Seguidores

lunes, 7 de marzo de 2016

3ª entrevista: Gertru (1)

¿Quieres empezar a leer Entre puntada y puntada? Pulsa aquí.
¿Te has perdido los anteriores? Pulsa aquí.

Entre puntada y puntada
Sin gastar otra puerta


Dedicada a mi hija Jerusalem. 
Ella sabrá porqué.


Esta, como las sucesivas fui a tiro hecho y con premeditación. Es decir, me preparé un poco la entrevista, tome unas notas antes del viaje que no sé cómo adjetivar, pero que tampoco me importa porque me permitía realizar un sueño, y nunca mejor dicho. Pero al llegar a la puerta numero tres me encontré una flecha que señalaba hacia la izquierda. Estaba sujeta por una rana que parecía leer, con sus gafas y todo, y con las piernas cruzadas. Al verme, levantó los ojos del librito, me miró por encima de él y con un vozarrón desajustado a su tamaño me dijo: «Parece que hay quejas, ¿eh? Parece que alguien no está haciendo bien su trabajo, ¿eh? Parece que algún escritor no da la talla, ¿eh? Parece que no es tan fácil como parece eso de escribir, ¿eh? Parece que…». «¡Vale! —le contesté—, ya lo he entendido». Así que, al girar el picaporte pensé en la cara que siempre le había puesto a ese crío tan esmirriado como querido. Pero el picaporte no cedió.

—¿No ves la flecha, tío? ¿Además de corto de ingenio, eres corto de vista? ¿O no sabes para qué se usan las flechas, aparte de para matar rostros pálidos? Anda que estamos arreglaos contigo. A ver, hombre, sigue la flecha, a ver qué te encuentras. ¡Madre, mía, todo el día conociendo tontos, y siempre queda alguno por descubrir!
—Anda y que te den —le contesté, pero obedecí. Al seguir la flecha y girar en la esquina, me topé con una puerta semiabierta. Mendrugo no podía ser aquella figura que parecía moverse dentro de la habitación. Me arrimé a la rendija de la puerta y atisbé. Me pareció reconocer a Gertru, pero me dije que tampoco podía ser. Volví a cotillear y entonces la vi de frente, en toda su belleza. Sí, era ella. Sorprendido, abrí.

