en el colegio. Que si lo piensas, es muy poco. Y saber que Cristóbal Colón descubrió América, tampoco es que sirva para mucho, ¿no? Y, además, no es una verdad absoluta, salvo que se añada que la descubrió para el Reino de España y adyacentes. Según leo, y he leído en estas cartas, Dikembe tenía más experiencia cuando llegó a España que yo pueda reunir jamás. Si ahora me sueltan a mí en el entorno en el que nació él, allí cerca de Gwane, junto a la frontera de la República Centro Africana, no duraría ni una semana. En cambio, Dikembe no solo fue capaz de llegar hasta nosotros, además, asimiló el entorno, quiso entenderlo, y al hacerlo, se sumó a él. Y lo hizo sin renunciar a nada, porque siguió siendo el que era, siguió hablando francés aunque el idioma que le enamoró fue el de Cervantes. Al menos esa es mi opinión que, en esta segunda lectura, espero confirmar. Y no pongo a este congoleño como ejemplo a imitar porque nadie podría, pero sí puedo entresacar de sus palabras la inteligencia que demostró al entender sus circunstancias en cualquier momento. En ningún instante se preguntó el motivo de lo que le tocaba vivir, lo vivía y trataba de mejorar su situación. En este sentido, creo, debe mucho a Adama, como veréis más adelante. Pero bueno, leamos lo que ocurrió con el tuareg Moussa, aunque en el título del capítulo ya os he descubierto mucho.





Se podría decir que me embaucó, aunque también cualquier otro podría decir que yo necesitaba ser engatusado. Lo que te digo yo es que necesitaba salir de allí, que en definitiva es de lo que Moussa se había percatado. Y como el perro callejero va allí donde ve cariño, eso es lo que hizo este negro. Bien sabía él donde conseguir las provisiones para su viaje de vuelta, pero se apoyó en mí para darme protagonismo e importancia, además de distraer su objetivo. Luego él hacía los trueques en los que yo no sabía si ganaba o perdía porque no conocía el valor de los objetos ni las especias con las que se manejaba. Pero jamás le vi contrariado después de un solo intercambio, por lo que deduje que ninguno había sido una trocatinta para él. Aparte de almorzar, también cenamos juntos y a su costa porque la intención matutina de acabar con todo no fue más que una baladronada. Y, ¿cómo no?, también compartimos la noche y la piel con la que él se tapaba. Después de haber dormido al raso, me sentí como un marajá. Antes de terminar de arrebujarse bajo la manta Moussa se ató las riendas de su camello al tobillo. «Nunca se sabe, Dikembe». Yo dormí como un bendito. No podría ser de otra manera. Después de mucho tiempo tenía la tripa llena, el cuerpo arropado y me sentía seguro junto a aquel targi. Si hubiera creído en dios, se lo hubiera agradecido, pero como ni mis abuelos ni mi bisabuela me habían convencido, me quedé dormido agradecido a mi desconocido bienhechor. Y, mira tú, ahora veo que fue lo más acertado, aunque me equivocara. En ningún momento del día hablamos de lo que yo estaba deseando sin saberlo, y tú habrás adivinado ya. Él despertó antes, y por primera vez en mi vida, que yo recuerde, me hice el remolón para levantarme. ¡Me encontraba tan bien envuelto en esa piel de camello y viendo cómo me preparaban el desayuno! ¡Hasta había leche! Algo a lo que, seguramente, tus hijos se acostumbraron enseguida, tanto a desayunar leche todos los días como a que les prepararan el desayuno y remolonear en la cama. Pero no entiendas que pretendo que te sientas mal por ello. Muy al contrario, lo que quiero destacar es que no todos los niños tienen esta necesidad cubierta, y, observarás que hablo de necesidad, no de lujo. Sentirse querido nunca podrá ser objeto de ostentación. ¿No crees? Eh bien, c'est ça, mon ami. Y tras el descanso y durante el desayuno, al ver que Moussa preparaba todo para volver al desierto y llegarse hasta su casa me atreví a pedirle lo que él quería desde el momento que me echó el ojo. «¿Por qué no me llevas contigo?». Se me quedó mirando como si no me hubiera oído pero no contestó. Durante su silencio yo me consumía. Tenía que salir de allí a toda costa, aunque nunca pensé que el precio de mi huida fuera a ser tan caro. Pero eso vendrá más adelante. Muchas veces me has preguntado inútilmente porqué llevo siempre camisa, aun en lugares donde nadie las lleva. La respuesta que nunca te he dado, y que ahora me veo obligado, es que las marcas de mi dolor pasado están grabadas en mi espalda, como verás. Y lo que no sé es si te alegrará tener por fin una contestación. Bon, sí lo sé. No te va a gustar, dudarlo sería como serte infiel. Pero todo a su tiempo. Los titulares  