—¿Gertru? —pregunté.
—Así es, la misma que viste y calza, caballero.
—Pero, pero… ¿Cómo es posible?
—¿Y usted me lo pregunta?
—¿No me harás responsable de esto? —quise defenderme porque después de darme la vara la rana me sentía un poquito cohibido.
—Yo no, pero parece que sí lo es por lo que cuenta Mendrugo.
—¡Que has conocido a Mendrugo! —me sorprendí.
—Y a las simpáticas ranitas. A ver si cree que es usted el único —me contestó con una sonrisa en la cara.
—Pero, pero si él sólo ve a los niños —aduje.
—Pero según me dijo también, usted le abrió los ojos a ese respecto. Dice que se ha pasado una eternidad sin hacer caso a gente que sigue siendo fiel a su infancia. Y que quiere corregir su error. Lo que no entendí fue lo que agregó sobre que otros deberían arreglar los suyos. Pero no se refería a mí, porque se lo pregunté. Yo creo que se refería a usted, aunque no le citó. Me invitó a venir, tomar un café y volver a charlar con usted, por su propio bien.
—¿Por el mío? —pregunté.
—Sí, eso me dijo. Y me lo pidió de tal forma que me fue imposible decirle que no. Charlamos largo rato sobre mis cuentos. Lo pasamos muy bien. Y aquí estoy. Me dijo que usted sabría como hacerme regresar a casa.
—¿Yo? —pregunté asustado.
—Sí. No sé qué me dijo de una carta que debía usted llevar siempre encima.
—¡Ah, sí! —. Me tranquilicé—. Por eso no se preocupe —me palpé el bolsillo trasero del pantalón—. Y bueno, ya que Mendrugo nos ha reunido aprovecharé el tiempo. Le diré que mis lectoras no han quedado muy contentas de mi anterior entrevista con usté. Bueno, no, no es eso, es que les ha sabido a poco. Y yo, entre no quererte molestar a ti y no ser un muermo para ellas, me quedé corto. Así que voy a eludir toda responsabilidad, y voy a dejar en tus manos, o mejor dicho, en tus palabras que sacies su curiosidad.
—¿Y qué quieren saber?
—Supongo que todo. Tú, como mujer, sabrás lo que os interesa a vosotras de vosotras mismas. Perdona, pero no sé si me he liado.
—No, te he entendido perfectamente. Lo que no sé es cómo empezar.
—Yo sí, pero no te va a gustar.
—A ver, probémoslo.
—No sé… Pero bueno, allá va. ¿Cómo te sentiste cuando te dijo don Mauro, para mí siempre será don, que no podrías concebir?
—Vas derecho al grano, ¿eh? Pero no me importa, es algo superado, bueno, no, superado no, pero sí asumido. Una chica de mi edad y de mi no educación, en aquella época sólo podía aspirar a casarse y tener críos. No era un sueño, sino lo normal, lo natural en esos casos. Así lloré todo lo que tuve que llorar, imagino. Pero todos me ayudaron mucho, sobre todo Mauro y mi madre Casta. Reme creo que se lo tomó peor que yo misma. Pasó una época insoportable. No la aguantaba ni Venancio, fíjese. Después el dolor se fue aplacando, Juan era un mocosote en el que me volqué, como es lógico. Era lo más cercano a un hijo que iba a tener nunca, porque a Joselillo le veía como un hermano pequeño. Cuando Mauro me dijo un día que Juan necesitaba verle a él feliz, que su hijo tenía derecho a ver a su padre feliz, ese día pensé que quizá no necesitaría parir nunca para serlo yo. Juan me dio, y me da, todos los sufrimientos y satisfacciones que un hijo puede dar a una madre. Luego cuando se nos fue Servanda fue Juan el que se refugió en mí y, aunque suene mal, le sentí totalmente mío. Acaso confundí propiedad con responsabilidad. Ah, un cotilleo que no es tal para mí, pero para usted y sus lectoras sí. Mauro y yo vamos a ser abuelos. Nos enteramos anoche. En principio Mauro, cuando colgó el teléfono puso a caldo a su hijo, pero al hablarlo conmigo se fue dando cuenta de que las circunstancias no cambiaban el hecho de que su hijo nos iba a hacer abuelos, y terminamos celebrándolo, aunque quedamos en ponerle mala cara unos días, supongo que entenderá usted porqué.
—No, pero si me voy a esa época me imagino que estaba muy mal visto tener hijos antes del matrimonio.
—¿Mal visto? A la mujer la ponían como hoja de perejil y al hombre lo más que le llamaban era mochote. En fin, espero que las cosas hayan cambiado en ese sentido.
—No se crea que tanto, pero sí, algo hemos avanzado.
—Me alegro.
—¿Como recuerda su boda?
—Veo que aprende. Como un sueño. Pero el mismo en que he vivido desde que entendí que era digna de ser amada, que fue el éxito de mi marido. Conseguir que aquella criatura maltratada y que se creía sola fuera capaz de aceptar su amor. Aunque mi hermana y mi segunda madre también ayudaron lo suyo, no se crea. La diferencia entre la intención de ellas y de Mauro era que él tenía interés en mí, mientras que Reme y la señora Casta no. Por ello, ellas no dudaron ni un momento, y él tuvo tantos titubeos. Estaba enamorado pero no quería engatusarme como él dice, ni deslumbrarme por su dinero y posición social. Tenía que estar seguro de que yo también estaba enamorado de él, si no, no le valía. Y así fue, y así seguimos. Pero no piense que nuestra vida es un cuento de hadas, hemos discutido lo nuestro y seguimos cada uno con nuestras porfías, supongo que como toda pareja que se precie. Y no hay que olvidar que aparte de pareja, somos individuos, y como tales tenemos nuestra propia vida. Una cosa que recuerdo con mucho cariño es la mirada de mi madre Xiana cuando me observaba pelear con Juanín. Nunca le dije que era un personaje como Yerma. Y ella nunca me preguntó. La verdad es que ellos también aceptaron a Juan como un nieto. Padre le llamaba el guaje y hasta aprendió el español para hablar con él. Después del viaje en el que padre se trajo los bueyes, jamás aceptó una peseta más de Mauro. Todavía recuerdo la explicación de aquel hombre tan tozudo como sincero: «Tuya es la culpa de que haya tenido que hacer estos dos viajes, luego tú los pagas, pero hasta ahí, amigo». Eso, al menos, fue lo que tradujo su Roxa, como él la llamaba, que bien sabía tirarle de las riendas. La verdad es que, a pesar de ver a padre algunas veces triste, lo compensaba la felicidad de mi madre Xiana. Ambos se merecían, como cualquier otro, salir de aquella soledad en la que vivían y que nunca quisieron para mí. Les entendí perfectamente cuando hablé con Antón a su vuelta. Él fue quien me lo explicó. Ellos no podían perdonarse el haber elegido entre su terruño y su hija, pero no lo hicieron mal después de todo. Los tres sufrimos por ello, pero también por ello yo he sido feliz. Eso no lo puedo olvidar y se lo tengo que agradecer a ellos. Tuvieron que elegir y eligieron, mal o bien, pero eligieron, no esperaron a que se solucionara solo el problema… Y perdóneme mi emoción… —interrumpió el relato con los ojos anegados en lágrimas. Pronto, una rana apareció empujando una caja de pañuelos de papel. La rana me miró, saltó a mi hombro y me dijo en voz baja: «Un caballero siempre lleva un pañuelo blanco y bien planchado para ofrecer a una dama, querido amigo. ¡Que tenemos que estar en todo!». Una vez repuestos los dos, yo  de la pulla de la rana y Gertru de su turbación, continuó con su relato—. Bueno, ya está, perdóneme. Si le dijera las veces que padre contó a Juan un cuento sobre una gallina que iba en un ómnibus, no me creería. Y el crío no hacía más que pedirle por las noches que le contara ese cuento. Yo, con lo que les ofrecí, también fui capaz de hacerles felices. Luego llegaría la guerra. Yo nunca la entendí. Imagino que como tanta gente. Como comprenderá no es mi tema preferido. Todos, por un motivo o por otro sufrimos mucho. A Mauro le requisaron todo, la fábrica y el dinero. Se incorporó al ejército rojo. Y es curioso y lo tenemos hablado, él, aunque rico y patrón, tenía más en común con los de ese bando que con los del otro. Después, cuando acabó la guerra yo tuve la suerte de recuperar a un marido deshecho por lo que había visto y hecho. Nadie, que no fuera un fanático, podía tomar partido en aquella entelequia. No te dejaban elegir nada más que entre dos opciones, o estás con nosotros o estás contra nosotros. Esas son palabras de Mauro que yo respeto mucho y en las que creo. Alejemos los malos recuerdos, ¿no cree? —afirmé con la cabeza—. Gracias a aquel cuento que fue el primero que escribí, prácticamente igual que se lo oyera a padre, me dediqué a imaginar los míos. Aún hoy, el primero que los lee es Juan y siempre espero sus opiniones y críticas. Cuando era pequeño se los leía y no hacía falta que me dijera nada, ya me daba cuenta yo solita si le gustaban o no. Mauro siempre ha querido publicarlos. Ese es uno de nuestros motivos preferidos para discutir, porque yo me niego. Le digo que están escritos por padre y para nuestro hijo. Él me echa en cara que los últimos escritos no pueden ser para Juan. Pero yo le digo que sí, que siguen siendo para él. Escribo por el placer de imaginar, simplemente. Lo que me ha sorprendido es que Mendrugo los conociera, si no están publicados.
—De Mendrugo, te puedes creer cualquier cosa. A mí me dijo que eso de ahí fuera no era una biblioteca, pero ahora que junto lo que me cuentas con esa negativa, ya me lo explico, creo. Pero el tío este no da ni una pista. ¿Sabes lo que es lo de ahí fuera?
—Dígamelo usted.
—Son todas las historias imaginadas, no las publicadas o escritas. ¿Entiendes? Mendrugo es pura imaginación —dije emocionado, como si hubiera descubierto la penicilina.
—Como yo —. La contestación de Gertru me dejó de piedra. Tenía razón, pero yo estaba tan dentro de mi historia que no me daba cuenta. Pero reaccioné.
—Sólo puedo contestarte, y creo que me repito, con lo que dice mi suegro Mateo cuando se le critica por contar historietas: «Sí, son mentiras, pero pueden haber ocurrido».
—No se preocupe, no sé yo lo que haría si todos los duendes, los enanos, los animales de mis cuentos me vinieran a visitar un día. Lo más seguro es que saliera corriendo —. Gertru me ofreció la sonrisa que imagino enamoró a don Mauro. Y, claro, calmó ese momento de desasosiego en el que dudé seguir escribiendo este bis de su entrevista. Así que me apoyé en aquella cara angelical y en mi infantilismo y seguí, aunque paré.
—Podríamos hacer un descanso. Estoy agotado.
—No importa, ya me avisó Mendrugo que podría ocurrir. Al fin y al cabo, a mí no me cuesta ningún esfuerzo recordar y contarle estas cosas, pero usted, caballero, se las tiene que inventar. Y, además, debe ser congruente con lo ya escrito y seguir con su vida normal. Por eso me dio esta pirindola —que sacó del bolso—. ¿La ve?
—Sí, es una preciosidad. Es muy bonita.
—Más bonito es lo que se consigue con ella. Si la hace usted girar, su tiempo comenzará a pasar de nuevo y volverá a su mundo, es decir, podrá seguir con su vida, pero cuando se pare, vendrá usted aquí de sopetón, y para mí no habrá pasado el tiempo. Así, no me hace esperar y usted puede descansar o hacer lo que le plazca. Lo malo que tiene es que se gasta, es decir, sólo se puede usar una vez.
—La verdad es que estas ranas van a tener razón, están en todo.
—No sé a qué se refiere, caballero.
—No, a nada, a un comentario que me ha hecho la rana que le ha traído los pañuelos. No tiene nada que ver contigo ni con tu historia. Pero, vamos a probar, la voy a hacer girar en el suelo, así habrá menos posibilidades de que algo la frene.
—Tome.
—Gracias y hasta mañana. O hasta luego.
—O hasta ahora mismo —se despidió.