siempre son impactantes y pueden sacarse de contexto, dentro de él son más suaves y minimizan su eficacia tremendista. Sobre todo si son sobre malas noticias. La respuesta de Moussa fue otra pregunta: «¿Estás seguro de que quieres acompañarme?». Le contesté que sí antes de que acabara él de hablar. Me advirtió entonces: «Allí donde voy la vida no va a ser para ti nada fácil, Dikembe. Va a cambiar radicalmente. Recuerda que te lo advierto». «No me importa, Moussa. Peor no voy a estar». Pero eso era lo que yo pensaba, aunque él sabía lo contrario, pero el caso es que no lo dijo, se quedó tan solo en una advertencia velada por mi necesidad de huida. Y como ves, se cubrió las espaldas. Mi alegría fue tremenda al oír que no le importaba. Pero había que dejar claro ante los demás que le acompañaba por mi propia voluntad, hecho que, ingenuamente, yo valoré positivamente. Así pues, antes de abandonar la aldea, buscamos al jefe del poblado, una especie de alcalde vuestro y le dejamos claro, mejor dicho y para mi desgracia, dejé claro que me iba con Moussa Mazmud porque yo quería sin que él me hubiera sugerido siquiera que le acompañase. El anciano y sus acompañantes, sin decir una palabra, asintieron y movieron sus manos para que nos retiráramos, como si les molestáramos. Ambos nos alejamos contentos, aunque por diferentes motivos. Y así comencé viaje con el tuareg sin saber que pasaría mucho tiempo hasta volver a sentir esa alegría que produce salir de una prisión injusta. No sé cuando cambió su actitud y se quitó el velo de amabilidad que le cubría porque durante esa mañana ya no volvimos a hablar. Él a lomos de su camello, sentado en esa silla típica de su etnia y yo sobre mis pies desnudos no tuvimos ocasión de comunicarnos, ni motivo, la verdad. Si bien Moussa retenía a veces el paso de su camello, a mí me costaba lo mío seguirle. Ahora bien, era tal mi alegría y mi afán de poner tierra de por medio entre mi persona y aquella odiada aldea que no rechisté ni una vez. Aunque hubiera corrido, le hubiera seguido al fin del mundo o al infierno, que era donde, sin saberlo, me dirigía. A uno de tantos que existen por desgracia en África, sin negar que el resto de continentes los tengan también. Así llegó la hora de comer, pero solo comió él. Yo monté un toldo con dos palos y una tela que me dio, pero no disfrute de su sombra ni de los alimentos que Moussa sí ingirió. Tan atónito me quedé que ni le pregunté ni me quejé. Después de la orden de recoger y una vez desmantelado el cortavientos, sirvió un poco de agua en el cuenco donde había comido y me lo ofreció. «Toma, no quiero llevarte a cuestas. Esta noche comerás algo, no pongas esa cara». Hasta la textura de su voz había cambiado. Y en aquel lugar, aparte de mi alegría, dejamos su piel de cordero. Lo siguiente fue una bronca por retener su marcha. «Si el camello puede, que es un animal, tú también, gánate el agua que he gastado». Ya no recordaba la odiosa aldea, miraba hacia delante y pensaba en qué me esperaba. No lo entendía. Pero lo entendería. Llegó la noche y monté el tenderete para él. Yo cené media docena de dátiles y un poco de agua y pasé más frío que alicatando iglúes, como dice tu hijo mayor, porque dormí al raso y sin manta ni piel, esa se la echó él encima y ya no la compartimos más. Bon, ni la piel ni nada que no fuesen unos sorbos de agua y unos dátiles más aplastados que los polvorones que te comes tú en Navidad. A la mañana siguiente, en el camino volvió a producirse la riña por no seguir el paso. Paró, giró el torso y me puso a caldo. Yo, con la cabeza gacha y más perdido que una democracia en África, aguanté el chaparrón, pero ya pensaba en una solución al verle los esfuerzos que hacía por mirarme desde lo alto de su camello. Se volvió y proseguimos con la marcha. Más que andar, tenía que correr y por ello, como el niño que era, le saqué la lengua. Eso, unido al recuerdo de los esfuerzos por volverse me dieron la solución para ajustar mis pasos al camello. Corrí un poco más y me puse a la altura de las ancas del animal y volví a sacarle la lengua a Moussa. Nada, no me vio. Precavido como me había vuelto empecé a hacerle burlas y momos, que si me sacaba las orejas hacia fuera y ponía cara de elefante, que si simulaba con el brazo