Hice girar la pirindola en el suelo y cuando todo paró de girar a mi alrededor me encontraba en casa. MC bajaba de su estudio-taller y me preguntó: «¿Qué haces ahí dando vueltas? ¿Estás tonto?». No supe qué contestar, pero las suyas eran preguntas retóricas porque cruzó el salón y desapareció sin más. Así, me puse a leer todas las entrevistas y a buscar incongruencias. Repasé algunas entregas de Entre puntada y puntada y lo dejé. No podía más. Por lo que me dediqué a lo único que no cuesta esfuerzo: descansar. Ni leí, ni escribí nada más. Cené y al poco me acosté. Tardó un rato en írseme esa sensación de aplanamiento y cuajé como un bendito. Al día siguiente, una vez acabada mis obligaciones, que hay que reconocer que en la actualidad no son muchas, y como no me gusta tener nada pendiente que pueda resolver y me apetezca hacerlo, me puse a buscar alguna pregunta más que hacer a Gertru cuando se parara la pirindola. ¿La había hecho girar tan fuerte? En fin, que cuando iba al despacho que comparto con MC, en vez de verme andando por el hall y el pasillo, me vi andando camino a la puerta entreabierta. «¡Pum!», pensé. El juguetito se había parado y yo entraba de nuevo en la habitación donde esperaba (para ella no) Gertru. «O hasta ahora mismo», escuché.