el pico de un pelícano, que si me ponía las manos en las sienes abriendo los dedos, nada, no se enteraba de nada. Y en esto que desde atrás nos vino una lluvia de arena que arrastraba el viento. Este giró después y se nos puso de cara. Me pegué al trasero del camello y la verdad es que noté mejoría y pensé que el tuareg se había cubierto todo el rostro con su tagelmust(5) . Pasada la tormenta de arena y animado por el juego y lo que podía ahorrarme seguí con las mofas. Hacía una y me adelantaba un poco más. Hasta que, al llegar a la altura de su pie, me vio con los índices metidos en las narinas y la lengua fuera. Claro, sin detener el paso me preguntó sobre aquel gesto que, menos mal, no interpretó como una burla hacia él. Y, aunque mintiera, fui muy convincente al decirle que escupía la arena y que no quería que se me metiera en las narices. Según desaceleraba oí su contestación: «Pues ya puedes alimentarte de la arena, porque hoy también ayunas. No sé si me he hecho con suficiente comida para dos, y todavía nos quedan unas jornadas». A pesar de las malas noticias, no me vine abajo. En aquel momento, hubiera
cambiado la comida por subirme a las ancas de aquel camello cuyo rabo y culo me conocía de memoria. Pero me conformé con lo que se me había ocurrido. La primera prueba la hice mientras la tormenta anterior volvió, pero de forma debilitada. Desde que se me ocurriera no había dejado de pensar en mi plan. Me daba igual vivir de aquellas sobras y sorbos cortos de agua, lo que me mataba era la caminata a velocidad de camello a la que me sometía Moussa. Nuestro cerebro es maravilloso, la rapidez con la que prioriza las necesidades me ha asombrado siempre. En fin, que el ensayo salió a la perfección, pero encontré un agujero en mi proyecto: el sol, bon, más bien las sombras que provoca,  realzadas por el hecho de que por allí, salvo las dunas, éramos los únicos objetos tridimensionales. Además, dependiendo a qué hora del día, nuestras sombras eran más largas que las penalidades que me esperaban. Ese amanecer y ese anochecer en el desierto, tan ensalzados, incluso en imágenes, eran mis peores enemigos. Pero como tantos otros refranes que he aprendido, aunque la suerte nunca da, solo presta, pintaban bastos y había que esperar que el préstamo fuera a largo plazo como las sombras enemigas o vuestras eternas hipotecas. Por ello, durante la tímida tormenta que ensombreció un poco el ambiente, me agarré de las correas traseras que sujetaban la carga al animal y me dejé llevar con los pies lejos de la arena. Su impulso me hacía más fácil seguirle. Mientras el camello no cagara, estaba a salvo. Eso pensaba, pero la arena que escupían sus pezuñas era inaguantable, peor que la que arrastraba el viento. Por eso me suspendí y dejé la retaguardia del camello para apostarme en uno de sus flancos traseros. Apoyé los pies sobre un bulto y mi hombro sobre su anca izquierda. Y me sentí el niño más feliz del mundo. No solo descansaba, sino que me divertía. Era como ir en una de esas atracciones de feria que montan en las fiestas de tu barrio para los críos. El bamboleo no ayudaba a nada, salvo a divertirme. Algo es algo, me dije. Pero al rato, ese traqueteo dejó de gustarme porque se volvió en mi contra. Esto y el esfuerzo por mantenerme suspendido empezaba a ser insufrible. Y si añadimos que las cuerdas a las que me había asido se clavaban en mis manos y que la gravedad parecía empeñada en que mi culo rozara la arena, entenderás el motivo por el que mi triunfo se trocó en preocupación. No podía acercarme más a la joroba del mehari, corría el riesgo de encontrarme con el pie izquierdo de Moussa y revelar mi artimaña. Se me ocurrió liberar la palma de mi mano derecha y metí el brazo entre la cuerda y el pelaje y lo doblé. Ahora mi peso pendía de mi articulación y liberé también la mano siniestra, cosa que me agradeció. Como pude me froté las manos. Después introduje el otro brazo de forma similar al primero. La postura era un tanto forzada, pero la gravedad parecía menos grave. Si bien la cuerda seguía marcando mis articulaciones, la molestia y luego el dolor fueron soportables durante un tiempo porque el premio lo merecía. Tan ocupado como andaba no me di cuenta de que la pequeña tormenta se había deshecho. Después de varias dunas, cuando ya no sentía los antebrazos, me dejé caer todo lo lento que pude. Lógicamente caí de espaldas sobre la ardiente arena. Y sin saber porqué