—Le veo un poco aturdido. ¿Ha ido todo bien?
—Sí, sí… Todo bien. Pero saltar así en el tiempo y en el espacio trastorna un poco, sabes. Además lo esperaba. Ya, ya estoy centrado.
—Bien, pues dispare.
—A ver. ¿Qué es lo que has perdido por el camino?
—Yo no he perdido nada, si me permite la petulancia. Es más, a partir de un momento determinado he encontrado más de lo que me han robado. Yo no perdí la inocencia cuando aquel señorito me forzó, ni mucho menos. Ni siquiera sabía lo que significaba perder la inocencia. Fueron los demás, encabezados por Anselmo y doña Virtudes, los que quisieron robármela y en vez de eso, me quitaron el fruto de esa violación. Si esa mujer tan altiva hubiera apostado por su inocente nieto en lugar de defender a su culpable hijo, curiosamente los dos estarían vivos.
—Pero tú no hubieras sido feliz. Incluso te hubieran podido arrebatar ese hijo nonato.
—Sí, tiene razón. Pero yo sabría que había traído un hijo a este mundo. Un hijo que hubiera llevado en mis entrañas. Tuve la posibilidad y no me dejaron elegir. Además, ¿cuánta mujeres hay que han renunciado a su felicidad por sus hijos? Muchas son pocas. Ese precio lo pagas sin conocer el coste.
—Veo que eres una mujer fuerte.
—Eso también es obra de los demás, no mérito mío. El amor de y por Mauro es el origen de esa fortaleza.
—Supongo que Xiana y Queitano también tengan algo que ver.
—Por supuesto, pero eso se sobreentiende. Verá. Cuando recién casada escuchaba la maldad gratuita que una boca, generalmente de mujer, vertía sobre mí, me ponía colorada y retrasaba el llanto para cuando Mauro no estuviera presente. Pero, como le he dicho, sin ese amor,. que quería dar y recibir, hubiera sido imposible aguantar aquello. Creo que los desahogos con Reme no la vinieron bien. Supongo que ella no se los citaría, es de las que guardan los secretos mejor que nadie. En cambio a mí, volcar el talego con ella, como se decía antes, me hizo llevarlo mejor. Después de hacerme con las riendas y plantar cara a esos comentarios, siempre educadamente como proceden siempre las personas de esa calaña, se lo conté a mi esposo. Y no sé si hice bien porque dejó a un lado muchas amistades.
Y hablando de amigos, no quiero que pase la ocasión sin mentar al mejor que tuvo Mauro: don Luis. Aquel hombre que, a partir del ataque de Anselmo y tras el intento de doña Elvira de deshacerse de su odio con cargo a mi persona, me atendió hasta que murió. A mí y a todos los de mi familia. Y me refiero a todas las personas que usted se inventó para formar esa familia tan heterogénea como entrañable. Con este recuerdo quiero, aparte de homenajear al doctor, declarar que no sólo hubo víboras en el ambiente en el que me introdujo mi matrimonio. Hay que contar lo malo y lo bueno. La vida está llena de grises, pocas cosas hay negras o blancas.
—Cuando acabó la guerra no teníais de nada, ¿no? Perdisteis todo, me supongo.
—Supone bien. Tardaron algún tiempo en restituir la propiedad de la fábrica a Mauro. Durante esa época fuimos Servanda y yo las que sacamos adelante la casa. Hicimos de todo para la nueva clase dominante. Todo honrado no se crea: fregar escaleras, coser, planchar, cocinar, hacer camas… Todo aquello para lo que, en un principio, habíamos nacido y lo que otras tantas hicieron. Después, y todo gracias a la señorita Pepita que intercedió y algo más en los tribunales militares, le devolvieron su querida fábrica. Se extrañará usted de que la señá Pe tuviera ese poder, pero es que esa mujer salvó la vida al obispo de Madrid. Le escondió en casa durante todo el tiempo que duró la contienda, con lo que se jugaba la vida ella misma. Más de uno la denunció, pero lo que hizo fue tapiar la puerta de una habitación y dejar dentro al obispo. El pobre se pasó allí tres años. La comida se la pasaba por la noche de balcón a balcón, por donde también se pasaba el cubo de los excrementos. Incluso llegó a pasar su corpachón para decir misa en el comedor de la señá Pe más de una vez. Y eso lo vivimos Mauro y yo. Ya sabe que mi marido es católico practicante. Bueno, que me he dispersado un poco, es lo que tiene recordar. Que reclamó para nosotros el favor hecho y el obispo no tuvo problemas en devolverlo. Debe usted saber que Mauro participó en la guerra en el bando republicano como alférez. Por lo que no era una nadería el asunto. Pero la relación entre Iglesia y Estado en aquella época era idílica, por lo que el expediente republicano de Mauro desapareció. Pero no sólo eso, sino que  dio paso a otro nacional. En él se le involucraba en la salvaguardia de la iglesia y fe, católicas por supuesto, al participar en una operación encubierta que mantuvo con vida al más alto dignatario de Vaticano en España como juró ante la Biblia la propia señorita Pepita durante una vista judicial.
—¿No me digas?
—Como lo oye. Y hasta nos dieron créditos, alguno a fondo perdido. Y es la única vez que esa mujer hizo algo en contra de sus creencias, porque yo la vi jurar en falso. Yo no soy católica, ni religiosa pero espero que su dios las tenga en sitio preferente. A las dos hermanas me refiero. Aunque yo siempre tuve debilidad por la señorita Paulita, reconozco que quien tenía el coraje era la señorita Pepita. Y por eso sé ahora que una persona buena es la que no hace el mal a nadie aunque no cumpla las leyes terrenales o divinas. Y si encima se la juega por los demás, figúrese. En ellas vi la misma bondad que veo en mi madre Casta. La pobre cada vez está más agachadita, cualquier día… ¿Pero de qué se sonríe? —se extrañó Gertru.
—No, no entiendas mal mi  sonrisa, es que me hace gracia… No sé, que alguien tenga que aclarar a que madre se refiere, estarás conmigo que es algo gracioso, o al menos extraño. Y siento lo de la señora Casta, pero es ley de vida.
—Tiene usted razón, pero una siempre espera que duren más las personas a las que amamos, aunque sería más cruel que ellas vivieran nuestras muertes.
—Desde luego. Bueno —miré mis notas—, pues creo que sólo me queda tocar la última tecla. Tampoco quiero pasarme ahora de la raya. Me has hablado de Reme, pero poco de tu relación con Susana.
—Es normal. Susana no es mi hermana.
—Y Reme tampoco —maticé.
—Eso lo dice usted, pero no es la sangre la que ordena esas cuestiones, sino la vida misma. Así que, permítame que yo considere a Reme tanto amiga como hermana. Lo mismo que hago con mi madre Casta y que a usted parece hacerle tanta gracia —. Gertru, siempre con elegancia, me puso en mi sitio, y merecido lo tenía—. Susana, y no es poco, es una gran amiga que, como ya le he contado, visito mensualmente. Por otro lado, yo creo que es una mujer que se ha adelantado a nuestro tiempo. Nunca la han callado. Ni nada, ni nadie. Nunca pensé que saliera con vida de lo que aconteció nada más acabar la guerra. Acuérdese de las Trece Rosas. Ahora bien, fue un faro de referencia tanto para Reme como para mí. Tiró de nosotras con una fuerza comparable a la gravedad. Se hizo cargo de todo después de la muerte de doña Consuelo, y consiguió que al taller no le faltara trabajo. Además nos descubrió que una mujer es tanto o más que un hombre, aunque mi hermana y yo no hayamos entrado nunca en esa lucha. Y también sé que a mí me quiere de una forma muy especial.
—¿Cómo de especial?
—Eso es lo único que no le voy a aclarar. Ni a usted, ni a sus electoras, ni a nadie. Eso queda para entre ella y yo, aunque ella no se imagina que yo lo sé. Estoy seguro de que se llevaría un disgusto si algún día lo descubro. Así que, dejémoslo, si no le importa, caballero.
—En absoluto, estas en todo tu derecho, a parte de que ya hemos abusado más de la cuenta. Al menos eso creo. Yo, desde luego, me doy por más satisfecho.
—Entonces a lo mejor hemos llegado al punto en el que debemos usar esa carta suya de Mendrugo, y cada uno volver a su lugar.
—Sí, aunque me resisto a ello porque es una gozada estar y hablar contigo.
—Sabe perfectamente que puede hacerlo cuando quiera, lo único que tiene que hacer es no olvidarme.
—No, no lo haré, estate segura. ¿Puedo darte dos besos de despedida?
—Si me dejas devolvértelos sí —me contestó con esa sonrisa maravillosa y dulce. Tras la despedida saqué de mi bolsillo la usada misiva y se la enseñé a Gertru. 
Mira aquí —le dije, en este recuadro, se escribirá algo que deberemos decir en voz alta . Lo vimos, nos miramos, nos sonreímos y gritamos
¡HIJA DE LA LUNA!