me quedé allí tumbado, todo lo extendido que pude con los ojos cerrados, y sin sentir el dolor que me azuzaba desde las flexuras de mis codos, tal era mi borrachera de triunfo… Al dejar el bolígrafo y beber mi café he pensado en este suceso y me acabo de dar cuenta de que en realidad lo que yo hacia era simplemente jugar. Y me he sorprendido, por eso he interrumpido el relato. ¿No te parece increíble que la naturaleza del ser humano sea capaz de convertir un penar en un juego. Si no perdiéramos esa capacidad infantil estoy seguro de que el mundo sería de otra manera. Al menos sería más divertido, ¿no crees? Lo único que necesitamos los adultos es ser más niños. Qué cosas tengo, ¿verdad? Bon, sigamos. No supe el tiempo que permanecí allí tirado sintiendo en los párpados la claridad del sol y saboreando las mieles de mi triunfo y el bienestar provocado por la distracción, supongo. Me sacó de ese estado el cambio de luz que aprecié sobre mis ojos. Algo estorbaba el sol. Los abrí y, a contraluz, distinguí la enorme silueta que componían el soberbio animal y su soberbio jinete. No habría imaginado jamás, de no ser por aquella perspectiva, que la pareja a la que ya estaba avezado fuera tan colosal. Terminó de devolverme a la realidad la estridente voz de Moussa al preguntarme, sin perder la ocasión para llamarme imbécile, qué era lo que hacía allí tirado con esa sonrisa en la boca. «¿Acaso, te he mandado yo parar y menos tumbarte?». Consciente ya de donde estaba y en qué circunstancias, por una vez, contesté la verdad, que me había caído. Lo que no le aclaré fue de donde, aunque sí disimulé las muestras de alegría de mi boca. Estaba feliz, pero no estaba tonto, a pesar de su opinión. Me levanté y me comparó con su cabalgadura. «Estás como mi mehari, que cada vez aguanta peor las tormentas del desierto, parecía como si le hubiesen cargado mi éhe(6) y la del vecino». Mi disimulada alegría llegó a su culmen al oír las palabras de mi dueño. Pero seguí sin expresar mi euforia. Le había engañado a conciencia. “Como si le hubiesen cargado su éhe”, me dije para mi regocijo. Cuando se adelantó y comprobé que no podía verme, mi euforia contenida afloró a mi cara y a mi cuerpo. Los signos de mi triunfo solo los pudo ver su camello, pero con el ojo del culo. Las siguientes horas de caminata rápida no me pesaron tanto en las piernas, a ello me ayudó lo ignorante que juzgué a ese tuareg tan listo y embaucador. Aunque cuando el cielo se oscureció y se llenó de puntos luminosos, Moussa ni siquiera hizo amago de hacer noche. Miraba las estrellas y se guiaba por ellas. En el desierto, lo aprendí de él, es mejor mirar el cielo que la arena, como hacía yo. Aunque alguien debe enseñarte a leer entre las estrellas, desde luego. Así, supongo, consiguió encontrar el oasis donde paramos. De otra forma, lo hubiéramos dejado a un lado. Cené lo que me busqué. No quise trepar a lo alto de las palmera por miedo a caerme, así pues me conformé con buscar algunas raíces que Moussa me dejó soasar en las brasas donde él se había preparado un té. Este tuareg, cada vez me sorprendía más, esta vez por el pequeño fuego que había conseguido prender en medio de la nada. No me alimentaría mucho, pero llenaría la barriga. Eso al menos decía Mayifa cuando no teníamos otra cosa que llevarnos a la boca, aunque ella cocía los bulbos que yo llevaba. Por eso le pedí permiso a Moussa para usar el cuenco de su mehari y hacer yo lo mismo. Pero no me lo dio. En su jerarquía, el camello estaba por encima del esclavo y yo debía aprenderlo. Además era mi castigo por haberle entretenido con mi caída según me dijo. Aun así, agradecí al animal su calor corporal, porque, a falta de abrigo con qué cubrirme durante el sueño, me pegué a él todo lo que pude. Dormí arrebujado entre sus patas. A pesar de todo, me levanté contento. Pensé que ese hoy iba a comer, si quería mi nuevo amo, claro. Después del repostaje de agua, más la bestia que nosotros, el ambiente parecía calmo y predispuesto, si no a las confianzas, sí a la tranquilidad, porque me dejó trepar a las palmeras y coger dátiles. ¿Sabías que un camello se puede tragar más de cien litros de agua en un cuarto de hora sin respirar casi? C'est ça, mon ami, que ya lo sabes. Después Moussa me mandó hurgar entre las escorias de la lumbre de la noche anterior por si encontraba algún trozo de carbón en buenas condiciones. Encontré dos terrones aún templados y sin consumir del todo. Sí, el día parecía empezar bien y deseaba que acabara igual. Por eso me vine arriba y empecé a preguntarme si necesitaría de las tormentas de arena para que aprovecháramos los dos humanos la fuerza del animal. En una travesía larga por el desierto si no piensas o rezas no tienes nada que hacer salvo caminar o bambolearte sobre tu camello. Yo era de los primeros, y, aunque me habían enseñado oraciones cristianas y a pedirle cosas a Imana, lo que mejor hacía era lo otro, cavilar e imaginar. Y mis pensamientos se dividían entre no morir de hambre o de sed y no reventar en el camino por el paso que imponía el jodido y ajeno animal, que, por otro lado, no tenía la culpa de nada. Desde que quedara solo bajo el sol la libertad me había venido grande porque para ejercerla primero hay que estar vivo, si no, el resto de sueños no sirve de nada, y ese resto incluye muchas cosas que creemos necesarias. Si en aquellos momentos me hubieras leído la lista de tus necesidades personales no hubiera entendido ninguna, y no porque en aquel entonces fuera más bruto que ahora, no, sino por que esos menesteres son enunciados desde otros ya satisfechos y ajenos a mi existencia juvenil. Y esto no te sitúa en el lado oscuro, digamos que todos tus iguales no pueden esconderse o desaparecer, es más, os hacéis visibles en vuestras reivindicaciones, pero un crío en mitad de un desierto de ocho millones de kilómetros cuadrados, si desaparece o se manifiesta poco va a llamar la atención, vamos que poco eco van a tener sus demandas. Y a las pruebas me remito. Por allí aún no hay cámaras de vigilancia, ni llegan drones y todavía, que uno sepa, ninguna multinacional de las comunicaciones ha estudiado la viabilidad de un servicio telefónico para la zona. Y más conociendo ahora el poco éxito de la carretera Transahariana o Transafricana que después de lo que costó solo se usa para transportar sal, cosa que ya hacían los camellos sin ninguna dificultad, aunque más despacio que los camiones, eso es verdad y sin quitar la importancia que tiene este producto, tan dañino por otra parte para vosotros por su consumo abusivo en vuestras mesas. Bon, que me disperso, por todo ello y por más variables endógenas y exógenas, ejercer la libertad en un entorno hostil es prácticamente imposible, es como predicar en el desierto. Cuando tu vida, y hablo del día a día, no del antónimo de muerte, que también, depende de otros, u otro en este caso, no se piensa en libertad, ni en igualdad que no es lo mismo que pensar en libertades o igualdades curiosamente. Eso, nos extrañe o no ahora, está en un plano diferente al que se encuentran los que tienen la suerte de comer todos los días, aunque sea gracias a la caridad o a los servicios sociales . Y en cambio, yo huía sin saberlo hacia una nueva oportunidad de convertirme y sentirme persona. Y para ello usaría de todas mis herencias recibidas, la propia y la ajena, la cultural y la genética, la de mi corta edad y la de mi escasa experiencia. Cada día de aquellos, sufrido más que vivido, equivalía, en términos de aprendizaje, a un mes para cualquiera de tus hijos que compartiera mis años. Y, aunque nunca olvidaría que Imana había mandado engendrar al hombre en unas tinajas, me importaría más el material con las que estaban fabricadas, unas de oro, otras de estiércol de camello, porque el dios de mi abuela no había especificado en su mandato a aquella estéril mujer que todos los hombres debían ser iguales ante Él. No es que le culpara, pero aquel olvido marcaba mi vida y la de mucha gente... Y por hoy ya está bien de murga africana. Para saber más deberás esperar a mañana. Espero que mis cartas te lleguen en el mismo orden que las envío, malo ha de ser que alguna se pierda o que te llegue antes que la anterior. Espero que no sea así para tu bien, aunque tampoco tendría demasiada importancia.











(1) [↑] Mehari. Camello. De ahí viene el nombre que Citroen dio a su famoso automóvil de 1968. En www.almendron.com podemos leer: «El término mehari, así como meharée, de origen árabe, son utilizados abusivamente por los francófonos».
(2) [↑] Azalahi. Caravanas, en takmashek, idioma tuareg.
(3) [↑] Turgi. Singular de tuareg.
(4) [↑] Sharia. Ley islámica.
(5) [↑] Tagelmust. Turbante, en takmashek, idioma tuareg.
(6) [↑] Éhe. Tienda, en takmashek, idioma tuareg. También significa matrimonio y mujer, con lo que no sabemos a qué se refería concretamente Moussa.