12 comentarios :

  1. Bueno, esto tiene otro color, este es el personaje que yo quería ver, me ha encantado, ahora si que me quedo satisfecha con la entrevista.
    Hasta la próxima semana.
    Chary :)

    ResponderEliminar
  2. Me ha gustado mucho esta nueva entrevista a Gertru, espero que no haya sido traumático para el "periodista"... Un personaje que ha sabido recomponer su vida ante la adversidad y que conserva su serenidad y algo de inocencia. En este caso, yo creo que don Mauro ha sido un poco "culpable". Hasta la próxima, J.C., y gracias por aclararnos las dudas, pero no nos acostumbres mal, que el autor siempre es el que manda en sus historias... Abrazos

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Gracias por todo, Ligia. Aunque yo soy de otra opinión. El relato lo hace el lector en su cabeza porque cada uno imagina, dentro del hilo de la historia, todo aquello que no explicita el autor. Cada uno piensa distinto o parecido de los personajes, etc. Creo que el autor debe estar al servicio del lector. Es mihumilde opinión. Pero porr ello no vamos a discutir, jaja. Un abrazo, JC.

      Eliminar
    2. Pues hoy tengo yo ganas de discutir... ja, ja. No, JC, yo también estoy contigo en lo que dices, yo me refería en este caso a que, aunque nos quedemos "disconformes" con la entrevista, no te veas obligado a repetir con cada personaje, porque no vas a ganar para repeticiones, ja, ja.
      Un escritor (con unas cuantas novelas publicadas) me aconsejó una vez que "al cuento se llega tarde y se debe salir temprano" . También era su humilde opinión... Gracias y abrazos

      Eliminar
    3. En efecto, "al cuento se llega tarde y se debe salir temprano", pero me da la impresión que se refería al cuento como genero literario, el cuento corto. Ahí sí que no cabe nada de lo que he dicho sobre Entre puntada y puntada. Y lo que está claro y demostrado es que no se puede complacer a todos, pero cuando se coincide de forma rotunda se debe dar un golpe de timón. Así que yo también me sumo a esa opinión. Un abrazo, Ligia, JC

      Eliminar
  3. He reído y también se me ha escapado alguna lágrima, pero ahora si que me he quedado "más conforme" con la historia.
    Cómo sabes llegar al lector. Y nos dejas un poco a nuestra imaginación.
    Esperaremos a ver a quién entrevista el lunes próximo, porque al principio la entrada me despistó. Abrazos.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Me alegro de todo y sobre todo de haberte sorprendido. Gracias, Varinia. JC.

      Eliminar
  4. Mas que satisfecha que me he quedado yo,menuda sorpresa esta nueva entrevista, has saciado toda mi curiosidad, hay que ver, solo hay que pedir y se te concederá, ja ja ja. Pero sera mejor que no nos hagas mucho caso o entre tod@s te volveremos loco.jajajajaja.
    Gracias y hasta el proximo lunes.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Y yo que me alegro. Gracias, Rubí, hasta el lunes, JC.

      Eliminar
  5. Bueno, Reme fue la que empezó la historia cojeando y Susana la que ha terminado cojeando (tú sabes por qué).

    Por fin al día, ahora me toca esperar a mí un par de días.

    Cq.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Yo a eso le llamo actuar en consecuencia, jaja.
      Venga, que esperar (te) esperamos todos,
      cq

      Eliminar